Existe, en el camino de Montburry, un pequeño lago conocido en toda la región y que, durante los calurosos días de verano, es invadido por familias y campamentos infantiles. El lugar es tomado al asalto desde por la mañana: las praderas se cubren de toallas de playa y de sombrillas bajo las que se parapetan los padres mientras sus hijos chapotean ruidosamente en un agua verdosa y calentorra, espumosa en los lugares donde la corriente acumula los desechos de los domingueros. El ayuntamiento de Montburry hizo un esfuerzo por acondicionar la orilla del lago después de que hace dos años un niño pisara una jeringuilla usada. Se colocaron mesas de merendero y barbacoas para evitar la multiplicación de hogueras salvajes que daban al prado un aspecto de paisaje lunar, el número de papeleras aumentó considerablemente, se instalaron servicios prefabricados y el aparcamiento, que linda con el borde del lago, acaba de ser ampliado y asfaltado. Además, de junio a agosto un equipo de mantenimiento procede diariamente a limpiar las praderas de residuos, preservativos y excrementos caninos.
El día que me acerqué al lago para documentar mi libro, unos niños habían atrapado una rana —quizás el último ser vivo en esa masa de agua— e intentaban desmembrarla tirando simultáneamente de sus dos patas traseras.
Erne Pinkas dice que ese lago ilustra bien la decadencia que afecta a Estados Unidos y al mundo en general. Hace treinta y tres años, al lago no iba casi nadie. Era de difícil acceso: había que dejar el coche en el borde de la carretera, atravesar una parte del bosque y caminar media milla larga a través de las altas hierbas y los rosales salvajes. Pero el esfuerzo valía la pena: el lago era magnífico, estaba cubierto de nenúfares rosas y bordeado por inmensos sauces llorones. A través del agua transparente, se podía ver el reflejo de los bancos de percas doradas que las garzas grises pescaban apostándose en los juncos. En uno de los costados, había incluso una playita de arena gris.
Fue al borde de ese lago donde Harry acudió para esconderse de Nola. Allí se encontraba el sábado 5 de julio cuando ella dejó su primera carta en la puerta de su casa.
*
Sábado 5 de julio de 1975
Era casi mediodía cuando llegó al lago. Erne Pinkas ya estaba allí, tumbado en la orilla.
—Así que al final ha venido —dijo divertido Pinkas al verle—. Se me hace raro verle en otro sitio que no sea el Clark’s.
Harry sonrió.
—Me ha hablado tanto de este lago que no podía dejar de venir.
—Es bonito, ¿eh?
—Fantástico.
—Esto es Nueva Inglaterra, Harry. Es un paraíso protegido y por eso me gusta. El resto del país se dedica a construir y asfaltar. Pero aquí es diferente: puedo asegurarle que, dentro de treinta años, este sitio permanecerá intacto.
Después de refrescarse en el agua, fueron a secarse al sol y hablaron de literatura.
—A propósito de libros —preguntó Pinkas—, ¿qué tal avanza el suyo?
—Uf —se limitó a responder Harry.
—No ponga esa cara, estoy seguro de que es bueno.
—No, creo que es muy malo.
—Déjeme leerlo, le daré una opinión objetiva, se lo prometo. ¿Qué es lo que no le gusta?
—Todo. No estoy inspirado. No sé cómo empezar. Creo que ni siquiera sé de lo que hablo.
—¿Qué tipo de historia es?
—Una historia de amor.
—Ah, el amor… —suspiró Pinkas—. ¿Está usted enamorado?
—Sí.
—Es un buen principio. Dígame, Harry, ¿no echa mucho de menos la gran vida?
—No. Estoy bien aquí. Necesito calma.
—Pero ¿a qué se dedica exactamente en Nueva York?
—Soy… soy escritor.
Pinkas dudó antes de contradecirle.
—Harry… No se lo tome a mal, pero he hablado con uno de mis amigos que vive en Nueva York…
—¿Y?
—Dice que nunca ha oído hablar de usted.
