Era un hombre corpulento, de aspecto poco afable; un afroamericano con manos como palas, vestido con una americana estrecha que dibujaba un físico potente, macizo. La primera vez que lo vi me apuntó con un revólver. Nunca me habían amenazado antes con un arma. Entró en mi vida el miércoles 18 de junio de 2008, día en el que comenzó realmente mi investigación sobre los asesinatos de Nola Kellergan y Deborah Cooper. Esa mañana, tras casi cuarenta y ocho horas en Goose Cove, decidí que había llegado la hora de enfrentarse al agujero abierto a veinte metros de la casa que hasta entonces me había limitado a observar de lejos. Tras haber pasado por debajo de las cintas policiales, inspeccioné detenidamente ese terreno que conocía tan bien. Goose Cove estaba rodeado por la playa y la vegetación que daba a la costa y no había ninguna barrera, nada que impidiera el paso a la propiedad. Cualquiera podía entrar y salir y de hecho no era raro ver a paseantes deambulando por la playa o atravesando los bosques cercanos. El agujero se abría sobre una lengua de hierba que dominaba el océano, entre la terraza y el bosque. Al llegar ante él, miles de preguntas empezaron a hervir en mi cabeza, pero una en especial: cuántas horas habría pasado yo en esa terraza, en el despacho de Harry, mientras el cadáver de esa chica dormía bajo tierra. Hice algunas fotos e incluso algunos vídeos con mi teléfono móvil, intentando imaginarme el cuerpo descompuesto, tal y como la policía debió de encontrarlo. Obnubilado por la escena del crimen, no sentí la amenazadora presencia tras de mí. Fue al darme la vuelta para grabar la distancia con la terraza cuando vi que había un hombre, a unos metros, apuntándome con un revólver. Grité:
—¡No dispare! ¡No dispare, por Dios! ¡Soy Marcus Goldman! ¡Escritor!
Bajó inmediatamente su arma.
—¿Es usted Marcus Goldman?
Guardó su pistola en un estuche atado a su cinturón, y me di cuenta de que llevaba una placa.
—¿Es usted policía? —pregunté.
—Sargento Perry Gahalowood. Brigada criminal de la policía estatal. ¿Qué está haciendo aquí? Esta es la escena de un crimen.
—¿Hace eso a menudo? ¿Apuntar a la gente con su trasto? ¿Y si yo hubiese sido un federal? ¡Menuda cara se le habría quedado! Me hubiese encargado de que le expulsaran al momento.
Se echó a reír.
—¿Un federal? ¿Usted? Hace diez minutos que le observo, caminando de puntillas para no ensuciar sus mocasines. Y los federales no lanzan gritos cuando ven un arma. Sacan la suya y disparan sobre todo lo que se mueve.
—Pensé que era usted un intruso.
—¿Porque soy negro?
—No, porque tiene cara de intruso. ¿Eso que lleva es una corbata india?
—Sí.
—Está completamente pasada de moda.
—¿Va a decirme qué está haciendo aquí?
—Vivo aquí.
—¿Cómo que vive aquí?
—Soy un amigo de Harry Quebert. Me pidió que me ocupase de la casa en su ausencia.
—¡Está usted loco de remate! ¡Harry Quebert está acusado de un doble asesinato, la casa ha sido precintada y el acceso está prohibido! Me lo llevo detenido, amigo.
—No han precintado la casa.
Permaneció perplejo un instante, después respondió:
—No pensé que un escritor dominguero fuera a venir a ocuparla.
—Había que pensar. Incluso si es un ejercicio difícil para un policía.
—De todas formas, me lo llevo detenido.
—¡Vacío jurídico! —exclamé—. ¡No hay precinto, no hay prohibición! Me quedo aquí. Si no, le llevaré hasta la Corte Suprema y le denunciaré por haberme amenazado con su cacharro. Pediré millones en daños y perjuicios. Lo he grabado todo.
—Eso es cosa de Roth, ¿eh? —suspiró Gahalowood.
—Sí.
—Puf. Qué demonios. Enviaría a su madre a la silla eléctrica si eso pudiese exculpar a uno de sus clientes.
—Vacío jurídico, sargento. Vacío jurídico. Espero que no me guarde rencor.
—Sí. De todas formas, la casa ya no nos interesa. Sin embargo, le prohíbo meter los pies más allá de la cinta. ¿No sabe usted leer? Dice NO PASAR - ESCENARIO DE CRIMEN.
Habiendo recobrado algo de valor, me sacudí la camisa y di algunos pasos hacia el hoyo.
—Figúrese, sargento, que yo también estoy investigando —le expliqué con seriedad—. ¿Qué tal si me dice qué sabe del caso?
Volvió a resoplar.
—Debo de estar teniendo una alucinación: ¿usted investiga? Eso sí que es noticia. De hecho, me debe usted quince dólares.
—¿Quince dólares? ¿Por qué?
—Es lo que me costó su libro. Lo leí el año pasado. Un libro malísimo. Sin duda el peor que he leído en toda mi vida. Me gustaría que me devolviese el dinero.
Le miré fijamente a los ojos y le dije:
—Váyase al cuerno, sargento.
Como seguía avanzando sin mirar por dónde iba, caí en el agujero. Y me puse a gritar de nuevo porque estaba donde había permanecido el cadáver de Nola.
—¡Joder, es usted de lo que no hay! —exclamó Gahalowood desde lo alto del talud de tierra.
Me tendió la mano y me ayudó a subir. Fuimos a sentarnos en la terraza y le di su dinero. No tenía más que un billete de cincuenta.
—¿Tiene cambio? —pregunté.
—No.
—Guárdeselo.
—Gracias, escritor.
—Ya no soy escritor.
Pronto comprendería que el sargento Gahalowood era un hombre huraño además de terco como una mula. A pesar de ello, tras algunas súplicas, me contó que el día del descubrimiento estaba de guardia y que había sido uno de los primeros en presentarse ante el hoyo.
