¡Fue la misma Tamara Quinn la que me confesó que había robado la nota en casa de Harry! Me hizo esa confidencia al día siguiente de nuestra conversación en el Clark’s. Su relato había picado mi curiosidad, así que me tomé la libertad de ir a visitarla a su casa para que me siguiese contando. Me recibió en su salón, muy excitada por el interés que mostraba por ella. Citando su declaración hecha a la policía dos semanas antes, le pregunté cómo se había enterado de la relación entre Harry y Nola. Fue en ese momento cuando me habló de su visita a Goose Cove el domingo por la noche, después de la garden-party.

—Esa nota que encontré en su despacho era para vomitar —me dijo—. ¡Llena de horrores sobre la pequeña Nola!

Comprendí por la forma en que me hablaba que nunca se había planteado la hipótesis de una historia de amor entre Harry y Nola.

—¿No imaginó en ningún momento que podían estar enamorados? —pregunté.

—¿Enamorados? No diga tonterías. Ya se sabe que Quebert es un completo pervertido, punto final. No puedo imaginarme ni por un instante que Nola le correspondiera. Dios sabe lo que pudo hacerla sufrir… Pobre niña.

—¿Y después? ¿Qué hizo con esa nota?

—Me la llevé a casa.

—¿Para qué?

—Para acabar con Quebert. Quería que fuese a la cárcel.

—¿Y le habló a alguien de esa nota?

—¡Pues claro!

—¿A quién?

—Al jefe Pratt. Pocos días después de encontrarla.

—¿Sólo a él?

—Hablé más de ello en el momento de la desaparición de Nola. Quebert era una pista que la policía no debía pasar por alto.

—Así pues, si he entendido bien, usted descubre que Harry está loco por Nola, y no se lo dice a nadie, salvo cuando la chiquilla desaparece, unos dos meses más tarde.

—Eso es.

—Señora Quinn. Por lo poco que la conozco, no alcanzo a entender por qué en el momento de su descubrimiento no se sirve usted de la nota para hacer daño a Harry, que al fin y al cabo se ha comportado mal con usted al no acudir a su fiesta… Quiero decir, sin querer faltarle al respeto, es usted más bien el tipo de persona que colgaría esa nota en todas las esquinas de la ciudad o la distribuiría en los buzones de todos sus vecinos.

Bajó los ojos:

—¿Así que no lo entiende? Yo me sentía tan avergonzada. ¡Tan avergonzada! Harry Quebert, el gran escritor llegado de Nueva York, rechazaba a mi hija por una niña de quince años. ¡A mi hija! ¿Cómo cree que me sentía? Había sido tan humillada. ¡Tan humillada! Había difundido el rumor de que lo de Harry y Jenny era algo sólido, así que imagínese la cara de la gente… Y además, Jenny estaba muy enamorada. De haberse enterado en aquel momento, se habría muerto. Así que decidí callármelo. Si hubiese visto a mi Jenny, la noche del baile de verano la semana siguiente. Tenía un aspecto tan triste, incluso en brazos de Travis.

—¿Y el jefe Pratt? ¿Qué le dijo cuando se lo contó?

—Que lo investigaría. Volví a hablar con él cuando desapareció la niña: dijo que podía ser una pista. El problema fue que, mientras tanto, la nota desapareció.

—¿Cómo que desapareció?

—La guardaba en la caja fuerte del Clark’s. Yo era la única que tenía acceso a ella. Y un día, a primeros de agosto de 1975, la hoja desapareció misteriosamente. Fuera nota, fuera pruebas contra Harry.

—¿Quién pudo cogerla?

—¡Ni idea! Sigue siendo un misterio. Una caja enorme, de acero fundido, de la que sólo yo tenía llave. Dentro guardaba toda la contabilidad del Clark’s, el dinero de los salarios y algo de efectivo para los pedidos. Una mañana me di cuenta de que la hoja ya no estaba. No había ninguna señal de robo. Todo seguía en su sitio menos aquel maldito trozo de papel. No tengo ni la menor idea de lo que pudo pasar.

Tomé nota de lo que me contaba: todo aquello se volvía cada vez más interesante. Volví a preguntar:

—Entre usted y yo, señora Quinn. Cuando descubrió lo que sentía Harry por Nola, ¿qué sintió?

—Rabia, y asco.

—¿No intentó vengarse enviando cartas anónimas a Harry?

—¿Cartas anónimas? ¿Tengo cara de hacer ese tipo de guarradas?

No insistí y seguí con mis preguntas:

—¿Cree usted que Nola pudo tener relaciones con otros hombres de Aurora?

Estuvo a punto de ahogarse con su té helado.

—¡No tiene ni idea de lo que está diciendo! ¡Ni idea! Era una niña muy buena, encantadora, siempre dispuesta a ayudar a todo el mundo, trabajadora, inteligente. ¿Qué me quiere decir con esa pregunta tan repugnante?

—Déjeme que le haga otra, muy sencilla. ¿Conoce a un tal Elijah Stern?

—Claro —respondió como si fuese lo más evidente del mundo, antes de añadir—: Era el propietario, antes de Harry.

—¿El propietario de qué? —pregunté.