—No todo el mundo me conoce… ¿Sabe usted cuántas personas viven en Nueva York?
Pinkas sonrió para mostrar que no tenía mala intención.
—Me parece que no le conoce nadie, Harry. Me he puesto en contacto con la editorial que publicó su libro… Quería pedir más ejemplares… No conocía ese sello, pensaba que era yo el ignorante… Hasta que descubrí que se trata de una imprenta de Brooklyn… Les he llamado, Harry… Pagó usted a una imprenta para que imprimiese su libro…
Harry bajó la cabeza, muy avergonzado.
—Así que lo sabe todo —murmuró.
—¿Todo de qué?
—Que soy un impostor.
Pinkas puso una mano amistosa sobre su hombro.
—¿Un impostor? ¡Vamos, no diga tonterías! He leído su libro ¡y me ha encantado! Por eso quería pedir más. ¡Es una novela magnífica, Harry! ¿Cree que es necesario ser un escritor famoso para ser un buen escritor? Tiene usted muchísimo talento, y estoy seguro de que pronto se lo reconocerán. Quién sabe: quizás el libro que está escribiendo aquí sea una obra maestra.
—¿Y si no lo consigo?
—Lo conseguirá. Lo sé.
—Gracias, Ernie.
—No me lo agradezca, es la verdad. Y no se preocupe, no diré nada a nadie. Todo quedará entre nosotros.
*
Domingo 6 de julio de 1975
A las tres de la tarde en punto, Tamara Quinn colocó a su marido, vestido con traje, bajo el porche de su casa con una copa de champán en la mano y un puro en la boca.
—Sobre todo, no te muevas —le ordenó.
—Es que me pica la camisa, Bichito.
—¡Cállate, Bobbo! Esa camisa ha costado muy cara, lo caro no pica.
Bichito había comprado camisas nuevas en una tienda muy de moda en Concord.
—¿Por qué no me puedo poner mis otras camisas? —preguntó Bobbo.
—Ya te lo he dicho: ¡no quiero que enseñes tus asquerosos harapos cuando nos visita un gran escritor!
—Y además, no me gusta el puro…
—¡Es del otro lado, tontaina! Lo has mordido del revés. ¿No ves que la vitola indica cuál es la embocadura?
—Creí que era un tapón.
—¿No sabes nada de estilidad?
—¿Estilidad?
—Las cosas con estilo.
—No sabía que se decía estilidad.
—Porque no sabes nada, mi pobre Bobbo. Harry va a llegar dentro de quince minutos: trata de mostrarte digno. E intenta impresionarle.
—Pero ¿cómo?
—Fúmate el puro con aire pensativo. Como un gran empresario. Y cuando te hable, adopta un aire superior.
—¿Cómo se hace para tener un aire superior?
—Excelente pregunta: como eres tonto y no sabes nada de nada, tendrás que disimular. Hay que responder a las preguntas con otras preguntas. Si te pregunta: «¿Estaba usted a favor o en contra de la guerra de Vietnam?», tú respondes: «Si me hace usted esa pregunta, es que debe de tener una opinión precisa sobre el asunto». Y entonces, ¡paf! ¡Le sirves champán! A eso se le llama «cambiar de tema».
—Sí, Bichito.
—Y no me decepciones.
—Sí, Bichito.
Tamara entró en casa y Robert fue a sentarse en un sofá de mimbre, disgustado. Odiaba a ese Harry Quebert, que a lo mejor era el rey de los escritores, pero que sobre todo era el rey de los cursis. Y odiaba ver a su mujer realizando su danza nupcial frente a él. Si no protestaba era porque Tamara le había prometido que esa noche podría convertirse en su Bobbo Gorrinito y que incluso podría dormir en su habitación. El señor y la señora Quinn dormían en cuartos separados. Por lo general, ella aceptaba un coito cada tres o cuatro meses, en su mayoría tras largas súplicas, pero hacía mucho tiempo que no le había dejado pasar la noche con ella.