—Había restos humanos y un bolso de cuero. Un bolso con el nombre de Nola Kellergan grabado en su interior. Lo abrí y encontré dentro un manuscrito, en relativamente buen estado. Me imagino que el cuero conservó el papel.
—¿Cómo supo usted que ese manuscrito era el de Harry Quebert?
—En aquel momento lo ignoraba. Se lo enseñé a él mismo en la sala de interrogatorios y lo reconoció de inmediato. Después, evidentemente, comprobé el texto. Se corresponde palabra por palabra con su libro, Los orígenes del mal, publicado en 1976, menos de un año después del drama. Extraña coincidencia, ¿no?
—El hecho de que escribiera un libro sobre Nola no prueba que la matara. Él dice que ese manuscrito había desaparecido, y que es posible que Nola lo cogiese.
—Encontramos el cadáver de la chiquilla en su jardín. Con el manuscrito de su libro. Deme pruebas de su inocencia, escritor, y quizás cambie de opinión.
—Me gustaría ver esas hojas.
—Imposible, es la prueba de un delito.
—Ya le he dicho que yo también estoy investigando —insistí.
—Sus pesquisas no me interesan, escritor. Tendrá acceso al informe tan pronto Quebert haya pasado ante el Gran Jurado.
Quise demostrarle que no era un aficionado y que yo también tenía cierto conocimiento del caso.
—He hablado con Travis Dawn, el actual jefe de policía de Aurora. Aparentemente, en el momento de la desaparición de Nola tenían una pista: un Chevrolet Monte Carlo negro.
—Estoy al corriente —replicó Gahalowood—. Y adivine qué, Sherlock Holmes: Harry Quebert tenía un Chevrolet Monte Carlo negro.
—¿Cómo sabe lo del Chevrolet?
—He leído el informe de entonces.
Pensé un instante y dije:
—Un minuto, sargento. Si es usted tan listo, explíqueme por qué Harry encargó plantar flores donde había enterrado a Nola.
—No se imaginaba que los jardineros excavarían tan profundo.
—Eso no tiene ningún sentido y usted lo sabe. Harry no mató a Nola Kellergan.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Él la amaba.
—Eso dicen todos durante el juicio: «La amaba demasiado, por eso me la cargué». Cuando se ama, no se mata.
Con estas palabras, Gahalowood se levantó de su silla para darme a entender que había acabado conmigo.
—¿Ya se va, sargento? Pero si nuestro caso no ha hecho más que empezar.
—¿Nuestro? Querrá decir el mío.
—¿Cuándo nos volvemos a ver?
—Nunca, escritor. Nunca.
Y se marchó sin decir nada más.
Gahalowood no me tomaba en serio, pero, en cambio, la actitud de Travis Dawn, al que fui a ver poco después a la comisaría de Aurora para enseñarle el mensaje anónimo que había descubierto la noche anterior, fue muy distinta.
—Vengo a verte porque he encontrado esto en Goose Cove —le dije poniendo el trozo de papel sobre su mesa.
Lo leyó.
—¿Vuelve a tu casa, Goldman? ¿Cuándo lo has encontrado?
—Anoche. Salí a pasear por la playa. Al volver, ese mensaje estaba doblado en el quicio de la puerta de entrada.
—Y me imagino que no has visto nada…
—Nada.
—¿Es la primera vez?
—Sí. Pero también es cierto que hace sólo dos días que estoy allí…
—Voy a registrar una denuncia para abrir un informe. Tendrás que ser prudente, Marcus.
—Me parece estar escuchando a mi madre.
—No, esto es serio. No subestimes el impacto emocional de esta historia. ¿Puedo quedarme con la nota?
—Es tuya.
—Gracias. ¿Puedo hacer algo más por ti? Me parece que no has venido aquí sólo para hablarme de este trozo de papel.
—Me gustaría que me acompañases a Side Creek, si tienes tiempo. Quiero ver el sitio donde sucedió todo.
Travis no sólo aceptó llevarme a Side Creek, sino que me obligó a hacer un viaje de treinta y tres años en el tiempo. Montados en su coche patrulla, recorrimos el camino que él mismo había realizado cuando respondió a la primera llamada de Deborah Cooper. Desde Aurora, siguiendo la federal 1, que bordea la costa en dirección a Maine, pasamos ante Goose Cove y después, unas millas más lejos, llegamos al límite del bosque de Side Creek y a la intersección con Side Creek Lane, el camino que desembocaba en la casa de Deborah Cooper. Travis giró y enseguida la tuvimos delante: una bonita construcción de madera, frente al océano, cercada por el bosque. Era un sitio magnífico pero completamente perdido.
—No ha cambiado nada —me dijo Travis mientras la rodeábamos—. Han vuelto a pintarla, es algo más clara que antes. El resto sigue exactamente igual que en aquella época.
—¿Quién vive aquí ahora?
—Una pareja de Boston, que viene a pasar los meses de verano. Llegan en julio y se van a finales de agosto. El resto del tiempo no hay nadie.
Me enseñó la puerta de atrás, que daba a la cocina, y prosiguió:
—La última vez que vi a Deborah Cooper con vida estaba delante de esta puerta. El jefe Pratt acababa de llegar: le dijo que permaneciese tranquila en su casa y que no se preocupase, y nos marchamos a registrar el bosque. Quién hubiese podido imaginar que, veinte minutos más tarde, la matarían de un balazo en el pecho.
Mientras hablaba, Travis se dirigió hacia los árboles. Comprendí que volvía al sendero que había tomado con el jefe Pratt treinta y tres años antes.
—¿Qué ha sido del jefe Pratt? —pregunté mientras le seguía.
—Está jubilado. Sigue viviendo en Aurora, en Mountain Drive. Seguro que ya lo has visto. Un tipo más bien fuerte que siempre lleva pantalones de golf.
