El verano de 2008 fue un verano muy tranquilo en Estados Unidos. La batalla de las nominaciones presidenciales terminó a principios de junio, cuando los demócratas, en las primarias de Montana, nombraron candidato a Barack Obama; en cuanto a los republicanos, tenían elegido a John McCain desde febrero. Había llegado la hora de que cada uno reagrupase a sus partidarios: las próximas citas importantes no tendrían lugar hasta finales de agosto, con las convenciones nacionales de los dos grandes partidos históricos del país, que entronarían oficialmente a sus candidatos a la Casa Blanca.

Esta relativa calma antes de la tormenta electoral que llevaría hasta el Election Day del 4 de noviembre dejaba al caso Harry Quebert, que estaba provocando una agitación sin precedentes en el seno de la opinión pública, la cabecera de todos los medios de comunicación. Estaban los «pro-Quebert», los «anti-Quebert», los adeptos de la teoría del complot o incluso los que pensaban que su liberación bajo fianza se debía a un acuerdo financiero con el reverendo Kellergan. Desde que la prensa había publicado mis borradores, mi libro circulaba de boca en boca; la gente no hablaba más que del «nuevo Goldman que saldrá este otoño». Elijah Stern, aunque su nombre no se mencionaba directamente en los extractos, había interpuesto una demanda por difamación para impedir la publicación. En cuanto a David Kellergan, había expresado también su intención de ir a los tribunales, defendiéndose vigorosamente de las acusaciones de maltrato a su hija. En medio de esta batalla, había dos personas especialmente contentas: Barnaski y Roth.

Roy Barnaski, que había enviado a sus equipos de abogados neoyorquinos a New Hampshire para detener cualquier embrollo jurídico susceptible de retrasar la aparición del libro, estaba entusiasmado: las filtraciones, que ya nadie dudaba que habían sido orquestadas por él mismo, le garantizaban unas ventas excepcionales y le permitían ocupar el espectro mediático. Consideraba que su estrategia no era mejor ni peor que la de los demás, que el mundo de los libros había dejado de ser el noble arte de la impresión para convertirse en la locura capitalista del siglo XXI, que ahora un libro debía escribirse para ser vendido, y que para que se hablase de él había que apropiarse de un espacio que, si no se tomaba por la fuerza, sería invadido por otros. Matar o morir.

En cuanto a la justicia, había pocas dudas de que al proceso penal le quedaba poco para derrumbarse. Benjamin Roth iba camino de convertirse en el abogado del año y de conseguir fama a escala nacional. Aceptaba todas las peticiones de entrevistas y pasaba la mayor parte del tiempo en estudios de televisión y radios locales. Todo con tal de que se hablase de él. «Imagínese, ahora puedo facturar mil dólares la hora —me dijo—. Y cada vez que salgo en las noticias, añado diez dólares a mis tarifas horarias para mis próximos clientes. Poco importa lo que digan los periódicos, lo importante es salir en ellos. La gente recuerda haber visto tu foto en el New York Times, nunca recuerda lo que decías». Roth había esperado toda su carrera a que llegara el caso del siglo, y por fin lo tenía. Bajo la luz de los focos, contaba a la prensa todo lo que quería oír: hablaba del jefe Pratt, de Elijah Stern, repetía hasta la saciedad que Nola era una chica turbadora, sin duda una manipuladora, y que Harry era finalmente la verdadera víctima del caso. Para excitar a la audiencia, dejaba incluso sobreentender, apoyándose en detalles imaginarios, que la mitad de la ciudad de Aurora había tenido relaciones íntimas con Nola, por lo que tuve que hablar con él para llamarle la atención.

—Debe usted dejar de contar esas habladurías pornográficas, Benjamin. Está usted salpicando a todo el mundo.

—Precisamente, Marcus, mi trabajo no es tanto lavar el honor de Harry como mostrar de qué manera el honor de los demás estaba cubierto de manchas y de mierda. Y si ha de haber un proceso, llamaré a declarar a Pratt, convocaré a Stern, haré que suban todos los hombres de Aurora al estrado para que expíen públicamente sus pecados carnales con la pequeña de los Kellergan. Y probaré que ese pobre Harry no tuvo más culpa que dejarse seducir por una mujer perversa, como tantos otros antes que él.