En casa, en el piso de arriba, Jenny estaba lista: llevaba un gran vestido de fiesta, amplio, con hombreras abombadas, bisutería falsa, demasiado carmín en los labios y varios anillos en cada mano. Tamara arregló el vestido de su hija y sonrió.
—Estás magnífica, querida. Quebert se va a volver loco cuando te vea.
—Gracias, mamá, pero ¿no es demasiado?
—¿Demasiado? No, estás perfecta.
—¡Pero si sólo vamos al cine!
—¿Y después? ¿Y si te lleva a un buen sitio a cenar? ¿Lo has pensado?
—No hay buenos restaurantes en Aurora.
—Por eso quizás Harry haya reservado una mesa en un lujoso restaurante de Concord para su prometida.
—Mamá, todavía no estamos prometidos.
—Ya caerá, querida, estoy segura. ¿Os habéis besado ya?
—Todavía no.
—En todo caso, si empieza a toquetearte, por amor de Dios, ¡déjate!
—Sí, mamá.
—¡Qué idea tan encantadora la de invitarte al cine!
—De hecho, fue idea mía. Me armé de valor, le llamé por teléfono y le dije: «Querido Harry, ¡trabajas demasiado! Vamos al cine esta tarde».
—Y aceptó…
—¡Inmediatamente! ¡Sin dudarlo un segundo!
—¿Ves? Como si hubiera sido idea suya.
—Siempre tengo miedo de molestarle mientras escribe… Porque está escribiendo cosas sobre mí. Lo sé, he visto algo. Decía que sólo iba al Clark’s para verme.
—¡Ay, querida! Es tan excitante…
Tamara cogió un bote de maquillaje y comenzó a untar la cara de su hija mientras fantaseaba. Estaba escribiendo un libro para ella: pronto, en Nueva York, todo el mundo hablaría del Clark’s y de Jenny. Seguro que también harían una película. ¡Qué maravillosa perspectiva! Quebert era la respuesta a todas sus plegarias: qué bien habían hecho siendo buenos cristianos, esta era su recompensa. Sus pensamientos se sucedían a toda velocidad: había que organizar sin falta una garden-party el próximo domingo para oficializar el asunto. El plazo era muy corto pero el tiempo apremiaba: el sábado de la semana siguiente se celebraría el baile de verano y toda la ciudad, boquiabierta y envidiosa, vería a su Jenny en brazos del gran escritor. Así que era necesario que sus amigas los viesen juntos antes del baile para que el rumor se extendiese por Aurora y, esa noche, fuesen la atracción de la velada. ¡Ay, qué felicidad! Su hija le había dado tantas preocupaciones: hubiese podido caer en brazos de un camionero de paso. O peor: de un socialista. O peor aún: ¡de un negro! Ese pensamiento le provocó un estremecimiento: su Jenny con un negro horrible. La angustia la invadió de repente: muchos grandes escritores eran judíos. ¿Y si Quebert era judío? ¡Qué horror! ¡Quizás hasta era un judío socialista! Lamentó que los judíos pudiesen tener la piel blanca porque eso los hacía invisibles. Al menos, los negros tenían la honestidad de ser negros, para que se los pudiese identificar claramente. Pero los judíos eran unos hipócritas. Notó pinchazos en el vientre y un nudo en el estómago. Desde el caso Rosenberg, tenía un miedo atroz hacia los judíos. Estaba comprobado que fueron los que entregaron la bomba atómica a los soviéticos. ¿Cómo saber si Quebert era judío? De pronto tuvo una idea. Miró su reloj: tenía el tiempo justo para ir al supermercado antes de que llegase. Así que se marchó corriendo.
A las tres y veinte de la tarde, un Chevrolet Monte Carlo negro aparcó delante de la casa de los Quinn. Robert Quinn se sorprendió al ver que era Harry Quebert el que salía de él: era un modelo de coche por el que sentía una especial atracción. Notó además que el Gran Escritor iba vestido de manera muy normal. A pesar de todo, le saludó con solemnidad y le invitó inmediatamente a beber algo lleno de estilidad, como le había indicado su mujer.