Nos internamos entre las hileras de árboles. A través de la densa vegetación, se podía ver la playa, un poco más abajo. Tras un cuarto de hora largo de caminata, Travis se detuvo en seco delante de tres pinos perfectamente rectos.
—Fue aquí —me dijo.
—¿Aquí qué?
—Donde encontramos toda esa sangre, mechones de pelo rubio y un trozo de tela roja. Era atroz. Reconocería este lugar en cualquier momento: hay algo más de musgo en las piedras, los árboles han crecido, pero para mí nada ha cambiado.
—¿Qué hicisteis después?
—Comprendimos que había pasado algo grave, pero no tuvimos tiempo de echar un vistazo porque sonó el famoso disparo. Qué locura, no nos enteramos de nada… Quiero decir que, forzosamente, tuvimos que cruzarnos con la chiquilla o con su asesino en algún momento… No sé cómo pudimos pasar de largo… Supongo que estaban escondidos en la espesura y que él le impidió gritar. El bosque es inmenso, no es difícil pasar desapercibido. Me imagino que después ella aprovechó un momento de despiste del asesino para liberarse de él y que corrió hasta la casa buscando ayuda. Él la encontró allí y se deshizo de la abuela Cooper.
—Así pues, al escuchar el disparo, os disteis la vuelta inmediatamente…
—Sí.
Rehicimos el camino en sentido inverso y volvimos a la casa.
—Todo sucedió en la cocina —comenzó a explicar Travis—. Nola llega del bosque gritando socorro; la abuela Cooper la acoge y va hasta el salón para llamar a la policía y avisar de que la chiquilla está allí. Sé que el teléfono está en el salón porque yo mismo lo había utilizado media hora antes para llamar al jefe Pratt. Mientras está llamando, el agresor entra en la cocina para recuperar a Nola, pero en ese momento reaparece Cooper y él dispara. Después coge a Nola y la lleva hasta su coche.
—¿Dónde estaba ese coche?
—En el arcén de la federal 1, a la altura en la que bordea este maldito bosque. Ven, te lo voy a enseñar.
Desde la casa, Travis me condujo de nuevo por el bosque, pero esta vez en otra dirección completamente distinta, guiándome con paso firme a través de los árboles. Desembocamos de inmediato en la 1.
—El Chevrolet negro estaba allí. En aquella época, el arcén de la carretera estaba menos despejado, así que lo tenía escondido entre los matorrales.
—¿Cómo se supo que este fue el camino que recorrió?
—Había huellas de sangre desde la casa hasta aquí.
—¿Y el coche?
—Se esfumó. Como te decía, un ayudante del sheriff que llegaba como refuerzo por esta carretera se topó con él por casualidad. Hubo una persecución, se levantaron controles en toda la zona, pero los esquivó.
—¿Cómo hizo el asesino para librarse del cerco?
—Eso me gustaría saber a mí, y debo confesar que hay muchas preguntas que me hago desde hace treinta y tres años sobre este asunto. ¿Sabes?, no pasa un día sin que, al subirme al coche patrulla, me pregunte qué habría pasado si hubiésemos atrapado ese maldito Chevrolet. Quizás habríamos podido salvar a la pequeña…
—Entonces ¿crees que seguía con él?
—Ahora que hemos encontrado su cuerpo a dos millas de aquí, diría que estoy seguro.
—Y crees también que era Harry el que conducía ese Chevrolet negro, ¿verdad?
Se encogió de hombros.
—Digamos simplemente que, vistos los últimos acontecimientos, no veo quién podría ser si no.
El antiguo jefe de policía, Gareth Pratt, al que fui a visitar ese mismo día, parecía ser de la misma opinión que su ayudante. Me recibió en su porche, en pantalones de golf. Su mujer, Amy, después de habernos servido algo de beber, fingió ocuparse de las macetas que adornaban su marquesina para escuchar nuestra conversación, cosa que tampoco ocultaba, porque iba comentando lo que decía su marido.
—Yo le conozco, ¿verdad? —me preguntó Pratt.
—Sí, vengo a menudo a Aurora.
—Es ese chico tan majo que escribió un libro —le indicó su mujer.
—¿Es usted ese tipo que ha escrito un libro? —repitió él.
—Sí —respondí—. Entre otras cosas.
—Acabo de decírtelo, Gareth —cortó Amy.
—Querida, te ruego que no nos interrumpas: es una visita para mí, muchas gracias. Y bien, señor Goldman, ¿a qué debo el honor de su visita?
—A decir verdad, intento responder a algunas preguntas que me planteo acerca del asesinato de Nola Kellergan. He hablado con Travis Dawn y me ha indicado que en aquella época ya sospechaban de Harry.
—Es cierto.
—¿En qué se basaban?
—Algunos indicios nos habían puesto la mosca detrás de la oreja. Especialmente el desenlace de la persecución: implicaba que el asesino fuese un tipo de por aquí. Había que conocer perfectamente la zona para conseguir desaparecer así, con todos los policías del condado pisándole los talones. Y además estaba ese Monte Carlo negro. Comprenderá que hicimos la lista de todos los propietarios de ese modelo que vivían en la región: el único de ellos que no tenía coartada era Quebert.
—Sin embargo, al final no siguieron su pista…
—No, porque aparte del asunto del coche, no teníamos ningún elemento concreto contra él. De hecho, le descartamos rápidamente de nuestra lista de sospechosos. El descubrimiento del cuerpo prueba que nos equivocamos. Es cosa de locos, ese tipo siempre me cayó simpático… En el fondo, quizá eso afectó a mi juicio. Siempre fue tan encantador, tan cordial, tan convincente… Quiero decir que, usted mismo, señor Goldman, si he entendido bien, le conocía bastante: ahora que sabe lo de la chiquilla en el jardín, ¿no se le ocurre a usted alguna cosa que hubiese dicho o hecho un día y que hubiese podido despertar en usted una mínima sospecha?
