Sucedió el jueves 12 de junio de 2008. Había pasado la mañana en casa, leyendo en el salón. Fuera hacía calor, pero llovía: hacía tres días que sobre Nueva York caía una bochornosa llovizna. Sería la una de la tarde cuando recibí una llamada de teléfono. Respondí, pero primero me pareció que no había nadie al otro lado. Después, escuché un sollozo ahogado.
—¿Diga? ¿Diga? ¿Quién es? —pregunté.
—Está… está muerta.
Su voz era apenas audible, pero la reconocí inmediatamente.
—¿Harry? Harry, ¿es usted?
—Está muerta, Marcus.
—¿Muerta? ¿Quién?
—Nola.
—¿Qué? Pero ¿cómo?
—Está muerta, y todo es culpa mía. Marcus… ¿Qué es lo que he hecho, Dios mío, qué es lo que he hecho?
Lloraba.
—Harry, ¿de qué me está usted hablando? ¿Qué está intentando decirme?
Colgó. Llamé inmediatamente a su casa, sin respuesta. Llamé a su móvil, sin éxito. Lo intenté varias veces, dejé varios mensajes en su contestador. Pero no volví a tener noticias. Estaba muy inquieto. Ignoraba en ese preciso instante que Harry me había llamado desde la comisaría central de la policía estatal, en Concord. No entendí nada de lo que estaba pasando hasta que, sobre las cuatro de la tarde, me llamó Douglas.
—Por Dios, Marc, ¿te has enterado? —gritó.
—¿Enterarme de qué?
—¡Enciende la televisión! ¡Se trata de Harry Quebert! ¡Es Quebert!
—¿Quebert? ¿Qué pasa con Quebert?
Puse inmediatamente las noticias. En la pantalla aparecieron, ante mi estupefacción, imágenes de la casa de Goose Cove y escuché al presentador decir: Es aquí, en su casa de Aurora, en New Hampshire, donde el escritor Harry Quebert ha sido detenido hoy después de que la policía desenterrara restos humanos en su propiedad. Según los primeros elementos de la investigación, podría tratarse del cuerpo de Nola Kellergan, una joven de la región que desapareció de su domicilio en agosto de 1975 cuando contaba quince años, sin que nunca se supiese más de ella… De pronto todo empezó a girar a mi alrededor; me dejé caer sobre el sofá, completamente aturdido. Ya no oía nada: ni la televisión, ni a Douglas, que seguía al teléfono y que bramaba: «¿Marcus? ¿Estás ahí? ¿Oye? ¿Mató a una chiquilla? ¿Ha matado a una chiquilla?». En mi cabeza se mezclaba todo, como en un mal sueño.
Así fue como me enteré, al mismo tiempo que todo un sorprendido país, de lo que se había producido horas antes: a primera hora de la mañana, una empresa de jardinería se había presentado en Goose Cove, a petición de Harry, para plantar macizos de hortensias en las cercanías de la casa. Al remover la tierra, los jardineros habían encontrado huesos humanos a un metro de profundidad y habían alertado inmediatamente a la policía. No tardaron mucho en desenterrar un esqueleto entero. Harry había sido detenido.
En la televisión las imágenes se sucedían deprisa. Alternaban las conexiones en directo con Aurora, en el escenario del crimen, y Concord, la capital de New Hampshire, sesenta millas al noroeste, donde Harry permanecía detenido en la sede de la brigada criminal de la policía estatal. Varios equipos de periodistas se habían presentado en el lugar y seguían de cerca la investigación. Al parecer, un indicio encontrado junto al cuerpo permitía pensar que muy probablemente se trataba de los restos de Nola Kellergan; un responsable de la policía había indicado ya que, si bien esa información debería ser confirmada, eso señalaría también a Harry Quebert como sospechoso del asesinato de una tal Deborah Cooper, la última persona que había visto con vida a Nola el 30 de agosto de 1975, que había sido encontrada muerta ese mismo día, tras haber llamado a la policía. Era una auténtica locura. Los rumores crecían de forma exponencial, la información atravesaba el país en tiempo real, gracias a la televisión, la radio, Internet y las redes sociales: Harry Quebert, sesenta y siete años, uno de los grandes autores de la segunda mitad del siglo, era un sórdido asesino de niñas.
Necesité mucho tiempo para darme cuenta de lo que estaba pasando: quizás varias horas. A las ocho de la tarde, cuando Douglas, inquieto, se presentó en mi casa para asegurarse de que había encajado el golpe, todavía estaba convencido de que se trataba de un error. Le dije:
—No me lo explico, ¡cómo pueden acusarle de dos asesinatos cuando ni siquiera están seguros de que se trata del cuerpo de esa Nola!
—Lo que está claro es que había un cadáver enterrado en su jardín.