—De la casa de Goose Cove. Pertenecía a Elijah Stern, y antes venía regularmente. Era una casa familiar, creo. Hubo una época en la que se le veía mucho por Aurora. Cuando se hizo cargo de los negocios de su padre en Concord, dejó de tener tiempo para venir aquí, así que puso Goose Cove en alquiler, antes de vendérsela finalmente a Harry.

No podía creérmelo:

—¿Goose Cove pertenecía a Elijah Stern?

—Pues sí. ¿Qué le pasa, neoyorquino? Se ha puesto completamente pálido…

*

En Nueva York, el lunes 30 de junio de 2008 a las diez y media, en el piso 51 de la torre Schmid & Hanson en Lexington Avenue, Roy Barnaski comenzó su reunión semanal con Marisa, su secretaria.

—Marcus Goldman tenía de plazo hasta hoy para enviar su manuscrito —recordó Marisa.

—Me imagino que no nos ha hecho llegar nada…

—Nada, señor Barnaski…

—Me lo temía, hablé con él el sábado. Es terco como una mula. Qué desperdicio.

—¿Qué debo hacer?

—Informe a Richardson de la situación. Dígale que lo llevamos a juicio.

En ese instante la ayudante de Marisa se permitió interrumpir la reunión llamando a la puerta del despacho. Sostenía una hoja de papel entre sus manos.

—Sé que está reunido, señor Barnaski —se disculpó—, pero acaba de recibir un e-mail y creo que es muy importante.

—¿De quién es? —preguntó Barnaski, molesto.

—De Marcus Goldman.

—¿Goldman? ¡Tráigalo inmediatamente!

De: m.goldman@nobooks.com

Fecha: lunes 30 de junio de 2008 – 10.24

Querido Roy:

Esto no es un libro basura que se aprovecha de la agitación general para vender.

Esto no es un libro porque usted me lo exige.

Esto no es un libro para salvar el pellejo.

Es un libro porque soy escritor. Es un libro que cuenta algo. Es un libro que profundiza en la historia de uno de los hombres a quienes les debo todo.

Aquí le adjunto las primeras páginas.

Si le gustan, llámeme.

Si no le gustan, llame directamente a Richardson y nos vemos en el tribunal.

Le deseo una feliz reunión con Marisa, transmítale mi afecto.

Marcus Goldman

—¿Ha imprimido el documento adjunto?

—No, señor Barnaski.

—¡Vaya a imprimirlo inmediatamente!

—Sí, señor Barnaski.

EL CASO HARRY QUEBERT

(título provisional)

Por Marcus Goldman

En la primavera de 2008, más o menos un año después de haberme convertido en la nueva estrella de la literatura americana, tuvo lugar un acontecimiento que decidí guardar en un rincón perdido de mi memoria: descubrí que mi profesor de universidad, Harry Quebert, sesenta y siete años, uno de los escritores más respetados del país, había mantenido una relación con una chica de quince años cuando él contaba treinta y cuatro. Sucedió durante el verano de 1975.

Hice este descubrimiento un día de marzo mientras me alojaba en su casa de Aurora, New Hampshire. Recorriendo su biblioteca, topé con una carta y algunas fotos. Estaba lejos de imaginar que vivía entonces el preludio de lo que se convertiría en uno de los mayores escándalos del año 2008.

[…]

La pista de Elijah Stern me la sugirió una antigua compañera de clase de Nola, una tal Nancy Hattaway, que sigue viviendo en Aurora. En aquella época Nola le habría confiado que mantenía una relación con un hombre de negocios de Concord, Elijah Stern. Este enviaba a su chófer, un tal Luther Caleb, a buscarla a Aurora para llevarla a su casa.

No tengo ninguna información sobre Luther Caleb. En cuanto a Stern, el sargento Gahalowood se niega a interrogarle por el momento. Estima que a estas alturas del caso nada justifica mezclarlo en la investigación. He sabido por Internet que estudió en Harvard y que sigue implicado en las asociaciones de antiguos alumnos. Parece ser que es un apasionado del arte y un reconocido mecenas. Es visiblemente un hombre de buena posición en todos los aspectos. Coincidencia particularmente turbadora: la casa de Goose Cove, donde vive Harry, fue anteriormente propiedad suya.

Esos párrafos fueron los primeros que escribí acerca de Elijah Stern. Acababa de terminarlos cuando los adjunté al resto del documento enviado a Roy Barnaski esa mañana del 30 de junio de 2008. Inmediatamente después me había puesto en camino hacia Concord, decidido a ver a ese Stern y enterarme de lo que le relacionaba con Nola. Hacía media hora que estaba en la carretera cuando sonó mi teléfono.

—¿Diga?

—¿Marcus? Soy Roy Barnaski.

—¿Qué tal, Roy? ¿Ha recibido usted mi e-mail?

—¡Su libro, Goldman, es formidable! ¡Lo vamos a hacer!

—¿De verdad?

—¡Por supuesto! ¡Me ha gustado! ¡Me ha gustado, maldita sea! Estamos deseando conocer el final.

—También yo estoy bastante interesado en conocer el final de esta historia.