—¿Champán? —chilló.
—Esto…, a decir verdad, no me gusta mucho el champán —respondió Harry—. Quizás una cerveza, si tiene…
—¡Por supuesto! —dijo entusiasmado Robert, con repentina familiaridad.
Sabía de cervezas. Hasta tenía un libro sobre todas las cervezas que se fabricaban en América. Se apresuró a ir a buscar dos al frigorífico y anunció de paso a las chicas del piso de arriba que el no-tan-grande Harry Quebert había llegado. Sentados bajo la marquesina, las camisas remangadas, los dos hombres brindaban chocando sus botellines y hablando de coches.
—¿Por qué un Monte Carlo? —preguntó Robert—. Quiero decir que, en su situación, podía haber elegido cualquier modelo, y escoge usted el Monte Carlo…
—Es un modelo deportivo y a la vez práctico. Además, me gusta su línea.
—¡A mí también! ¡Estuve a dos dedos de sucumbir el año pasado!
—Debió hacerlo.
—Mi mujer no quería.
—Haber comprado primero el coche y pedido su opinión después.
Robert se echó a reír: este Quebert era de hecho alguien muy sencillo, afable y sobre todo muy simpático. En ese instante apareció Tamara y, en sus manos, lo que había ido a buscar al supermercado: una bandeja llena de beicon y de embutido. Y, a voz en grito, exclamó: «¡Buenas tardes, señor Quebert! ¡Bienvenido! ¿Quiere usted algo de picar?». Harry saludó y se sirvió un poco de jamón. Tamara sintió cómo la invadía una dulce sensación de alivio al ver a su invitado comer cerdo. Era el hombre perfecto: ni negro, ni judío.
Ya más tranquila, se dio cuenta de que Robert se había quitado la corbata y de que los dos hombres bebían cerveza a morro.
—Pero ¿qué pasa? ¿Y el champán? Y tú, Robert, ¿qué haces medio descamisado?
—¡Tengo calor! —se quejó Bobbo.
—Y yo prefiero la cerveza —explicó Harry.
Entonces llegó Jenny, demasiado arreglada pero deslumbrante con su vestido de noche.
En ese mismo instante, en el 245 de Terrace Avenue, el reverendo Kellergan encontró a su hija llorando en su habitación.
—¿Qué te pasa, cariño?
—Jo, papá, estoy tan triste…
—¿Por qué?
—Por culpa de mamá…
—No digas eso…
Nola estaba sentada en el suelo, con los ojos llenos de lágrimas. El reverendo sintió mucha pena por ella.
—¿Y si fuésemos al cine? —le propuso para consolarla—. ¡Tú, yo y un enorme paquete de palomitas! La sesión es a las cuatro, todavía estamos a tiempo.
—Mi Jenny es una chica muy especial —explicó Tamara mientras Robert, aprovechando que su mujer no miraba, se atiborraba a embutido—. Figúrese que con sólo diez años era la reina de todos los concursos de belleza de la región. ¿Te acuerdas, Jenny?
—Sí, mamá —suspiró Jenny, incómoda.
—¿Por qué no miramos los álbumes de fotos? —sugirió Robert con la boca llena, siguiendo el guión que le había obligado a memorizar su mujer.
—¡Oh, sí! —se entusiasmó Tamara—. ¡Los álbumes!
Se apresuró a ir a buscar una pila de álbumes que retrataban los veinticuatro primeros años de existencia de Jenny. Y, mientras pasaba las páginas, exclamaba: «Pero ¿quién es esta chiquilla maravillosa?». Y ella y Robert respondían a coro: «¡Es Jenny!».
Después de las fotos, Tamara ordenó a su marido que llenase las copas de champán, y luego se decidió a hablar de la garden-party que pretendía organizar el domingo siguiente.
—Si está usted libre, venga a comer el domingo que viene, señor Quebert.
—Por supuesto —respondió.