—Pero ¿por qué entonces habría ordenado cavar en el sitio donde estaba enterrado un cuerpo? ¡No tiene ningún sentido! Tengo que ir.
—¿Tienes que ir adónde?
—A New Hampshire. Tengo que ir a defender a Harry.
Douglas respondió con ese sentido común tan campesino que caracteriza a los nativos del Medio Oeste.
—Ni se te ocurra, Marc. No vayas. No vayas a mezclarte en esa mierda.
—Harry me llamó por teléfono…
—¿Harry? ¿Hoy?
—Sobre la una de esta tarde. Imagino que era la llamada a la que tenía derecho. ¡Tengo que ir a apoyarle! Es muy importante.
—¿Importante? Lo que importa más es tu segundo libro. Espero que no te hayas estado quedando conmigo y que tengas preparado un manuscrito para finales de mes. Barnaski está a punto de perder la paciencia. ¿Es que no te das cuenta de lo que le va a pasar a Harry? No te metas en ese lío, Marc, ¡eres demasiado joven! No dinamites tu carrera.
No respondí. En la televisión, el ayudante del fiscal del Estado acababa de presentarse ante un grupo de periodistas. Enumeró los cargos que pesaban sobre Harry: secuestro en primer grado y doble asesinato en primer grado. Se le acusaba oficialmente de haber matado a Deborah Cooper y a Nola Kellergan. Y por la suma de los cargos del secuestro y los asesinatos podía ser condenado a muerte.
La caída de Harry no había hecho más que empezar. Las imágenes de la audiencia preliminar que tuvo lugar al día siguiente dieron la vuelta al país. Rodeado por decenas de cámaras de televisión y de fotógrafos, se le vio entrar en la sala del tribunal, esposado y escoltado por la policía. Tenía un aspecto muy desmejorado: el rostro sombrío, sin afeitar, el pelo revuelto, la camisa desabotonada, los ojos hinchados. Benjamin Roth, su abogado, estaba a su lado. Roth era un reputado letrado de Concord, había aconsejado a menudo a Harry en el pasado y yo le conocía un poco por habérmelo cruzado alguna vez en Goose Cove.
El milagro de la televisión permitió a todos los Estados Unidos seguir en directo esa audiencia en la que Harry se declaró no culpable de los crímenes de los que se le acusaban, y en la que el juez ordenó su detención provisional en la prisión estatal de New Hampshire. No era más que el principio de la tormenta: en aquel instante, yo tenía todavía la ingenua esperanza de una solución rápida, pero una hora después de la audiencia recibí una llamada de Benjamin Roth.
—Harry me ha dado su número —me dijo—. Insistió en que le llamase, quiere decirle que es inocente y que no ha matado a nadie.
—¡Ya sé que es inocente! —respondí—. Estoy convencido de ello. ¿Cómo está?
—Mal, como puede imaginar. La policía le ha presionado. Ha confesado que mantenía una relación con Nola el verano de su desaparición.
—Ya estaba al corriente de lo de Nola. Pero ¿y lo demás?
Roth dudó un segundo antes de responder:
—Lo niega. Pero…
Se interrumpió.
—Pero ¿qué? —pregunté, inquieto.
—Marcus, no quiero ocultarle que va a ser difícil. Tienen cosas contundentes.
—¿Qué entiende usted por contundente? ¡Dígamelo, por Dios! ¡Necesito saberlo!
—Esto debe quedar entre nosotros. Nadie debe enterarse.
—No diré nada. Puede confiar en mí.
—Junto a los restos de la chiquilla, la policía ha encontrado el manuscrito de Los orígenes del mal.
—¿Cómo?
—Lo que le digo: el manuscrito de ese maldito libro estaba enterrado junto a ella. Harry está metido en un buen lío.
—¿Ha dado alguna explicación?
—Sí. Ha dicho que escribió ese libro para ella. Que estaba siempre metida en su casa, en Goose Cove, y que a veces se llevaba sus hojas para leerlas. Dice que días antes de que desapareciera se había llevado el manuscrito.
—¿Cómo? —exclamé—. ¿Había escrito ese libro para ella?
—Sí. Esto es algo que no debe trascender bajo ningún concepto. Supongo que se imaginará el escándalo si los periodistas se enteran de que uno de los libros más vendidos de los últimos cincuenta años en Estados Unidos no es el simple relato de una historia de amor, como todo el mundo imagina, sino el fruto de una relación amorosa ilegal entre un tipo de treinta y cuatro años y una chica de quince…
—¿Cree que podrá sacarle bajo fianza?
—¿Bajo fianza? Me parece que no ha entendido la gravedad de la situación, Marcus: no hay libertad bajo fianza cuando se está hablando de un crimen capital. Harry se enfrenta a la inyección letal. De aquí a unos diez días será presentado ante un Gran Jurado que decidirá si se confirman los cargos y, por tanto, si se le juzgará. No suele ser más que una formalidad, no hay duda de que habrá un juicio. Dentro de unos seis meses, quizás un año.