—Pero ¿qué está diciendo? —exclamé—. ¡Nunca hubo nada de eso!

—Vamos, amigo mío, llamemos a las cosas por su nombre. Esa chiquilla era una zorra.

—Es usted una tortura —respondí.

—¿Una tortura? Pero si no hago más que repetir lo que dice usted en su libro, ¿no?

—Pues no, precisamente, ¡y lo sabe usted muy bien! Nola no tenía nada de escandalosa, ni de provocadora. Su historia con Harry ¡es una historia de amor!

—El amor, el amor, ¡siempre el amor! ¡El amor no quiere decir nada, Goldman! ¡El amor es un truco que se inventaron los hombres para no tener que lavarse la ropa!

El despacho del fiscal estaba en la picota de la prensa y la atmósfera que invadía los locales de la brigada criminal de la policía estatal se resentía con ello: corría el rumor de que el gobernador en persona, durante una reunión tripartita, había instado a la policía a resolver el caso lo más rápidamente posible. Desde las revelaciones de Sylla Mitchell, Gahalowood había empezado a ver más claro en la investigación; los elementos convergían cada vez más sobre Luther, y tenía muchas esperanzas en los resultados del análisis grafológico del cuaderno para confirmar su intuición. Mientras tanto, necesitaba saber más, especialmente sobre los paseos de Luther por Aurora. Así fue como el domingo 20 de julio fuimos a visitar a Travis Dawn, que nos contó lo que sabía sobre el asunto.

Como yo no me sentía todavía listo para volver al centro de Aurora, Travis aceptó que nos viésemos en un restaurante de carretera cercano a Montburry. Me esperaba ser mal recibido, por culpa de lo que había escrito acerca de Jenny, pero se mostró muy amable conmigo.

—Siento lo de las filtraciones —le dije—. Eran notas personales, nada de todo eso debía publicarse.

—No puedo reprochártelo, Marc…

—Podrías…

—No hacías más que contar la verdad. Sé muy bien que Jenny andaba detrás de Quebert… Me di cuenta entonces de cómo le miraba… Al contrario, creo que tu investigación va por buen camino, Marcus… Al menos eso lo prueba. A propósito de la investigación: ¿qué hay de nuevo?

Fue Gahalowood el que respondió:

—Lo que hay de nuevo es que tenemos serias sospechas de Luther Caleb.

—¿Luther Caleb? ¿Ese chalado? Entonces ¿es cierta esa historia de los cuadros?

—Sí. Aparentemente, la chiquilla iba regularmente a casa de Stern. ¿Estaba usted al corriente de lo del jefe Pratt y Nola?

—¿De ese asunto repugnante? ¡No! Cuando me enteré, me caí de espaldas. ¿Sabe?, quizás tuvo algún desliz, pero siempre fue un buen policía. Dudo que pueda cuestionarse su investigación y sus pesquisas, como he podido leer en la prensa.

—¿Qué piensa de las sospechas sobre Stern y Quebert?

—Que habéis sido un poco ingenuos. Tamara Quinn dice que nos había avisado de lo de Quebert en aquella época. Lo que creo es que hay que encuadrar un poco la situación: ella pretendía saberlo todo, pero no sabía nada. No tenía ninguna prueba de lo que contaba. Todo lo que podía decir es que había tenido una prueba concreta, pero que la había perdido misteriosamente. Nada que fuese creíble. Usted mismo, sargento, sabe con qué precaución hay que tratar las acusaciones gratuitas. El único elemento que teníamos contra Quebert era el Chevrolet Monte Carlo negro. Y aquello era, de lejos, insuficiente.

—Una amiga de Nola nos asegura haber advertido a Pratt de lo que se tramaba en casa de Stern.

—Pratt nunca me dijo nada.

—Entonces ¿cómo no pensar que manipuló la investigación?

—No ponga en mi boca palabras que no he dicho, sargento.

—¿Y Luther Caleb? ¿Qué puede decirnos de él?