—Escúcheme, Goldman, escriba ese libro y anularé el contrato anterior.

—Escribiré el libro, pero a mi manera. No quiero escuchar sus sórdidas sugerencias. No quiero ninguna idea suya y no quiero censura de ningún tipo.

—Haga lo que le parezca, Goldman. Sólo pongo una condición: que el libro aparezca en otoño. Desde que Obama se convirtió en el candidato demócrata, su autobiografía se vende como rosquillas. Así que hay que sacar un libro sobre este asunto con mucha rapidez, antes de que nos atrape la ola de las elecciones presidenciales. Necesito el manuscrito a finales de agosto.

—¿Finales de agosto? Eso me deja apenas dos meses.

—Exactamente.

—Es muy poco tiempo.

—Arrégleselas. Quiero que sea usted la atracción del otoño. ¿Quebert está al corriente?

—No. Todavía no.

—Infórmele, es un consejo de amigo. E infórmeme de sus progresos.

Me disponía a colgar cuando me preguntó:

—¡Espere, Goldman!

—¿Qué?

—¿Qué le ha hecho cambiar de idea?

—He recibido amenazas. En varias ocasiones. Alguien parece muy preocupado por lo que pueda descubrir. Así que pensé que la verdad merecía quizás un libro. Por Harry, por Nola. Forma parte del oficio de escritor, ¿no?

Barnaski ya no me escuchaba. Se había quedado en las amenazas.

—¿Amenazas? ¡Eso es formidable! Eso nos dará una publicidad de muerte. Imagínese incluso que sea víctima de una tentativa de asesinato, podrá añadir directamente un cero a la cifra de ventas. ¡Y dos si muere!

—Con la condición de morirme después de terminar el libro.

—Eso por descontado. ¿Dónde está? La comunicación no es muy buena.

—Estoy en la autopista. Voy a casa de Elijah Stern.

—Entonces ¿cree de verdad que está implicado en esta historia?

—Eso es lo que pretendo descubrir.

—Está completamente loco, Goldman. Es lo que me gusta de usted.

Elijah Stern vivía en una mansión en las colinas de Concord. La verja de la entrada estaba abierta, así que pasé con el coche. Un camino pavimentado llevaba hasta un edificio de piedra, rodeado de espectaculares macizos de flores y delante del cual, en una plaza adornada con una fuente que representaba un león de bronce, un chófer de uniforme daba brillo al asiento de una berlina de lujo.

Dejé mi coche en medio de la plaza, saludé al chófer como si le conociese bien y llamé a la puerta principal con decisión. Me abrió una doncella. Le di mi nombre y pedí ver al señor Stern.

—¿Tiene usted cita?

—No.

—Entonces es imposible. El señor Stern no recibe sin cita. ¿Quién le ha dejado entrar aquí?

—La verja estaba abierta. ¿Cómo se cita uno con el señor Stern?

—Es el señor Stern el que fija las citas.

—Déjeme verle unos minutos. Seré breve.

—Eso es imposible.

—Dígale que vengo de parte de Nola Kellergan. Creo que su nombre le dirá algo.

La doncella me hizo esperar fuera antes de volver inmediatamente. «El señor Stern le recibirá —me dijo—. Debe usted de ser alguien realmente importante». Me condujo a través de la planta baja hasta un despacho cubierto de adornos de madera y tapices en el que, sentado en un sillón, un hombre muy elegante me miraba de arriba abajo con aire severo. Era Elijah Stern.

—Me llamo Marcus Goldman —dije—. Gracias por recibirme.

—¿Goldman, el escritor?

—El mismo.

—¿A qué le debo esta visita imprevista?

—Estoy investigando el caso Kellergan.

—Ignoraba que existiese un caso Kellergan.

—Digamos que existen misterios sin resolver.

—¿Eso no es asunto de la policía?

—Soy amigo de Harry Quebert.

—¿Y en qué me concierne eso?

—Me han dicho que ha vivido usted en Aurora. Que la casa de Goose Cove donde vive ahora Harry Quebert fue suya con anterioridad. Quería asegurarme de que era exacto.

Me hizo una seña para que me sentase.

—Sus informaciones son correctas —me dijo—. Se la vendí en 1976, justo después del éxito de su libro.

—Entonces ¿conocía usted a Harry?

—Muy poco. Me lo encontré varias veces en la época en la que se instaló en Aurora. Nunca tuvimos contacto después.

—¿Puedo preguntarle qué lazos tenía con Aurora?

Me miró con dureza.

—¿Esto es un interrogatorio, señor Goldman?

—De ninguna manera. Tengo simple curiosidad por saber por qué alguien como usted poseía una casa en una pequeña ciudad como Aurora.

—¿Alguien como yo? ¿Quiere usted decir muy rico?

—Sí. Comparada con otras ciudades de la costa, Aurora no es particularmente atractiva.

—Fue mi padre el que hizo construir esa casa. Quería un lugar al borde del mar pero cerca de Concord. Aurora es una bonita ciudad. Entre Concord y Boston, además. De niño pasé allí muchos veranos estupendos.

—Entonces ¿por qué la vendió?