—No se preocupe, no será nada del otro mundo. Quiero decir, sé que ha venido para alejarse de toda esa agitación mundana de Nueva York. Será una simple comida campestre entre buena gente.
Diez minutos antes de las cuatro de la tarde, Nola y su padre entraban en el cine cuando el Chevrolet Monte Carlo negro aparcó delante.
—Ve a coger sitio —sugirió David Kellergan a su hija—, yo me ocupo de las palomitas.
Nola penetró en la sala en el mismo instante en que Harry y Jenny entraban en el cine.
—Ve a coger sitio —sugirió Jenny a Harry—, yo voy un momento al servicio.
Harry entró en la sala y, entre el barullo de los espectadores, se dio de narices con Nola.
Cuando él la vio, sintió que su corazón iba a estallar. La echaba tanto de menos.
Cuando ella le vio, sintió que su corazón iba a estallar. Tenía que hablarle: si estaba con esa Jenny, tenía que decírselo. Necesitaba oírselo decir.
—Harry —dijo—, yo…
—Nola…
En aquel instante, surgió Jenny entre el gentío. Al verla, Nola comprendió que había venido con Harry y huyó fuera de la sala.
—¿Va todo bien, Harry? —preguntó Jenny, que no había tenido tiempo de ver a Nola—. Te noto raro.
—Sí… Ahora… ahora vuelvo. Coge sitio. Voy a comprar palomitas.
—¡Palomitas! ¡Sí! Pídelas con mucha mantequilla.
Harry atravesó las puertas batientes de la sala: vio a Nola cruzar el vestíbulo principal y subir al entresuelo, cerrado al público. Subió las escaleras de cuatro en cuatro para atraparla.
El entresuelo estaba desierto; la alcanzó, la cogió de la mano y la acorraló contra la pared.
—¡Déjeme! —dijo ella—. ¡Déjeme o grito!
—¡Nola! Nola, no te enfades conmigo.
—¿Por qué me evita? ¿Por qué ya no viene al Clark’s?
—Lo siento…
—No le parezco guapa, ¿verdad? ¿Por qué no me ha dicho que se había prometido con Jenny Quinn?
—¿Cómo? Yo no estoy prometido. ¿Quién te ha dicho eso?
Nola dibujó una inmensa sonrisa de alivio.
—¿Usted y Jenny no están juntos?
—¡No! Ya te he dicho que no.
—Entonces ¿no le parezco fea?
—¿Fea? No, por Dios, Nola, eres preciosa.
—¿En serio? He estado tan triste… Pensaba que ya no quería saber nada de mí. Hasta me han entrado ganas de tirarme por la ventana.
—No digas esas cosas.
—Entonces, dígame otra vez que soy guapa.
—Me pareces una chica muy guapa. Siento que hayas estado triste por mi culpa.
Ella volvió a sonreír. ¡Toda esta historia no era más que un malentendido! Él la quería. ¡Se querían! Murmuró:
—Callémonos y estrécheme en sus brazos… Me parece tan inteligente, tan apuesto, tan elegante.
—No puedo, Nola…
—¿Por qué? Si de verdad le gusto, ¡no me rechace!
—Me encantas. Pero eres una niña.
—¡No soy una niña!
—Nola… Lo nuestro es imposible.
—¿Por qué es tan malo conmigo? ¡Ya no puedo ni hablarle!
—Nola, yo…
—Déjeme. Déjeme y cállese. Cállese o diré a todos que es un pervertido. ¡Váyase con su novia! Fue ella la que me dijo que estaban juntos. ¡Lo sé todo! ¡Lo sé todo y le odio, Harry! ¡Váyase! ¡Váyase!
Le empujó, bajó corriendo las escaleras y huyó fuera del cine. Harry, destrozado, volvió a la sala. Al empujar la puerta se dio de bruces con el padre Kellergan.
—Buenas tardes, Harry.
—¡Reverendo!
—Estoy buscando a mi hija, ¿no la habrá visto? Le había encargado que cogiera sitio, pero parece haber desaparecido.