—No, jefe. Nada que recuerde.
De vuelta a Goose Cove vi, más allá de las cintas policiales, las matas de hortensias muriéndose al borde del agujero, con las raíces al aire. Entré en el pequeño anexo que servía de garaje y tomé una azada. Después, penetrando en la zona prohibida, excavé un cuadrado de tierra blanda frente al océano y planté allí las flores.
*
30 de agosto de 2002
—¿Harry?
Eran las seis de la mañana. Él estaba en la terraza de Goose Cove, con una taza de café en la mano. Se volvió.
—¿Marcus? Está usted sudando… No me diga que ya ha ido a correr.
—Sí. He hecho mis ocho millas.
—¿A qué hora se ha levantado?
—Pronto. ¿Recuerda, hace dos años, cuando empecé a venir aquí y me obligaba a levantarme al amanecer? Pues desde entonces le he cogido gusto. Me levanto pronto, para que el mundo me pertenezca. ¿Y usted, qué hace fuera?
—Observo, Marcus.
—¿Qué observa usted?
—¿Ve ese rinconcito de hierba entre los pinos que domina la playa? Hace tiempo que quiero hacer algo allí. Es la única parcela de la propiedad lo bastante llana y utilizable para plantar un pequeño jardín. Me gustaría crear un sitio agradable para mí, con dos bancos, una mesa de hierro y todo rodeado de hortensias. Muchas hortensias.
—¿Por qué hortensias?
—Conocí a alguien a quien le gustaban. Desearía tener parterres de hortensias para acordarme de ella siempre.
—¿Alguien a quien amó?
—Sí.
—Parece usted triste, Harry.
—No se preocupe de eso.
—Harry, ¿por qué no me habla nunca de su vida amorosa?
—Porque no tengo nada que decir. Mejor mire, mire bien. ¡O mejor cierre los ojos! Sí, ciérrelos bien para que ninguna luz atraviese sus pupilas. ¿Lo ve? Ese camino pavimentado que parte de la terraza y lleva hasta las hortensias. Y esos dos bancos, desde los que poder ver a la vez el mar y las magníficas flores. ¿Qué puede haber mejor que contemplar el océano y las hortensias? Incluso haré un pequeño estanque, con una fuente en forma de estatua en el centro. Y si es lo suficientemente grande, lo llenaré de carpas japonesas multicolores.
—¿Peces? No aguantarán ni una hora, se los zamparán las gaviotas.
Sonrió.
—Las gaviotas tienen todo el derecho a hacer lo que quieran aquí, Marcus. Pero tiene razón: no meteré carpas en el estanque. Vaya a darse una buena ducha caliente, ¿quiere? Antes de que coja una pulmonía o cualquier otra mierda que haga pensar a sus padres que me ocupo mal de usted. Yo voy a preparar el desayuno. Marcus…
—¿Sí, Harry?
—Si hubiese tenido un hijo…
—Lo sé, Harry. Lo sé.
*
La mañana del jueves 19 de junio de 2008 fui al Sea Side Motel. Era fácil de encontrar: desde Side Creek Lane se seguía todo recto la federal 1 durante cuatro millas, en dirección norte, y era imposible no ver el inmenso cartel de madera que indicaba:
SEA SIDE MOTEL & RESTAURANT
desde 1960
El lugar en el que Harry había esperado a Nola existía desde siempre; seguramente había pasado por delante de él centenares de veces, pero nunca le había prestado la menor atención; y, de hecho, ¿qué razón habría tenido para hacerlo hasta ahora? Era un edificio de madera, coronado por un techo rojo y rodeado por una rosaleda; el bosque se extendía justo detrás. Todas las habitaciones del piso de abajo daban directamente al aparcamiento, se accedía a las del piso de arriba por una escalera exterior.
Según el empleado de la recepción al que estuve interrogando, el edificio no había cambiado nada desde su construcción, salvo que las habitaciones habían sido modernizadas y se había añadido un restaurante al inmueble original. Como prueba de lo que me decía, sacó el libro conmemorativo del cuarenta aniversario del motel y confirmó sus palabras mostrándome las fotos de la época.
—¿Por qué le interesa tanto este lugar?
—Porque busco una información muy importante —le dije.
—Le escucho.
—Me gustaría saber si alguien durmió aquí, en la habitación número 8, la noche del sábado 30 al domingo 31 de agosto de 1975.
Se echó a reír.
—¿1975? ¿Está de broma? Desde que se informatizó el registro, podemos remontarnos a dos años como máximo. Puedo decirle quién durmió allí el 30 de agosto de 2006, si quiere. En fin, en teoría, porque es una información que no puedo revelarle, evidentemente.
—¿Así que no hay forma de saberlo?
—Aparte del registro, los únicos elementos que conservamos son las direcciones de correo electrónico para nuestra newsletter. ¿Le interesa a usted recibir nuestra newsletter?
—No, gracias. Al menos me gustaría visitar la habitación 8, si es posible.
—No puede usted visitarla. Pero está libre. ¿Quiere alquilarla por una noche? Son cien dólares.
—El cartel indica que todas las habitaciones cuestan setenta y cinco. ¿Sabe? Le doy veinte dólares, me enseñará la habitación y todos contentos.
—Es usted un buen negociante. Acepto.
La 8 estaba en el primer piso. Era una habitación completamente banal, con una cama, un minibar, una televisión, una mesita y un cuarto de baño.
—¿Por qué le interesa tanto esta habitación?
—Es complicado. Un amigo me dijo que pasó aquí una noche, hace treinta años. Si es cierto, quiere decir que es inocente de lo que se le acusa.
—¿Y de qué se le acusa?
No respondí a esa pregunta y volví a interrogarle:
—¿Por qué este sitio se llama Sea Side Motel? Ni siquiera tiene vistas al mar.