—¿Y mientras tanto?
—Deberá permanecer en prisión.
—Pero ¿y si es inocente?
—Es la ley. Se lo repito, la situación es muy grave. Está acusado de haber asesinado a dos personas.
Me hundí en el sofá. Tenía que hablar con Harry.
—¡Dígale que me llame! —insistí a Roth—. Es muy importante.
—Le pasaré el mensaje…
—¡Dígale que debo hablar con él sin falta, y que espero su llamada!
Inmediatamente después de haber colgado, saqué Los orígenes del mal de mi biblioteca. En la primera página estaba la dedicatoria del Maestro:
A Marcus, mi alumno más brillante.
Con toda mi amistad,
H. L. Quebert, mayo de 1999
Me sumergí de nuevo en ese libro que no había vuelto a abrir desde hacía años. Era una historia de amor, contada a través de una mezcla de narración y cartas; la historia de un hombre y una mujer que se amaban sin tener derecho a ello. Así que había escrito ese libro para esa misteriosa chica de la que yo todavía no sabía nada. Cuando, de madrugada, terminé de releerlo, me detuve un tiempo en el título. Y por primera vez me pregunté sobre su significado: ¿por qué Los orígenes del mal? ¿De qué mal hablaba Harry?
*
En los siguientes tres días los análisis de ADN y las placas dentales confirmaron que los restos desenterrados en Goose Cove eran efectivamente los de Nola Kellergan. El examen del cráneo permitió establecer que se trataba de una niña de quince años, lo que indicaba que Nola había muerto justo después de su desaparición. Pero, sobre todo, una fractura en el parietal permitía afirmar con certeza, incluso más de treinta años después de los hechos, que la víctima había muerto de manera violenta por un golpe en la cabeza.
No tenía noticias de Harry. Había intentado ponerme en contacto con él a través de la policía estatal, la prisión o incluso Roth, pero sin éxito. Daba vueltas y vueltas en mi piso, torturado por miles de preguntas, me atormentaba su misteriosa llamada. Al terminar el fin de semana, no podía aguantar más, consideraba que no tenía más elección que ir a ver lo que pasaba en New Hampshire.
A primera hora del lunes 16 de junio de 2008, metí las maletas en mi Range Rover y abandoné Manhattan por la Franklin Roosevelt Drive, que serpentea junto al East River. Vi desfilar Nueva York: el Bronx, Harlem, antes de alcanzar la interestatal 95 en dirección norte. Sólo cuando estuve lo bastante metido en el Estado de Nueva York como para no dejarme convencer para que renunciase y volviese a mi casa como un buen chico, previne a mis padres de que estaba de camino a New Hampshire. Mi madre me dijo que estaba loco:
—Pero ¿en qué estás pensando, Markie? ¿Vas a ir a defender a ese criminal bárbaro?
—No es un criminal, mamá. Es un amigo.
—Pues bien, ¡tus amigos son unos criminales! Papá está a mi lado, dice que estás huyendo de Nueva York por culpa de los libros.
—No estoy huyendo.
—Entonces ¿estás huyendo por culpa de una mujer?
—Te he dicho que no estoy huyendo. Ahora mismo no tengo novia.
—¿Y cuándo tendrás novia? He vuelto a pensar en esa Natalia que nos presentaste el año pasado. Era una shikse estupenda. ¿Por qué no la vuelves a llamar?
—¡Pero si tú la odiabas!
—¿Y por qué ya no escribes más libros? Todo el mundo te adoraba cuando eras un gran escritor.
—Sigo siendo escritor.
—Vuelve a casa. Te haré unos buenos perritos y tarta de manzana caliente con una bola de helado de vainilla para que la fundas encima.
—Mamá, tengo treinta años, puedo hacerme perritos yo solo si tengo ganas.
—Figúrate que papá ya no puede comer perritos. Se lo ha dicho el médico —oí a mi padre gemir en segundo plano que podría comer alguno de vez en cuando y a mi madre repitiéndole: «Se acabaron los perritos y todas esas porquerías. ¡El médico ha dicho que lo taponan todo!»—. ¿Markie, cariño? Papá dice que deberías escribir un libro sobre Quebert. Eso relanzaría tu carrera. Ya que todo el mundo habla de Quebert, todo el mundo hablará de tu libro. ¿Por qué no vienes a cenar a casa, Markie? Ha pasado tanto tiempo. Ñam, ñam, deliciosa tarta de manzana.