—Luther era un tipo raro. Molestaba a las mujeres. Yo mismo animé a Jenny a denunciarle cuando se mostró agresivo con ella.

—¿Nunca sospechó de él?

—No mucho. Nos lo planteamos y comprobamos qué vehículo poseía: un Mustang azul, lo recuerdo bien. De todas formas, parecía poco probable que fuese nuestro hombre.

—¿Por qué?

—Poco antes de la desaparición de Nola, me había asegurado de que no volvería a acercarse a Aurora.

—¿Qué quiere decir?

Travis se mostró repentinamente incómodo.

—Digamos que… le vi en el Clark’s, a mediados de agosto, justo después de haber convencido a Jenny para que le denunciase… La había molestado y le había provocado un horrible hematoma en el brazo. Quiero decir, que la cosa había sido seria. Cuando me vio llegar, huyó. Salí tras él y lo detuve en la federal 1. Y allí… Yo… ¿Sabe?, Aurora es una ciudad tranquila, no quería que volviese a rondar por aquí…

—¿Qué hizo?

—Le di una paliza. No estoy orgulloso de ello. Y…

—¿Y qué, jefe Dawn?

—Le puse la pistola en sus partes. Le di una buena tunda y, cuando estaba encogido, tumbado en el suelo, le agarré con fuerza, saqué el revólver, lo cargué y le hundí el cañón en los testículos. Le dije que no quería volver a verlo en mi vida. Gemía. Gemía diciendo que no volvería, me suplicó que le dejara marchar. Sé que no son formas, pero quería asegurarme de que no lo vería más en Aurora.

—¿Y cree usted que obedeció?

—Sin duda.

—Entonces ¿fue usted el último que lo vio en Aurora?

—Sí. Pasé la consigna a mis compañeros, con una descripción de su coche. No volvió a aparecer por allí. Nos enteramos de que se había matado en un accidente en Massachusetts, un mes más tarde.

—¿Qué tipo de accidente?

—Se salió en una curva, creo. No sé mucho más. A decir verdad, no me interesé mucho por ello, teníamos cosas más importantes entre manos.

Cuando salimos del restaurante de carretera, Gahalowood me dijo:

—Creo que el coche ese es la clave del enigma. Hay que saber quién pudo conducir un Chevrolet Monte Carlo negro. O más bien hacerse la siguiente pregunta: ¿podía Luther Caleb estar conduciendo un Chevrolet Monte Carlo negro el 30 de agosto de 1975?

Al día siguiente, volví a Goose Cove por primera vez después del incendio. A pesar de las cintas policiales que cruzaban el porche para prohibir el paso a la casa, penetré en su interior. Todo estaba devastado. En la cocina, encontré la caja RECUERDO DE ROCKLAND, MAINE intacta. La vacié de pan seco y la llené con algunos objetos que habían salido indemnes y que fui recogiendo a medida que visitaba las habitaciones. En el salón, descubrí un pequeño álbum de fotos que no había resultado dañado de milagro. Lo saqué fuera y me senté bajo un gran abedul, frente a la casa, para mirar las fotos. En ese instante apareció Erne Pinkas. Me dijo simplemente:

—He visto tu coche a la entrada del camino.

Vino a sentarse a mi lado.

—¿Son fotos de Harry? —preguntó señalándome el álbum.

—Sí, las he encontrado en la casa.

Hubo un largo silencio. Yo pasaba las páginas. Las fotos databan probablemente de principios de los años ochenta. En varias de ellas aparecía un labrador joven.

—¿De quién es ese perro? —pregunté.

—De Harry.

—No sabía que había tenido uno.

—Storm, se llamaba. Debió de vivir sus buenos doce o trece años.

Storm. Aquel nombre me sonaba familiar, pero no recordaba la razón.

—Marcus —prosiguió Pinkas—. No quise ser desagradable el otro día. Lo siento si he podido herirte.

—No tiene importancia.

—Sí, sí que la tiene. No sabía que habías recibido amenazas. ¿Fueron por culpa de tu libro?

—Probablemente.