—Cuando murió mi padre, heredé un patrimonio considerable. Ya no tenía tiempo para disfrutarla y dejé de utilizar la casa de Goose Cove. Decidí pues alquilarla, durante casi diez años. Pero los inquilinos eran cada vez menos. La casa permanecía mucho tiempo vacía. Así que, cuando Harry Quebert me propuso comprarla, acepté inmediatamente. De hecho, se la vendí por un buen precio, no lo hice por el dinero: me alegraba de que la casa siguiese teniendo vida. En general, siempre me ha gustado Aurora. En los tiempos en los que tenía muchos negocios en Boston, pasaba por allí a menudo. Hasta financié durante mucho tiempo su baile de verano. Y el Clark’s hace las mejores hamburguesas de la región. O al menos las hacía.

—¿Y Nola Kellergan? ¿La conoció?

—Vagamente. Digamos que todo el Estado oyó hablar de ella cuando desapareció. Una historia espantosa, y ahora van y encuentran su cuerpo en Goose Cove… Y ese libro escrito para ella por Quebert… Es realmente sórdido. ¿Me arrepiento ahora de haberle vendido Goose Cove? Sí, por supuesto. Pero ¿cómo podía adivinarlo?

—Pero, técnicamente, cuando Nola desapareció, usted era todavía el propietario de Goose Cove…

—¿Qué intenta insinuar? ¿Que tengo algo que ver con su muerte? ¿Sabe?, hace ya diez días que me pregunto si Harry Quebert no me compró la casa solamente para asegurarse de que nadie descubriese el cuerpo enterrado en el jardín.

Stern decía conocer vagamente a Nola; ¿debía revelarle que tenía un testigo que afirmaba que habían mantenido una relación? Decidí guardarme esa carta en la manga por el momento pero intenté pincharle un poco, mencionando el nombre de Caleb.

—¿Y Luther Caleb? —pregunté.

—¿Luther Caleb qué?

—¿Conocía a un tal Luther Caleb?

—Si me lo pregunta, es porque debe de saber que fue mi chófer durante muchos años. ¿A qué está jugando, señor Goldman?

—Hay un testigo que dice haber visto a Nola montar varias veces en su coche el verano de su desaparición.

Apuntó hacia mí un dedo amenazante.

—No despierte a los muertos, señor Goldman. Luther era un hombre honrado, valiente, recto. No toleraré que vengan a ensuciar su nombre ahora que ya no puede defenderse.

—¿Está muerto?

—Sí. Desde hace mucho tiempo. Le dirán que iba a menudo por Aurora y es la verdad: se ocupaba de mi casa en la época en que la alquilaba. Velaba por su estado. Era un hombre generoso y no le permito que venga ahora a insultar su memoria. Algunos mocosos de Aurora le dirán también que era un tipo raro: es cierto que era distinto del común de los mortales. En todos los aspectos. Tenía mala apariencia: su rostro estaba terriblemente desfigurado, su mandíbula mal encajada, por lo que su dicción era difícilmente comprensible. Pero tenía buen corazón, estaba dotado de una gran sensibilidad.

—¿Y no cree que podría estar implicado en la desaparición de Nola?

—No. Y ahí soy categórico. Pensaba que Harry Quebert era culpable. Me parece que está en la cárcel en estos momentos…

—No estoy convencido de su culpabilidad. Por eso estoy aquí.

—Vamos, encontraron a esa chica en su jardín y el manuscrito de uno de sus libros al lado de su cuerpo. Un libro que escribió para ella… ¿Qué más necesita?

—Escribir no es matar, señor.

—Debe de andar usted bastante perdido como para venir aquí a hablarme de mi pasado y del bueno de Luther. La entrevista ha terminado, señor Goldman.

Llamó a la doncella para que me acompañase hasta la salida.

Abandoné el despacho de Stern con la desagradable sensación de que aquella entrevista no había servido para nada. Sentí no haber sido capaz de confrontarle a las acusaciones de Nancy Hattaway, pero no tenía suficientes pruebas como para acusarle. Gahalowood me lo había advertido: ese testimonio por sí solo no bastaba, era su palabra contra la de Stern. Necesitaba una prueba concreta. Y entonces se me ocurrió que quizás podría dar una vuelta por la casa.