—No, pero hay un sendero que va hasta la playa, a través del bosque. Está escrito en el folleto. Pero a los clientes les da igual: los que vienen aquí no van a la playa.
—¿Quiere usted decir que, por ejemplo, se podría bordear el mar desde Aurora, atravesar el bosque y llegar aquí?
—En teoría, sí.
Pasé el resto del día en la biblioteca municipal, consultando los archivos e intentando tirar del hilo del pasado. Para esa tarea, Erne Pinkas me fue de gran ayuda: no escatimaba su tiempo para ayudarme a investigar.
Según la prensa de entonces, nadie había visto nada raro el día de la desaparición: ni a Nola huyendo, ni a un merodeador en las proximidades de la casa. Según todos, la desaparición seguía siendo un gran misterio, que el asesinato de Deborah Cooper oscurecía aún más. Sin embargo, algunos testigos —vecinos, sobre todo— habían declarado haber oído ruidos y gritos en casa de los Kellergan ese día, mientras que otros habían informado de que en lugar de ruidos se trataba de la música que el reverendo escuchaba particularmente alta, como era habitual en él. Las investigaciones del Aurora Star indicaban que el reverendo Kellergan solía trabajar en su garaje y que siempre escuchaba música mientras lo hacía. Subía el volumen hasta cubrir el ruido de sus herramientas, con el convencimiento de que la buena música, incluso cuando sonaba demasiado fuerte, era siempre preferible al sonido de los martillos. Si su hija hubiese pedido socorro, él no habría podido oír nada. Según Pinkas, Kellergan seguía arrepintiéndose de haber puesto la música tan fuerte: nunca llegó a abandonar la casa familiar de Terrace Avenue, en la que vivía recluido, y se había pasado años escuchando una y otra vez ese mismo disco, hasta volverse medio sordo, como para castigarse. De los dos padres de Nola, sólo quedaba él. La madre, Louisa, había muerto hacía mucho tiempo. Parece ser que la noche en que se descubrió que el cuerpo desenterrado era el de su pequeña, algunos periodistas fueron a asediar al viejo David Kellergan a su casa. «Fue una escena tan triste —me dijo Pinkas—. Dijo algo así como: Así que está muerta… He estado ahorrando todo este tiempo para que pudiese ir a la universidad. Y fíjate que al día siguiente, cinco falsas Nolas se presentaron en su puerta. Buscando la pasta. El pobre estaba desorientado por completo. Vivimos en una época completamente desquiciada: la humanidad tiene el corazón lleno de mierda, Marcus, esa es mi opinión».
—¿Y el reverendo hacía eso a menudo, poner la música a tope? —pregunté.
—Sí, a todas horas. ¿Sabes?, a propósito de Harry… Me crucé con la señora Quinn ayer, en la calle…
—¿La señora Quinn?
—Sí, la antigua propietaria del Clark’s. Va contando a quien quiere escucharla que ella sabía desde siempre que Harry le había echado el ojo a Nola… Dice que en aquella época tenía una prueba irrefutable.
—¿Qué tipo de prueba? —pregunté.
—Ni idea. ¿Tienes noticias de Harry?
—Voy a ir a verle mañana.
—Salúdale de mi parte.
—Ve a visitarle, si quieres… Le gustará.
—No estoy muy seguro de querer.
Me constaba que Pinkas, setenta y cinco años, jubilado de una fábrica textil de Concord, que no había estudiado nunca y sentía no haber podido satisfacer su pasión por los libros más allá de su trabajo como bibliotecario voluntario, sentía una gratitud eterna hacia Harry desde que este le había permitido seguir como oyente sus cursos de Literatura en la Universidad de Burrows. Así que yo lo consideraba como uno de sus apoyos más fieles, pero comprobé que incluso él prefería distanciarse de Harry.
—¿Sabes? —me dijo—. Nola era una chica tan especial, dulce, buena con todo el mundo. ¡Aquí todos la adorábamos! Era como nuestra hija. Así que cómo pudo Harry… Quiero decir, incluso si no la mató, ¡le escribió ese libro! ¡Joder! ¡Tenía quince años! ¡Era una niña! ¿Amarla hasta el punto de escribirle un libro? ¡Un libro de amor! He estado casado con mi mujer durante cincuenta años y nunca necesité escribirle un libro.
—Pero ese libro es una obra maestra.
—Ese libro es el Diablo. Es un libro perverso. De hecho, he tirado los ejemplares que teníamos aquí. La gente está demasiado conmocionada.
Suspiré, pero no respondí nada. No quería enfadarme con él. Simplemente pregunté:
—Erne, ¿puedo hacer que envíen un paquete aquí, a la biblioteca?
—¿Un paquete? Claro. ¿Por qué?
—He pedido a mi asistenta que busque algo importante que tengo en casa y me lo envíe por FedEx. Pero prefiero recibirlo aquí: no estoy mucho en Goose Cove y el buzón está tan repleto de cartas asquerosas que ni siquiera lo vacío… Al menos aquí estoy seguro de que llegará.
El buzón de Goose Cove resumía perfectamente el estado de la reputación de Harry: toda América, tras haberle admirado, le abucheaba y le cubría de cartas insultantes. Era el mayor escándalo de la historia de la edición: Los orígenes del mal había desaparecido completamente de las librerías y de los programas escolares, el Boston Globe había cancelado su colaboración con Harry de forma unilateral; en cuanto al consejo de administración de la Universidad de Burrows, había decidido relevarle de sus funciones con efecto inmediato. Los periódicos le describían abiertamente como un depredador sexual; era el tema de todos los debates y las conversaciones. Roy Barnaski, oliéndose una oportunidad comercial sin precedentes, quería sin falta publicar un libro sobre el asunto. Y como Douglas no conseguía convencerme, acabó llamándome en persona para darme una pequeña lección de economía de mercado:
—El público quiere ese libro —me explicó—. Escuche esto, la acera está llena de fans coreando su nombre.