—Creo… creo que acaba de marcharse.
—¿Marcharse? ¡No puede ser! Si la película va a empezar.
Después del cine comieron una pizza en Montburry. De regreso a Aurora, Jenny resplandecía: había sido una velada maravillosa. Quería pasar todas sus veladas y toda su vida con ese hombre.
—Harry, no me dejes en casa todavía —suplicó—. Ha sido todo tan perfecto… Me gustaría prolongar un poco más esta noche. Podríamos ir a la playa.
—¿A la playa? ¿Por qué a la playa? —preguntó.
—¡Porque es tan romántico! Aparca cerca de Grand Beach, allí nunca hay nadie. Podemos tontear como los estudiantes, tumbados en el capó del coche. Mirar las estrellas y disfrutar de la noche. Por favor…
Harry quiso negarse, pero ella insistió. Entonces propuso el bosque en vez de la playa; la playa estaba reservada a Nola. Aparcó cerca de Side Creek Lane, y en cuanto apagó el motor, Jenny se lanzó sobre él para besarle en los labios. Le cogió la cabeza y le asfixió con su lengua sin pedirle permiso. Sus manos tocaban todo, lanzaba unos gemidos odiosos. En el estrecho habitáculo del coche, se montó sobre él: sintió sus pezones duros contra su torso. Era una mujer magnífica, se hubiese convertido en una esposa modelo, y ella no pedía más. Se hubiese casado con ella al día siguiente sin dudarlo: una mujer como Jenny era el sueño de muchos hombres. Pero en su corazón había ya cuatro letras que ocupaban todo el sitio: N-O-L-A.
—Harry —dijo Jenny—. Eres el hombre que siempre había esperado.
—Gracias.
—¿Eres feliz conmigo?
No respondió, y se limitó a rechazarla con dulzura.
—Deberíamos volver, Jenny. No me había dado cuenta de que era tan tarde.
Arrancó el coche y se dirigió a Aurora.
Cuando la dejó ante su casa, no se dio cuenta de que Jenny estaba llorando. ¿Por qué había reaccionado así? ¿No la quería? ¿Por qué se sentía tan sola? No pedía gran cosa: ella no quería nada más que un hombre bueno, que la amase y la protegiese, que le regalase flores de vez en cuando y la llevara a cenar. Aunque fueran perritos calientes, si no tenían suficiente dinero. Sólo por el placer de salir juntos. En el fondo, qué importaba Hollywood si encontraba a alguien al que querer y que la quisiese a su vez. Desde la marquesina vio cómo se perdía en la noche el Chevrolet negro y rompió a llorar de nuevo. Se tapó la cara con las manos para que sus padres no la oyesen: sobre todo su madre, no quería dar explicaciones. Esperaría a que las luces se apagasen arriba para entrar en casa. De pronto, oyó el ruido de un motor y levantó la cabeza, con la esperanza de que fuera Harry, que volvía para estrecharla en sus brazos y consolarla. Pero no era más que un coche de policía que acababa de detenerse frente a su casa. Reconoció a Travis Dawn, que estaba haciendo su patrulla nocturna.
—¿Jenny? ¿Va todo bien? —preguntó a través de la ventanilla abierta del coche.
Jenny se encogió de hombros. Travis detuvo el motor y abrió la puerta. Antes de salir del vehículo, desplegó un trozo de papel cuidadosamente guardado en su bolsillo y lo releyó rápidamente:
YO: Hola, Jenny, ¿qué tal?
ELLA: ¡Hola, Travis! ¿Cómo te va?
YO: Pasaba por aquí por casualidad. Estás magnífica. Estás estupenda. Te veo muy bien. Me preguntaba si ya tenías pareja para el baile de verano. Estaba pensando que podríamos ir juntos.
—IMPROVISAR—
Invitarla a dar un paseo y/o tomar un batido.
Se unió a ella bajo la marquesina y se sentó a su lado.
—¿Qué pasa? —dijo preocupado.