Al llegar al inmenso recibidor, pregunté a la doncella si podía ir al servicio antes de marcharme. Me condujo al cuarto de baño de invitados de la planta baja y me indicó, por discreción, que me esperaría en la puerta de entrada. En cuanto desapareció, me precipité por el pasillo para ir a explorar el ala de la casa en la que me encontraba. No sabía lo que buscaba, pero sabía que debía darme prisa. Era mi única oportunidad de encontrar alguna pista que ligara a Stern con Nola. Mi corazón latía con fuerza mientras abría algunas puertas al azar, rogando que no hubiese nadie detrás. Pero todas las habitaciones estaban desiertas: no había más que una fila de salones, ricamente decorados. A través de los ventanales podía verse el magnífico parque. Al acecho del menor ruido, proseguí mi registro. Una de las puertas resultó ser la de un pequeño despacho. Entré rápidamente, abrí los armarios: estaban llenos de carpetas y pilas de documentos. Los que hojeé no tenían ningún interés para mí. Buscaba algo, pero ¿qué? ¿Qué era lo que, en aquella casa, treinta años después, podía aparecérseme de pronto y ayudarme? El tiempo apremiaba: la sirvienta no tardaría en ir a buscarme al baño si no volvía. Desemboqué en un segundo pasillo que llevaba hasta una única puerta que me apresuré a abrir: daba a una enorme galería con el techo de cristal cubierto por una jungla de plantas trepadoras, que la protegía de las miradas indiscretas. Había caballetes, algunos lienzos sin terminar y pinceles desparramados sobre un pupitre. Era un taller de pintura. Colgados de la pared, una serie de cuadros, técnicamente muy buenos. Uno de ellos atrajo mi atención: reconocí inmediatamente el puente colgante que se encontraba justo a la entrada a Aurora, al borde del mar. Me di cuenta entonces de que todos los cuadros eran representaciones de la ciudad. Estaba Grand Beach, la calle principal, incluso el Clark’s. Las telas tenían un realismo impresionante. Llevaban todas la firma L. C. Y las fechas no iban más allá de 1975. Fue entonces cuando me fijé en otro cuadro, mayor que el resto, colgado en una esquina; había un sillón colocado frente a él y era el único que estaba iluminado. Era el retrato de una joven. La representaba por encima de los senos pero dejaba entender que estaba desnuda. Me acerqué; la cara no me era completamente desconocida. Lo observé un instante más hasta que de pronto comprendí y me quedé completamente estupefacto: era un retrato de Nola. Era ella, sin ninguna duda. Tomé algunas fotos con el teléfono móvil y hui de inmediato de la habitación. La sirvienta esperaba pacientemente en la puerta de entrada. Me despedí educadamente y me marché sin más, temblando y cubierto de sudor.

*

Media hora después de mi descubrimiento, me presenté urgentemente en el despacho de Gahalowood, en el cuartel general de la policía estatal. Evidentemente, se puso furioso cuando se enteró de que había ido a ver a Stern sin consultarle con antelación.

—¡Es usted insoportable, escritor! ¡Insoportable!

—No he hecho más que ir a visitarle —expliqué—. Llamé a la puerta, pedí verle y me recibió. No veo qué tiene de malo.

—¡Le había dicho que esperase!

—¿Esperar a qué, sargento? ¿A que me diese la bendición? ¿A que las pruebas cayesen del cielo? Usted se quejó de que no podía acercarse a él, así que yo he actuado. Usted se queja, yo actúo. ¡Y mire lo que he encontrado en su casa!

—¿Un cuadro? —me dijo Gahalowood con tono desdeñoso.

—Mírelo bien.

—Dios Santo… Parece…

—¡Nola! Hay un cuadro de Nola Kellergan en casa de Elijah Stern.

Envié por e-mail las fotos a Gahalowood, que las imprimió en gran formato.

—Sin duda es ella, es Nola —constató, comparándolo con las fotos de la época que tenía en su dossier.

La calidad de la imagen no era muy buena, pero no existía duda posible.

—Así que sí existe un lazo entre Stern y Nola —dije—. Nancy Hattaway afirma que Nola mantenía una relación con Stern y he encontrado un retrato de Nola en su taller. Y no le he contado todo: la casa de Harry perteneció a Elijah Stern hasta 1976. Técnicamente, cuando Nola desapareció, Stern era el propietario de Goose Cove. Maravillosas coincidencias, ¿no? Bueno, pida una orden y llame a la caballería: haremos un registro en regla en casa de Stern y lo atraparemos.

—¿Una orden de registro? Pero hombre, ¡está usted loco! ¿Con qué fundamento? ¿Sus fotos? ¡Son ilegales! Esas pruebas no tienen validez alguna: ha registrado usted una casa sin autorización. Tengo las manos atadas. Necesitaremos otra cosa para enfrentarnos a Stern y, mientras tanto, seguro que se habrá librado del cuadro.

—Pero él no sabe que he visto el cuadro. Cuando mencioné a Luther Caleb, se enfadó. En cuanto a Nola, fingió conocerla vagamente cuando posee un retrato suyo medio desnuda. No sé quién ha pintado ese cuadro, pero hay otros en el taller con la firma L. C. ¿Luther Caleb, quizás?

—Esta historia está tomando un cariz que no me gusta, escritor. Si me enfrento a Stern y me equivoco, me coloco en una difícil posición.

—Lo sé, sargento.

—Vaya a hablar de Stern a Harry. Intente enterarse de más cosas. Yo iré a hurgar un poco en la vida de ese Luther Caleb. Necesitamos indicios sólidos.

En el coche, entre el cuartel general de la policía y la prisión, me enteré por la radio de que la obra completa de Harry iba a ser retirada de los programas escolares de casi la totalidad del país. Era el colmo de los colmos: en menos de dos semanas, Harry lo había perdido todo. A partir de entonces era un autor prohibido, un profesor repudiado, un ser odiado por toda la nación. Fuese cual fuese el resultado de la investigación y del juicio, su nombre estaba manchado para siempre; ya no se podría hablar de su obra sin mencionar la inmensa controversia de ese pasado con Nola y, para evitar escándalos, ninguna celebración cultural se atrevería a asociar a Harry Quebert a su programa. Era la silla eléctrica intelectual. Lo peor era que Harry era plenamente consciente de esa situación; al llegar a la sala de visita, las primeras palabras que me dirigió fueron:

—¿Y si me matan?