—Pero ¿quién hizo esto? —dijo indignado, señalando la casa quemada.

—No se sabe. La policía dice que utilizaron un producto acelerador, tipo gasolina. Descubrieron un bidón vacío en la playa, pero no saben de quién son las huellas que tenía.

—Entonces ¿recibiste amenazas y te quedaste?

—Sí.

—¿Por qué?

—¿Qué razón tenía para marcharme? ¿El miedo? Hay que despreciar el miedo.

Pinkas me dijo que yo era importante, que él también hubiese querido ser alguien importante. Su mujer siempre había creído en él. Había muerto años antes, por culpa de un tumor. En su lecho de muerte le había dicho, como si fuese un chiquillo con toda la vida por delante: «Ernie, harás algo importante en la vida. Creo en ti». «Soy demasiado viejo. Mi vida ha pasado». «Nunca es tarde, Ernie. Mientras uno no muere, tiene la vida por delante». Pero todo lo que había conseguido hacer Ernie tras la muerte de su mujer había sido conseguir un trabajo en el supermercado de Montburry para devolver el dinero de la quimioterapia y cuidar la lápida de su tumba.

—Ordeno los carros, Marcus. Recorro el aparcamiento, buscando los carros solos y abandonados, me los llevo, los reconforto, los coloco con sus compañeros en su lugar para los clientes que vengan. Los carros nunca están solos. No demasiado tiempo. Porque en todos los supermercados del mundo hay un Ernie que va a buscarlos y los lleva junto a su familia. Pero ¿quién va después a casa de Ernie para llevarlo junto a su familia, eh? ¿Por qué hacemos con los carros de supermercado lo que no hacemos con los hombres?

—Tienes razón. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Me gustaría estar en los agradecimientos de tu libro. Me gustaría que figurase mi nombre en los agradecimientos, en la última página, como suelen hacer muchos escritores. Me gustaría que mi nombre figurase en primer lugar. En letras grandes. Porque te he ayudado un poco en tu investigación. ¿Crees que sería posible? Mi mujer estará orgullosa de mí. Su maridito habrá contribuido al inmenso éxito de Marcus Goldman, la nueva estrella de la literatura.

—Cuenta conmigo —le dije.

—Iré a leerle tu libro, Marc. Todos los días, me sentaré a su lado y le leeré tu libro.

—Nuestro libro, Erne. Nuestro libro.

De pronto, oímos pasos a nuestra espalda: era Jenny.

—He visto tu coche a la entrada del camino, Marcus —me dijo.

Ante esas palabras, Erne y yo sonreímos. Me levanté y Jenny me abrazó como una madre. Después miró hacia la casa y se echó a llorar.

Según regresaba a Concord ese día, pasé a ver a Harry al Sea Side Motel. Estaba delante de la puerta de su habitación, con el torso desnudo. Repasando movimientos de boxeo. Ya no era el mismo. Cuando me vio, me dijo:

—Vamos a boxear, Marcus.

—He venido a hablar.

—Hablaremos mientras boxeamos.

Le tendí la caja RECUERDO DE ROCKLAND, MAINE que había encontrado en las ruinas de la casa.

—Le he traído esto —dije—. He pasado por Goose Cove. Su casa todavía está llena de cosas suyas… ¿Por qué no va a recuperarlas?

—¿Qué quiere que recupere?

—¿Recuerdos?

Hizo una mueca.

—Los recuerdos no sirven más que para ponerse triste, Marcus. Sólo con ver esa caja ¡me dan ganas de llorar!

Cogió la caja y la estrechó contra él.

—Cuando desapareció —me contó—, no participé en su búsqueda… ¿Sabe lo que hacía?