—Nada —dijo Jenny secándose los ojos.
—Algo será, porque estás llorando.
—Alguien me ha hecho daño.
—¿Cómo? ¿Quién? ¡Dímelo! Puedes contármelo… Le partiré la cara, ¡ya verás!
Ella sonrió con tristeza y apoyó la cabeza en su hombro.
—No tiene importancia. Pero gracias, Travis, eres un tío genial. Me alegro de que estés aquí.
Él se atrevió a pasar un brazo reconfortante sobre sus hombros.
—¿Sabes? —siguió Jenny—, he recibido una carta de Emily Cunningham, la que estaba con nosotros en el instituto. Ahora vive en Nueva York. Ha encontrado un buen trabajo y está embarazada de su primer hijo. A veces me doy cuenta de que todo el mundo se ha marchado de aquí. Todos excepto yo. Y tú. En el fondo, ¿por qué nos hemos quedado en Aurora, Travis?
—No sé. Eso depende…
—¿Tú, por ejemplo, por qué te has quedado?
—Quería estar cerca de alguien que me gusta.
—¿Quién? ¿La conozco?
—Pues, precisamente. ¿Sabes, Jenny?, quería… quería preguntarte… Bueno, si tú… Es decir…
Estrujó la nota en su bolsillo e intentó permanecer en calma: tenía que proponerle que fueran juntos al baile. Era fácil. Pero en ese instante la puerta de la casa se abrió estrepitosamente. Era Tamara, en bata y con los rulos puestos.
—¿Jenny? Cariño, ¿qué estás haciendo fuera? Ya me parecía haber oído voces… Anda, pero si es el bueno de Travis. ¿Cómo estás, muchacho?
—Buenas noches, señora Quinn.
—Jenny, me vienes de perlas. Entra a ayudarme, ¿quieres? Tengo que quitarme estas cosas de la cabeza y tu padre es incapaz. Parece que el Buen Señor le puso pies en los brazos, en lugar de manos.
Jenny se levantó y despidió a Travis con la mano; desapareció en la casa y Travis permaneció un buen rato sentado solo bajo la marquesina.
A las doce en punto de esa misma noche, Nola saltó por la ventana de su habitación y huyó de su casa para ir a ver a Harry. Tenía que averiguar la razón por la que no quería saber nada de ella. ¿Por qué no había respondido siquiera a su carta? ¿Por qué no le escribía? Tardó media hora larga en llegar caminando a Goose Cove. Vio luz en la terraza: Harry estaba sentado ante su gran mesa de madera, mirando al océano. Se sobresaltó cuando Nola le llamó por su nombre.
—¡Santo Dios, Nola! ¡Qué susto me has dado!
—¿Así que eso es lo que le inspiro? ¿Miedo?
—Sabes que no es verdad… ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella se echó a llorar.
—No lo sé… Le quiero tanto. Nunca había sentido nada igual…
—¿Te has fugado de casa?
—Sí. Le quiero, Harry. ¿Me oye? Le quiero como nunca he querido a nadie y como nunca volveré a querer.
—No digas eso, Nola…
—¿Por qué?
Harry tenía un nudo en el estómago. Ante él, la hoja que escondía era el primer capítulo de su novela. Por fin había conseguido empezarla. Era un libro sobre ella. Le estaba escribiendo una novela. La quería tanto que estaba escribiendo un libro para ella. Pero no se atrevió a decírselo. Le asustaba demasiado lo que podía llegar a pasar si se amaban.
—No puedo quererte —dijo con tono falsamente despreocupado.
Ella dejó que sus lágrimas corriesen por sus mejillas:
—¡Está mintiendo! ¡Es usted una mala persona, está mintiendo! Entonces ¿qué fue lo de Rockland? ¿Qué fue todo aquello?
Harry se esforzó en parecer malvado.
—Fue un error.
—¡No! ¡No! ¡Yo pensaba que lo nuestro era algo especial! ¿Es por Jenny? Está enamorado de ella, ¿verdad? ¿Qué tiene ella que no tenga yo? ¿Eh?