—Nadie le va a matar, Harry.

—¿Acaso no estoy ya muerto?

—No. ¡No está muerto! ¡Es usted el gran Harry Quebert! La importancia de saber caer, ¿lo recuerda? Lo importante no es la caída, porque la caída es inevitable, lo importante es saber levantarse. Y nos levantaremos.

—Es usted un tipo genial, Marcus. Pero las gafas de la amistad le impiden ver la verdad. En el fondo, la cuestión no es saber si he matado a Nola, o a Deborah Cooper, o incluso al presidente Kennedy. El problema es que tuve una relación con esa chiquilla y que era un acto imperdonable. ¿Y ese libro? ¡Pero cómo se me ocurrió escribir ese libro!

Repetí:

—Nos levantaremos, ya verá. Recuerde la paliza que me dieron en Lowell, en aquel hangar transformado en sala de boxeo clandestina. Nunca me he levantado mejor.

Forzó una sonrisa y preguntó:

—¿Y usted? ¿Sigue recibiendo amenazas?

—Digamos que cada vez que vuelvo a Goose Cove me pregunto qué me espera.

—Encuentre al que hizo eso, Marcus. Encuéntrelo y dele una paliza de muerte. No soporto la idea de que alguien le esté amenazando.

—No se preocupe.

—¿Y sus pesquisas?

—Avanzando… Harry, he empezado a escribir un libro.

—¡Eso es formidable!

—Es un libro sobre usted. Hablo de nosotros, de Burrows. Y hablo de su historia con Nola. Es un libro de amor. Creo en su historia de amor.

—Bonito homenaje.

—Entonces ¿me da usted su bendición?

—Por supuesto, Marcus. ¿Sabe?, probablemente ha sido uno de mis mejores amigos. Es usted un magnífico escritor. Me siento halagado de ser el tema de su próximo libro.

—¿Por qué utiliza el pasado? ¿Por qué dice que he sido uno de sus mejores amigos? Todavía lo somos, ¿no?

Me miró con tristeza:

—Es una forma de hablar.

Le agarré por los hombros.

—¡Siempre seremos amigos, Harry! No le dejaré tirado. Ese libro es la prueba de mi inquebrantable amistad.

—Gracias, Marcus. Me conmueve. Pero la amistad no debe ser el motivo de ese libro.

—¿Qué quiere decir?

—¿Recuerda nuestra conversación, el día que obtuvo su diploma en Burrows?

—Sí, dimos un largo paseo juntos a través del campus. Fuimos hasta la sala de boxeo. Me preguntó qué pensaba hacer a partir de entonces, y le respondí que iba a escribir un libro. Y entonces, me preguntó por qué escribía. Le respondí que escribía porque me gustaba y entonces me dijo…

—Eso, ¿qué le dije?

—Que la vida tenía muy poco sentido. Y que escribir daba sentido a la vida.

—Eso es, Marcus. Y ese es el error que cometió hace unos meses, cuando Barnaski le reclamó un nuevo manuscrito. Se puso a escribir porque tenía que escribir un libro, no para dar un sentido a su vida. Hacer por hacer nunca ha tenido sentido: así que no tenía nada de extraño que fuese incapaz de escribir una sola línea. El don de la escritura es un don no porque escriba correctamente, sino porque puede dar sentido a su vida. Todos los días hay gente que nace, y otros que mueren. Todos los días, millones de trabajadores anónimos entran y salen de enormes edificios grises. Y luego están los escritores. Los escritores viven la vida más intensamente que los demás, creo. No escriba usted en nombre de nuestra amistad, Marcus. Escriba porque es el único medio para usted de hacer de esa minúscula cosa insignificante que llamamos vida una experiencia válida y gratificante.

Me quedé mirándole a los ojos. Tenía la impresión de asistir a la última lección del Maestro. Era una sensación insoportable. Acabó diciendo:

—A ella le gustaba la ópera, Marcus. Póngalo en el libro. Su preferida era Madame Butterfly. Decía que las óperas más bonitas eran las historias de amor tristes.

—¿Quién? ¿Nola?

—Sí. A esa chiquilla de quince años le gustaba muchísimo la ópera. Después de su tentativa de suicidio, fue a pasar unos diez días en Charlotte’s Hill, una clínica de reposo. Es lo que hoy llaman una clínica psiquiátrica. Yo iba a visitarla a escondidas. Le llevaba discos de ópera que escuchábamos en un pequeño tocadiscos portátil. Se emocionaba hasta las lágrimas, decía que si no llegaba a ser actriz en Hollywood, sería cantante en Broadway. Y yo le decía que sería la cantante más grande de la historia de América. ¿Sabe, Marcus?, creo que Nola Kellergan hubiese podido dejar huella en este país…

—¿Cree usted que pudieron matarla sus padres?

—No, me parece poco probable. Además, el manuscrito, la nota… De todas formas, no puedo imaginarme a David Kellergan asesinando a su hija.