—No…

—La esperaba, Marcus. La esperaba. Buscarla quería decir que ya no estaba allí. Así que la esperaba, convencido de que volvería. Estaba seguro de que un día volvería. Y ese día quería que estuviese orgullosa de mí. Me estuve preparando para su vuelta durante treinta y tres años. ¡Treinta y tres años! Todos los días compraba bombones y flores, para ella. Sabía que era la única persona a la que amaría; el amor, Marcus, ¡sólo se presenta una vez en la vida! Y si no me cree, eso significa que no ha amado jamás. Por las noches me quedaba en mi sofá esperándola, pensando que llegaría como siempre había llegado. Cuando me marchaba a dar conferencias por todo el país, dejaba una nota en mi puerta: Estoy en una conferencia en Seattle. Volveré el martes que viene. Por si aparecía en el intervalo. Y dejaba siempre la puerta abierta. ¡Siempre! Nunca la cerré con llave, en treinta y tres años. La gente decía que estaba loco, que un día me encontraría mi casa saqueada por los ladrones, pero nadie roba a nadie en Aurora, New Hampshire. ¿Sabe por qué me pasé años en la carretera, aceptando todas las conferencias que me proponían? Porque pensaba que quizás la encontraría. Tanto en las ciudades inmensas como en los pequeños pueblos, recorrí el país de parte a parte, asegurándome de que todos los periódicos locales anunciaban mi llegada, pagando a veces anuncios publicitarios de mi propio bolsillo, ¿y para qué? Para ella, para que pudiésemos encontrarnos. Y en cada una de mis charlas escrutaba mi auditorio, buscaba a las jóvenes rubias de su edad, buscaba parecidos. En cada ocasión me decía: quizás estará allí. Y después de las conferencias respondía a todas las preguntas, pensando que quizás se acercaría a mí. La busqué entre el público durante años, mirando a las chicas de quince años primero, después las de dieciséis, las de veinte, ¡las de veinticinco! Si me quedé en Aurora, Marcus, fue porque esperaba a Nola. Y entonces, hace mes y medio, la encontraron muerta. ¡Enterrada en mi jardín! ¡Había estado esperándola todo ese tiempo y estaba allí, justo al lado! ¡Allí donde siempre quise, pensando en ella, plantar hortensias! ¡Desde el día que la encontraron siento que el corazón me va a explotar, Marcus! Porque he perdido al amor de mi vida, porque si no me hubiese citado con ella en este maldito motel, ¡quizás estaría aún con vida! Así que no venga aquí con recuerdos que me desgarran el corazón. Déjelo, se lo suplico, déjelo.

Se dirigió hacia las escaleras.

—¿Adónde va usted, Harry?

—A boxear. Ya no me queda más que eso, el boxeo.

Bajó al aparcamiento y comenzó a lanzar golpes al aire ante la mirada inquieta de los clientes del restaurante vecino. Me uní a él y se puso frente a mí en posición de defensa. Intentó encadenar directos, pero, incluso cuando boxeaba, ya no era lo mismo.

—En el fondo, ¿por qué ha venido aquí? —me preguntó entre dos golpes de derecha.

—¿Por qué? Pues para verle…

—¿Y por qué desea tanto verme?

—¡Pues porque somos amigos!

—Precisamente, Marcus, eso es lo que no comprende: ya no podemos ser amigos.

—¿Qué me está diciendo, Harry?

—La verdad. Yo le quiero como a un hijo. Y le querré siempre. Pero ya no podremos volver a ser amigos.

—¿Por qué? ¿Por lo de la casa? ¡Ya le he dicho que se la pagaré! ¡Se la pagaré!

—Sigue sin entenderlo, Marcus. No es por culpa de la casa.

Bajé la guardia un instante y me propinó una serie de directos en lo alto del hombro derecho.

—¡Manténgase en guardia, Marcus! ¡Si hubiese sido su cabeza, le habría noqueado!

—¡Me trae sin cuidado la guardia! ¡Lo que quiero es saber! ¡Quiero comprender lo que significa su jueguecito de adivinanzas!

—No es un juego. El día que lo entienda, habrá resuelto todo este asunto.

Me detuve en seco.

—Por Dios, ¿de qué me está usted hablando? Me está ocultando algo, ¿es así? No me ha contado toda la verdad.

—Le he contado todo, Marcus. La verdad está en sus manos.

—No lo entiendo.

—Lo sé. Pero cuando lo haya entendido, todo será diferente. Está usted en una etapa crucial de su vida.