Y Harry, incapaz de pronunciar palabra alguna, miró a Nola, que lloraba y huía a toda velocidad a través de la noche.
*
«Fue una noche atroz —me contó Harry en la sala de visitas de la prisión estatal—. Lo nuestro era muy fuerte. Muy fuerte, ¿comprende? Era una locura. ¡Amores así sólo ocurren una vez en la vida! Todavía puedo verla marcharse corriendo, aquella noche, por la playa. Y yo preguntándome qué debía hacer: ¿debía correr tras ella? ¿O quedarme clavado en casa? ¿Debía tener el valor de abandonar esa ciudad? Pasé los días siguientes en el lago de Montburry, sólo por no estar en Goose Cove, para que no viniese a verme. En cuanto a mi libro, la razón de mi llegada a Aurora, por el que había sacrificado mis ahorros, no avanzaba. Peor. Después de haber escrito las primeras páginas, estaba otra vez bloqueado. Era un libro sobre Nola, pero ¿cómo escribir sin ella? ¿Cómo escribir una historia de amor destinada al fracaso? Permanecía horas y horas delante de los folios, horas para escribir algunas palabras, tres líneas. Tres malas líneas, banalidades insípidas. Ese lamentable estado en el que uno se pone a odiar cualquier libro y cualquier cosa que escriba porque todo lo demás parece mejor, hasta el punto de que incluso la carta de cualquier restaurante le resulta de un talento desmesurado, T-bone steak: 8 dólares, qué maestría, ¡qué originalidad! Un horror, Marcus: me sentía infeliz y, por mi culpa, Nola también lo era. Durante casi toda una semana, la evité todo lo que me fue posible. Sin embargo, volvió varias veces a Goose Cove, por la noche. Llegaba con flores silvestres que había recogido para mí. Llamaba a la puerta, suplicando: «Harry, Harry, cariño, le necesito. Déjeme entrar, por favor. Déjeme al menos hablar con usted». Yo me hacía el muerto. La escuchaba derrumbarse contra la puerta y volver a llamar, lloriqueando. Y yo me quedaba al otro lado, sin moverme. Esperando. A veces se quedaba más de una hora. Después oía cómo dejaba sus flores en la puerta y se iba: yo corría hasta la ventana de la cocina para ver cómo se alejaba por el camino de grava. La quería tanto que sentía ganas de arrancarme el corazón. Pero tenía quince años. ¡Había enloquecido de amor por una chica de quince años! Salía a recoger las flores y, al igual que hacía con los demás ramos que me había traído, las metía en un jarrón, en el salón. Y me pasaba horas contemplándolas. Me sentía tan solo, y tan triste. Entonces, el domingo siguiente, 13 de julio de 1975, sucedió algo terrible».
*
Domingo 13 de julio de 1975
Un nutrido grupo de curiosos se agolpaba delante del 245 de Terrace Avenue. La noticia había corrido como la pólvora. Había surgido del jefe Pratt, o más bien de su mujer, Amy, después de que su marido hubiese tenido que marcharse con urgencia a casa de los Kellergan. Amy Pratt había avisado inmediatamente a su vecina, que había llamado por teléfono a una amiga, que a su vez se lo había dicho a su hermana, cuyos niños, a lomos de sus bicicletas, habían ido a llamar a las puertas de sus camaradas: había pasado algo grave. Delante de la casa de los Kellergan había dos coches de policía y una ambulancia; el agente Travis Dawn contenía a los curiosos en la acera. Desde el garaje, se escuchaba la música a todo volumen.
Fue Erne Pinkas quien avisó a Harry al filo de las diez de la mañana. Golpeó la puerta y comprendió que le había despertado al verle en bata y con el pelo revuelto.
—He venido porque sé que nadie le iba a avisar —dijo.
—¿Avisarme de qué?
—De Nola.
—¿Qué pasa con Nola?
—Ha intentado quitarse de en medio. Ha intentado suicidarse.