—Y sin embargo, están los golpes que recibía…

—Esos golpes… Tienen su historia…

—¿Y Alabama? ¿Le habló Nola de Alabama?

—¿Alabama? Los Kellergan venían de Alabama, sí.

—No, hay algo más, Harry. Creo que pasó algo en Alabama y que ese algo tiene relación con su marcha. Pero no sé qué es… No sé quién podría contármelo.

—Mi pobre Marcus, tengo la impresión de que cuanto más se sumerge en este asunto, más enigmas encuentra…

—No es sólo una impresión, Harry. De hecho, he descubierto que Tamara Quinn sabía lo suyo con Nola. Me lo ha dicho. El día del intento de suicidio de Nola, fue a su casa, furiosa, porque le había dado plantón en una fiesta que había organizado. Pero usted no estaba en casa, y anduvo husmeando en su despacho. Encontró una hoja que usted acababa de escribir sobre Nola.

—Ahora que me lo dice, recuerdo que me faltaba una de mis páginas. La busqué mucho tiempo, en vano. Creí haberla perdido, lo que en aquella época me había extrañado mucho porque siempre he sido muy ordenado. ¿Qué hizo con ella?

—Dice que la perdió…

—Lo de los anónimos, ¿era ella?

—Lo dudo. Ni siquiera se había imaginado que hubiese podido pasar algo entre los dos. Pensaba simplemente que usted fantaseaba sobre ella. Hablando de eso, ¿el jefe Pratt le interrogó durante la investigación sobre la desaparición de Nola?

—¿El jefe Pratt? No, nunca.

Qué extraño: ¿por qué el jefe Pratt no había interrogado a Harry durante la investigación cuando Tamara afirmaba haberle informado de lo que sabía? Sin aludir a Nola ni el cuadro, probé a mencionar el nombre de Stern.

—¿Stern? —me dijo Harry—. Sí, le conozco. Era el propietario de la casa de Goose Cove. Se la compré después del éxito de Los orígenes del mal.

—¿Le conocía bien?

—Muy bien no. Le vi una o dos veces ese verano de 1976. La primera fue durante el baile de verano. Estábamos sentados en la misma mesa. Era un hombre simpático. Me lo encontré después en varias ocasiones. Era generoso, creía en mí. Ha hecho mucho por la cultura, es un hombre profundamente bueno.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—¿La última vez? Debió de ser cuando la venta de la casa. Como a finales de 1976. Pero ¿por qué demonios me habla de él así de pronto?

—Por nada. Dígame, Harry, el baile de verano que ha mencionado, ¿es aquel al que Tamara Quinn esperaba que fuese con su hija?

—El mismo. Al final me presenté solo. Qué velada… Figúrese que me tocó el primer premio de la tómbola: una semana de vacaciones en Martha’s Vineyard.

—¿Y fue?

—Claro.

Esa noche, al volver a Goose Cove, encontré un e-mail de Roy Barnaski en el que me hacía una oferta que ningún escritor podía rechazar.

De: r.barnaski@schmidandhanson.com

Fecha: lunes 30 de junio de 2008 – 19.54

Querido Marcus:

Me gusta su libro. Siguiendo nuestra conversación de esta mañana, encontrará adjunta una propuesta de contrato que creo no rechazará.

Envíeme nuevas páginas lo antes posible. Como le comenté, quiero publicarlo en otoño. Creo que será un gran éxito. De hecho, estoy seguro. La Warner Bros ya se ha mostrado interesada en hacer una adaptación, con unos derechos cinematográficos a negociar para usted, por supuesto.

Me adjuntaba un borrador de contrato en el que me prometía un anticipo de un millón de dólares.

Esa noche permanecí despierto durante mucho tiempo, invadido por todo tipo de pensamientos. A las diez y media en punto, recibí una llamada de mi madre. Se escuchaba un ruido de fondo y susurraba.

—¿Mamá?

—¡Markie! Markie, no adivinarías nunca con quién estoy ahora.

—¿Con papá?

—Sí. Pero… ¡no! Figúrate que tu padre y yo hemos decidido ir a pasar la velada en Nueva York y hemos ido a cenar a ese italiano, cerca de Colombus Circle. ¿Y a quién nos hemos encontrado allí? ¡A Denise! ¡Tu secretaria!

—¡Vaya!

—¡No te hagas el inocente! ¿Crees que no sé lo que has hecho? ¡Me lo ha contado todo! ¡Todo!

—¿Contado qué?

—¡Que la has despedido!

—No la he despedido, mamá. Le he encontrado un buen trabajo en Schmid & Hanson. No tenía nada que proponerle, ni libro, ni proyecto, ¡nada! Tenía que asegurarle un poco el porvenir, ¿no? Le encontré un puesto estupendo en el departamento de marketing.

—Ay, Markie, ¡qué abrazo nos hemos dado! Dice que te echa de menos.

—Mamá, por piedad.

Susurró aún más. Apenas la oía.

—He tenido una idea, Markie.

—¿Cómo?

—¿Conoces al gran Jack London?

—¿Al escritor? Sí. ¿Qué tiene que ver?