Conectó el altavoz e hizo una señal a sus ayudantes, que exclamaron: ¡Gold-man! ¡Gold-man! ¡Gold-man!
—No son mis fans, Roy, son sus ayudantes. Buenos días, Marisa.
—Buenos días, señor Goldman —respondió Marisa.
Barnaski volvió a coger el teléfono.
—En fin, piénselo bien, Goldman. Sacamos el libro en otoño. ¡Éxito seguro! ¿Le parece bien mes y medio para escribirlo?
—¿Mes y medio? Me costó dos años escribir el primero. De hecho, ni siquiera sé qué podría contar, no se sabe nada de lo que pasó.
—Mire, le voy a poner en contacto con unos escritores fantasma[1] para que vaya más deprisa. Además, no es necesario que sea gran literatura: la gente quiere sobre todo saber lo que hizo Quebert con la chica. Limítese a contar los hechos, con algo de suspense, de morbo y un poco de sexo, claro.
—¿Sexo?
—Vamos, Goldman, no le voy a enseñar ahora su trabajo: ¿quién querría comprar el libro si no hubiese escenas subidas de tono entre el vejestorio y la chiquilla de siete años? Eso es lo que quiere la gente. Venderemos millones, incluso si no es bueno. Eso es lo que cuenta, ¿no?
—¡Harry tenía treinta y cuatro años y Nola quince!
—No sea quisquilloso… Si escribe ese libro, le anulo el contrato precedente y le ofrezco además medio millón de dólares de anticipo para agradecerle su colaboración.
Me negué en redondo y Barnaski enfureció:
—Muy bien, ya que se pone usted así, Goldman, le voy a decir una cosa: o me entrega un manuscrito dentro de exactamente once días ¡o le demando y le arruino!
Me colgó en las narices. Poco después, mientras estaba de compras en el supermercado de la calle principal, recibí una llamada de Douglas, seguramente alertado por el mismo Barnaski, en la que también intentaba convencerme:
—Marc, no te puedes hacer el remilgado en este asunto —me dijo—. ¡Te recuerdo que Barnaski te tiene cogido por las pelotas! Tu contrato anterior sigue en vigor y la única forma de anularlo es aceptar su propuesta. Además, ese libro relanzará tu carrera. Estarás de acuerdo en que hay cosas peores en la vida que un anticipo de medio millón, ¿no?
—¡Barnaski quiere que escriba una especie de panfleto! Ni hablar. No quiero escribir un libro así, no quiero escribir un libro basura en unas semanas. Los libros buenos necesitan tiempo.
—¡Pero estos son los métodos modernos para ganar pasta! ¡Se acabó el tiempo de los escritores que fantasean y esperan a que caiga la nieve en busca de inspiración! Tu libro, sin que hayas escrito una sola línea, ya es un bombazo, porque el país entero quiere saber los detalles de esta historia. Y enseguida. La oportunidad comercial es limitada: este otoño son las elecciones presidenciales y los candidatos seguramente publicarán libros que coparán todo el espacio mediático. Ya está en boca de todos el libro de Barack Obama, ¿te lo puedes creer?
Yo ya no me creía nada. Pagué mis compras y volví al coche, aparcado en la calle. Entonces encontré, enganchado a uno de los limpiaparabrisas, un trozo de papel. Y de nuevo el mismo mensaje:
Miré a mi alrededor: nadie. Algunas personas en la mesa de una terraza cercana, clientes que salían del supermercado. ¿Quién me estaba siguiendo? ¿Quién no tenía ganas de que continuara investigando la muerte de Nola Kellergan?
Al día siguiente, el viernes 20 de junio, volví a la prisión a ver a Harry. Antes de dejar Aurora, pasé por la biblioteca, donde comprobé que había llegado mi paquete.
—¿Qué es? —preguntó Pinkas con curiosidad, esperando que lo abriese delante de él.
—Una herramienta que necesito.
—¿Una herramienta para qué?
—Una herramienta de trabajo. Gracias por haberla recogido, Erne.
—Espera un poco, ¿no quieres un café? Acabo de hacerlo. ¿Necesitas tijeras para abrir el paquete?
—Gracias, Erne. Otra vez será lo del café. Me tengo que ir.
Al llegar a Concord, decidí dar un rodeo y pasar por el cuartel general de la policía estatal para visitar al sargento Gahalowood y presentarle algunas hipótesis que había esbozado desde nuestro breve encuentro.
El cuartel general de la policía estatal de New Hampshire, sede de la brigada criminal, era un gran edificio de ladrillo rojo situado en el número 33 de Hazen Drive, en el centro de Concord. Era casi la una de la tarde; me informaron de que Gahalowood había salido a comer y me pidieron que le esperara en un pasillo, sentado en un banco, al lado de una mesa donde se podía comprar café y revistas. Cuando llegó, una hora más tarde, llevaba impresa en la cara su expresión de pocos amigos.
—¿Así que es usted? —exclamó al verme—. Me llaman y me dicen: Perry, mueve el culo que hay un tío esperándote desde hace una hora, así que yo interrumpo el final de mi comida para venir a ver lo que pasa pensando que es importante, ¡y me encuentro con el escritor!
—No se lo tome a mal… Me parecía que habíamos empezado con mal pie y que quizás…
—Le odio, escritor, que le quede claro. Mi mujer ha leído su libro, y piensa que es guapo e inteligente. Su cara, en la contraportada de su libro, ha reinado sobre mi mesita de noche durante semanas. ¡Ha estado usted en nuestro dormitorio! ¡Ha dormido con nosotros! ¡Ha cenado con nosotros! ¡Ha venido de vacaciones con nosotros! ¡Se ha bañado con mi mujer! ¡Ha provocado las risitas de todas sus amigas! ¡Me ha jodido usted la vida!
—¿Está usted casado, sargento? Qué cosas, es usted tan desagradable que habría jurado que no tenía familia.