Me senté en el asfalto, lleno de rabia. Se puso a gritarme que no era el momento de sentarme.

—¡Levántese, levántese! —gritó—. ¡Practicamos el noble arte del boxeo!

Pero a mí ya no me interesaba su noble arte del boxeo.

—¡El boxeo sólo tiene sentido para mí por usted, Harry! ¿Recuerda el campeonato de boxeo de 2002?

—Claro que lo recuerdo… ¿Cómo podría olvidarlo?

—Pues entonces ¿por qué no volveremos a ser amigos?

—Por culpa de los libros. Los libros nos han unido y ahora nos separan. Estaba escrito.

—¿Cómo que estaba escrito?

—Todo está en los libros… Marcus, yo sabía que este momento llegaría el día en que lo vi.

—Pero ¿qué momento?

—Es por culpa del libro que está usted escribiendo.

—¿Ese libro? Pero si quiere, ¡renunciaré al libro! ¿Quiere que lo anule todo? ¡Pues ya está! ¡Anulado! ¡Ya no habrá libro! ¡Ya no habrá nada!

—Desgraciadamente, no sería suficiente. Si no es este, será otro.

—Harry, ¿qué está intentando decirme? No entiendo nada.

—Va usted a escribir ese libro y será un libro magnífico, Marcus. Estoy muy contento, sobre todo no me malinterprete. Pero llegamos al momento de la separación. Un escritor se va, otro nace. Va usted a coger el relevo, Marcus. Va a convertirse en un gran escritor. ¡Ya ha vendido los derechos del manuscrito por un millón de dólares! ¡Un millón de dólares! Se va usted a convertir en alguien muy grande, Marcus. Siempre lo supe.

—Pero, por todos los demonios, ¿qué está usted intentando decirme?

—Marcus, la clave está en los libros. Está ante sus ojos. ¡Mírelo! ¡Mírelo bien! ¿Dónde estamos?

—¡Estamos en el aparcamiento de un motel!

—¡No! ¡No, Marcus! ¡Estamos en los orígenes del mal! Y hace más de treinta años que temía que llegara este momento.

*

Sala de boxeo de la Universidad de Burrows, febrero de 2002

—Coloca usted mal los golpes, Marcus. Golpea bien, pero deja siempre la falange del corazón sobresalir demasiado y eso hace que roce en el momento del impacto.

—Cuando llevo guantes, ya no lo siento.

—Debe usted saber boxear con los puños desnudos. Los guantes sirven para no matar a su adversario. Lo sabría si golpease otra cosa que no fuera ese saco.

—Harry… Según usted, ¿por qué boxeo siempre solo?

—Pregúnteselo a usted mismo.

—Porque tengo miedo, creo. Tengo miedo a perder.

—Pero cuando se presentó en aquella sala de Lowell, por consejo mío, y aquel negro enorme le pegó una paliza, ¿qué sintió?

—Orgullo. Después del golpe, sentí orgullo. Al día siguiente, cuando miré los moratones de mi cuerpo, me gustaron: ¡me había sobrepasado, me había atrevido! ¡Había osado combatir!

—Así que considera usted que ganó…

—En el fondo, sí. Incluso si, técnicamente, perdí el combate, tengo la impresión de que ese día gané.

—La respuesta está ahí: poco importa ganar o perder, Marcus. Lo que cuenta es el camino que recorre entre la campana del primer round y la campana final. El resultado del combate, en el fondo, no vale más que para el público. ¿Quién tiene derecho a decirle que perdió si usted cree que ganó? La vida es como una carrera a pie, Marcus: siempre habrá gente más rápida o más lenta que usted. Todo lo que cuenta al final es la voluntad que ha puesto en recorrer el camino.

—Harry, he encontrado este cartel en un pasillo.

—¿Es del campeonato universitario de boxeo?

—Sí… Participarán todas las grandes universidades… Harvard, Yale… Yo… Me gustaría participar.

—Entonces le ayudaré.

—¿De veras?

—Por supuesto. Siempre podrá contar conmigo, Marcus. No lo olvide nunca. Usted y yo somos un equipo. Para toda la vida.