—Ayer vi un documental sobre él. ¡Qué regalo del cielo haber visto ese programa! Figúrate que se casó con su secretaria. ¡Su secretaria! ¿Y a quién me encuentro hoy? ¡A tu secretaria! ¡Es una señal, Markie! ¡No es nada fea y sobre todo rebosa de estrógenos! Lo sé, las mujeres notamos eso. Es fértil, dócil, ¡te dará un niño cada nueve meses! Yo le enseñaré cómo educar niños, ¡y así serán exactamente como quiero! ¿No es maravilloso?

—Ni hablar. No me gusta, es demasiado mayor para mí y de todas formas ya sale con alguien. Además, uno no se casa con su secretaria.

—Pero si el gran Jack London lo ha hecho, ¡quiere decir que está permitido! Hay un tipo con ella, es cierto, ¡pero no es más que un pelele! Huele a colonia de supermercado. Tú eres un gran escritor, Markie. ¡Eres el Formidable!

—El Formidable fue vencido por Marcus Goldman, mamá. Y fue en ese momento en el que pude empezar a vivir.

—¿Qué quieres decir?

—Nada, mamá. Pero deja a Denise cenar tranquila, por favor.

Una hora más tarde, una patrulla de policía pasó para asegurarse de que todo iba bien. Eran dos jóvenes policías de mi edad, muy simpáticos. Los invité a tomar café y me dijeron que iban a quedarse un rato delante de la casa. La temperatura era muy suave y, por la ventana abierta, les oí charlar y bromear, sentados en el capó de su coche, fumando un cigarrillo. Al escucharles, me sentí de pronto muy solo y muy lejos del mundo. Acababan de proponerme una suma de dinero colosal por escribir un libro que volvería a colocarme sin duda en primera fila, llevaba una existencia con la que soñaban millones de americanos; sin embargo, me faltaba algo: una verdadera vida. Había pasado treinta años satisfaciendo mis ambiciones, me enfrentaba a los siguientes treinta intentando mantener esas ambiciones a flote y, al pensar bien en ellas, me pregunté en qué momento me dedicaría a vivir, sin más. En mi cuenta en Facebook, pasé revista a la lista de mis miles de amigos virtuales; no había ni uno al que pudiese llamar para ir a tomar una cerveza. Quería un grupo de buenos amigos con los que seguir el campeonato de hockey y marcharme de camping el fin de semana; quería una novia, buena y dulce, que me hiciese reír y soñar un poco. Ya no quería estar solo.

En el despacho de Harry, me dediqué a contemplar las fotografías de la pintura que había tomado y de las que Gahalowood me había dado una ampliación. ¿Quién era el pintor? ¿Caleb? ¿Stern? Era, en todo caso, un hermoso cuadro. Encendí mi minidisc y volví a escuchar la conversación de ese día con Harry.

—Gracias, Marcus. Me conmueve. Pero la amistad no debe ser el motivo de ese libro.

—¿Qué quiere decir?

—¿Recuerda nuestra conversación, el día que obtuvo su diploma en Burrows?

—Sí, dimos un largo paseo juntos a través del campus. Fuimos hasta la sala de boxeo. Me preguntó qué pensaba hacer a partir de entonces, y le respondí que iba a escribir un libro. Y entonces, me preguntó por qué escribía. Le respondí que escribía porque me gustaba y entonces me dijo…

—Eso, ¿qué le dije?

—Que la vida tenía muy poco sentido. Y que escribir daba sentido a la vida.

Siguiendo los consejos de Harry, me senté frente al ordenador y continué escribiendo.

Es medianoche en Goose Cove. Por la ventana abierta del despacho, una suave brisa marina penetra en la habitación. Hay un agradable olor a vacaciones. La brillante luna ilumina el exterior.

La investigación avanza. O al menos el sargento Gahalowood y yo descubrimos poco a poco la amplitud del caso. Creo que va mucho más allá de una historia de amor prohibida o de una sórdida noche de verano en la que una adolescente fugada es víctima de un delincuente. Todavía hay muchas preguntas sin respuesta:

• En 1969, los Kellergan abandonan Jackson, Alabama, cuando David, el padre, dirigía una floreciente parroquia. ¿Por qué?

• Verano de 1975, Nola vive una historia de amor con Harry Quebert, que le inspirará para escribir Los orígenes del mal. Pero Nola mantiene también una relación con Elijah Stern, que hace que la pinten desnuda. ¿Quién es Nola en realidad? ¿Una especie de musa?

• ¿Qué papel tiene Luther Caleb, que según me confió Nancy Hattaway venía a buscar a Nola a Aurora para llevarla a Concord?

• ¿Quién, aparte de Tamara Quinn, sabía lo de Nola y Harry? ¿Quién pudo enviar esas cartas anónimas a Harry?

• ¿Por qué el jefe Pratt, que dirige la investigación sobre la desaparición, no interroga a Harry tras las revelaciones de Tamara Quinn? ¿Interrogó a Stern?

• ¿Quién diablos mató a Deborah Cooper y a Nola Kellergan?

• ¿Y quién es esa sombra evanescente que quiere impedirme contar esta historia?