Hundió con furia su cabeza en su papada:
—Por amor de Dios, ¿qué es lo que quiere? —ladró.
—Comprender.
—Eso es muy ambicioso para un tipo como usted.
—Lo sé.
—Deje hacer a la policía, ¿quiere?
—Necesito información, sargento. Me gusta saberlo todo, es una enfermedad. Me puede la ansiedad, necesito controlar todo lo que está a mi alrededor.
—Pues bien, ¡contrólese usted mismo!
—¿Podríamos ir a su despacho?
—No.
—Dígame sólo si Nola murió efectivamente a los quince años.
—Sí. El examen de los huesos lo ha confirmado.
—¿Así que fue secuestrada y asesinada en el mismo momento?
—Sí.
—Pero el bolso… ¿Por qué la enterraron con el bolso?
—Ni idea.
—Y si llevaba un bolso, eso nos podría llevar a pensar que se había fugado, ¿no?
—Si usted coge un bolso para huir, lo llena de ropa, ¿no?
—Exacto.
—Pues dentro sólo estaba el libro.
—Punto para usted —dije—. Su sagacidad me deslumbra. Pero ese bolso…
Me cortó:
—No debí hablarle de ese bolso el otro día. No sé qué se me pasó por la cabeza…
—Yo tampoco lo sé.
—Supongo que me apiadé. Sí, eso es: me dio usted pena, su aspecto perdido y sus zapatos cubiertos de barro.
—Gracias. Otra cosa, si no le importa: ¿qué puede decirme de la autopsia? Por cierto, ¿se dice autopsia cuando se trata de un esqueleto?
—Ni idea.
—¿Quizás examen médico-legal sería un término más apropiado?
—Me la trae al pairo el término preciso. Todo lo que puedo decirle ¡es que le partieron el cráneo! ¡Partido! ¡Bum! ¡Bum!
Como lo dijo mientras bateaba en el aire, le pregunté:
—¿Así que fue con un bate?
—Pero ¿cómo quiere que lo sepa, pesado?
—¿Un hombre o una mujer?
—¿Cómo?
—¿Es posible que una mujer hubiese podido dar esos golpes? ¿Por qué tuvo que ser obligatoriamente un hombre?
—Porque el testigo visual de la época, Deborah Cooper, identificó inequívocamente a un hombre. Bueno, esta conversación ha terminado, escritor. Me pone usted de los nervios.
—Pero ¿y usted? ¿Qué piensa de este asunto?
Sacó de su cartera una foto familiar.
—Tengo dos hijas, escritor. De catorce y diecisiete años. No quiero ni imaginarme pasar por lo que pasó Kellergan padre. Quiero la verdad. Quiero justicia. La justicia no es la suma de simples hechos: es un trabajo mucho más complejo. Así que voy a seguir con el caso. Si descubro una prueba de la inocencia de Quebert, créame, saldrá libre. Pero si es culpable, esté usted seguro de que no dejaré que Roth se tire ante el jurado uno de los típicos faroles que usa para que sus clientes se vayan de rositas. Porque eso tampoco es justicia.
Gahalowood, detrás de esos aires de bisonte agresivo, tenía una filosofía que me gustaba.
—En el fondo es usted simpático, sargento. ¿Me deja invitarle a unos dónuts y continuamos charlando?
—No quiero dónuts, quiero que se largue. Tengo trabajo.
—Pero me tiene que explicar cómo se investiga. No sé investigar. ¿Qué debo hacer?
—Adiós, escritor. Ya le he aguantado lo suficiente para el resto de la semana. Quizás incluso para el resto de mi vida.
Me sentía decepcionado por no haber sido tomado en serio y no insistí. Le tendí la mano para despedirme, me machacó las falanges con su enorme manaza y me fui. Pero, ya en el aparcamiento exterior, le oí llamarme: «¡Escritor!». Me volví y le vi haciendo trotar su enorme masa hacia mí.
—Escritor —me dijo cuando me tuvo enfrente—. Los buenos policías no se concentran en el asesino… sino en la víctima. Debe usted investigar a la víctima. Debe empezar por el principio, antes del crimen. No por el final. Se equivoca usted al centrarse en el asesinato. Debe preguntarse quién era la víctima… Pregúntese quién era Nola Kellergan…
—¿Y Deborah Cooper?
—Si quiere mi opinión, todo está relacionado con Nola. Deborah Cooper no fue más que una víctima colateral. Averigüe quién era Nola: entonces encontrará a su asesino, y también al de la abuela Cooper.
¿Quién era Nola Kellergan? Esa era la pregunta que pensaba hacer a Harry al llegar a la prisión estatal. Tenía mala cara. Parecía muy preocupado por el contenido de su taquilla en el gimnasio.
—¿Lo encontró usted todo? —me preguntó antes incluso de saludarme.
—Sí.
—¿Y lo quemó?
—Sí.
—¿Incluido el manuscrito?
—Incluido el manuscrito.
—¿Y por qué no me lo confirmó? ¡Me tenía usted muerto de inquietud! ¿Y dónde ha estado estos dos últimos días?
—Estaba investigando por mi cuenta. Harry, ¿por qué escondió la caja en la taquilla del gimnasio?
—Sé que le va a parecer raro… Después de su visita a Aurora, en marzo, tuve miedo de que alguien encontrara la caja. Pensé que cualquiera podría toparse con ella: un visitante entrometido, la asistenta… Pensé que era más prudente esconder mis recuerdos en otro lado.
—¿Los escondió? El problema es que eso le convierte en culpable. Y en cuanto al manuscrito… ¿Era el de Los orígenes del mal?
—Sí. La primera versión.
—Reconocí el texto. No había título en la portada…
—El título me vino a posteriori.
—¿Quiere decir tras la desaparición de Nola?
—Sí. No hablemos de ese manuscrito, Marcus. Está maldito, no me ha traído más que desgracias y esta es la prueba: Nola está muerta y yo en prisión.
Nos miramos durante un instante. Dejé sobre la mesa una bolsa de plástico en la que se encontraba el contenido de mi paquete.
—¿Qué es eso? —preguntó Harry.
Sin responder, saqué un reproductor minidisc con un micrófono para poder grabar. Lo puse delante de Harry.
—Pero ¿qué demonios está haciendo, Marcus? No me diga que todavía tiene ese artefacto satánico.
—Por supuesto, Harry. Lo conservé cuidadosamente.
—Guarde eso, ¿quiere?
—No ponga usted esa cara, Harry…
—Pero ¿qué demonios pretende hacer con ese trasto?
—Quiero que me hable de Nola, de Aurora, de todo. Del verano de 1975, de su libro. Necesito saber. La verdad, Harry, debe quedar reflejada en alguna parte.
Sonrió tristemente. Puse en marcha la grabadora y le dejé hablar. Fue una bonita escena: en ese locutorio de la prisión en el que, en las mesas de plástico, los maridos veían a sus mujeres y los padres a sus hijos, yo me encontraba con mi Maestro, que me contaba su historia.
Esa tarde cené pronto, en el camino de regreso a Aurora. Después, como no tenía ganas de volver inmediatamente a Goose Cove y encontrarme solo en aquella casa inmensa, conduje un rato bordeando la costa. Caía la noche, el océano brillaba: todo era magnífico. Pasé por el Sea Side Motel, el bosque de Side Creek, Side Creek Lane, Goose Cove, atravesé Aurora y llegué a la playa de Grand Beach. Caminé hasta la orilla, y después me subí a las rocas para contemplar el anochecer. Las luces de Aurora bailaban a lo lejos en el espejo de las olas; las aves acuáticas lanzaban gritos estridentes, los ruiseñores cantaban entre los matorrales cercanos, se escuchaban las sirenas de bruma de los faros. Puse en marcha la grabadora, y la voz de Harry resonó en la oscuridad:
¿Conoce usted la playa de Grand Beach, Marcus? Es la primera al llegar a Aurora desde Massachusetts. A veces voy hasta allí cuando cae la noche y observo las luces de la ciudad. Y vuelvo a pensar en todo lo que pasó hace treinta años. En esa playa me detuve el día que llegué a Aurora. Fue el 20 de mayo de 1975. Tenía treinta y cuatro años. Venía de Nueva York, donde acababa de decidir enfrentarme a mi destino: lo había dejado todo, había renunciado a mi plaza de profesor de Literatura, había reunido todos mis ahorros y había decidido probar suerte como escritor: aislarme en Nueva Inglaterra y escribir allí la novela con la que soñaba.
Pensé primero en alquilar una casa en Maine, pero un agente inmobiliario de Boston me convenció para hacerlo en Aurora. Me había hablado de una casa de ensueño que se correspondía exactamente con lo que yo buscaba: era Goose Cove. En el mismo instante en que llegué a esa casa, me enamoré de ella. Era el lugar que necesitaba: un retiro tranquilo y salvaje, sin que tampoco estuviese completamente aislado, porque estaba a pocas millas de Aurora. La ciudad también me gustaba mucho. La vida allí parecía suave, la tasa de criminalidad era inexistente, era un lugar de postal. Goose Cove estaba muy por encima de mis posibilidades, pero la agencia de alquiler aceptó que lo pagara en dos partes e hice mis cálculos: si no gastaba mucho dinero, podría reunir los dos pagos. Y además tenía un presentimiento: el de la elección acertada. No me equivoqué, porque aquella decisión cambió mi vida: el libro que escribí ese verano me convertiría en un hombre rico y famoso.
Creo que lo que me gustaba tanto de Aurora era el estatuto particular que se me adjudicó inmediatamente: en Nueva York era un profesor de instituto que se las daba de escritor anónimo, pero en Aurora era Harry Quebert, un escritor que había venido de Nueva York para escribir su siguiente novela. Recuerde, Marcus, esa historia del Formidable, de cuando estaba en el instituto y se limitó a moldear su relación con los demás para brillar: pues es exactamente lo que me pasó al llegar aquí. Yo era un joven seguro de mí mismo, atractivo, atlético y culto, que residía además en la magnífica propiedad de Goose Cove. Los habitantes de la ciudad, a pesar de que no conocían mi nombre, juzgaban mi éxito por mi actitud y la casa que ocupaba. No necesité más para que imaginaran que yo era una gran estrella: y de la noche a la mañana me convertí en alguien. El escritor respetado que no podía ser en Nueva York lo era en Aurora. Doné a la biblioteca municipal algunos ejemplares de mi primer libro que había traído conmigo y, para mi sorpresa, ese miserable montón de folios despreciado por Nueva York entusiasmó aquí en Aurora. Fue en 1975, en una minúscula ciudad de New Hampshire que buscaba una razón para existir, mucho antes de Internet y toda esa tecnología, y encontró en mí la estrella local con la que siempre había soñado.
*
Eran aproximadamente las once de la noche cuando volví a Goose Cove. Al enfilar el pequeño sendero de grava que llevaba a la casa vi aparecer, a la luz de mis faros, una silueta enmascarada que se dio a la fuga por el bosque. Frené bruscamente y salté fuera del coche gritando, disponiéndome a perseguir al intruso. Pero en ese momento mi mirada se desvió, atraída por un intenso resplandor: algo estaba ardiendo cerca de la casa. Corrí a ver lo que pasaba: era el Corvette de Harry lo que ardía. Las llamas eran ya inmensas, y una espesa columna de humo se levantaba hacia el cielo. Grité pidiendo ayuda, pero no había nadie, sólo bosque a mi alrededor. Los cristales del Corvette explotaron por efecto del calor, el techo empezó a fundirse y las llamas crecieron, alcanzando las paredes del garaje. No podía hacer nada. Todo iba a arder.