Al atravesar Connecticut tuve la mala idea de cambiar mi disco de ópera por las noticias de la radio. Fue así como descubrí que había habido una filtración en la policía: los medios de comunicación habían sido informados del descubrimiento del manuscrito de Los orígenes del mal junto a los restos de Nola Kellergan, y que Harry había reconocido haberse inspirado en su relación para escribirlo. En una mañana, las noticias frescas habían tenido tiempo de recorrer el país. En la caseta de una estación de servicio donde llené el depósito, pasado New Haven, me encontré al empleado pegado a la pantalla del televisor, que repetía la información una y otra vez. Me planté a su lado, y cuando le pedí que subiese el sonido me preguntó, al ver mi aspecto asombrado:
—¿No s’había enterao? Hace horas que nadie habla de otra cosa. ¿Ande estaba? ¿En Marte?
—En mi coche.
—Ah. ¿Y no tie radio?
—Estaba escuchando ópera. La ópera me relaja.
Me miró fijamente durante un instante.
—Yo le conozco a usté, ¿no?
—No —respondí.
—Creo que le conozco…
—Tengo una cara muy vulgar.
—No, ya le he visto antes… Es un tío de la tele, ¿verdá? ¿Un actor?
—No.
—¿A qué se dedica usté?
—Soy escritor.
—¡Ah, sí, joé! Vendimos su libro aquí, el año pasao. M’acuerdo, tenía su jeta en la contraportada.
Recorrió las estanterías buscando el libro, que evidentemente ya no estaba allí. Al final, encontró uno en la trastienda y volvió al mostrador, triunfante:
—¡Aquí está, es usté! Mire, es su libro. Se llama Marcus Goldman, está escrito aquí.
—Si usted lo dice.
—¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo, señor Goldman?
—No mucho, a decir verdad.
—¿Y ande va usté así, si no le importa?
—A New Hampshire.
—Un sitio fetén. Sobre todo en verano. ¿Y a qué va? ¿A pescar?
—Sí.
—¿A pescar qué? Hay sitios de lubina negra alucinantes por allí.
—A pescar jaleos, creo. Voy a ver a un amigo que tiene problemas. Problemas graves.
—Bueno, ¡no serán problemas tan graves como los de Harry Quebert!
Se echó a reír y me estrechó calurosamente la mano porque «no se veía muy a menudo a famosos por aquí», después me ofreció un café para el camino.
La opinión pública estaba conmocionada: no sólo la presencia del manuscrito junto a los huesos de Nola incriminaba definitivamente a Harry, sino que la revelación de que su libro se había inspirado en una historia de amor con una chica de quince años suscitaba un profundo malestar. ¿Qué debían pensar ahora de ese libro? Con ese escándalo de fondo, los periodistas se dedicaban a interrogarse sobre las razones que habrían podido llevar a Harry a asesinar a Nola Kellergan. ¿Le había amenazado con hacer pública su relación? ¿Había querido acaso romper haciéndole perder la cabeza? No pude evitar seguir dando vueltas a esas preguntas durante todo el trayecto hasta New Hampshire. Intenté apagar la radio y poner ópera de nuevo para ver si mi mente dejaba de hacer cábalas, pero no había aria que no me hiciese pensar en Harry y, en cuanto pensaba en él, volvía a recordar a esa chiquilla que yacía bajo tierra desde hacía treinta años, al lado de esa casa donde yo consideraba haber pasado algunos de los años más hermosos de mi vida.
Tras cinco horas de trayecto, llegué a Goose Cove. Fui hasta allí sin pensármelo dos veces. ¿Por qué no fui directamente a Concord para ver a Harry y a Roth? El arcén de la federal 1 estaba lleno de furgonetas con antenas parabólicas en el techo, mientras en el cruce con el caminito de grava que conducía a la casa varios periodistas montaban guardia e iban intercalando sus intervenciones en directo para la televisión. En cuanto quise dar marcha atrás rodearon mi coche, bloqueándome el paso para ver quién llegaba. Uno de ellos me reconoció y exclamó: «¡Es ese escritor! ¡Es Marcus Goldman!». Aumentó la agitación, los objetivos de las cámaras de vídeo y de fotos se pegaron a mis ventanillas y empezaron a lanzarme todo tipo de preguntas: «¿Cree que Harry Quebert mató a esa chica?», «¿Sabía que había escrito Los orígenes del mal para ella?», «¿Debe dejar de venderse el libro?». No quería hacer ninguna declaración, así que dejé las ventanillas cerradas y ni siquiera me quité las gafas de sol. Los agentes de la policía de Aurora que custodiaban el lugar para canalizar el flujo de periodistas y curiosos consiguieron abrirme camino y pude desaparecer por el sendero, detrás de los arbustos. Lo último que alcancé a oír fue la voz de un periodista que chillaba: «Señor Goldman, ¿por qué ha venido a Aurora? ¿Qué hace en casa de Harry Quebert? Señor Goldman, ¿qué hace usted aquí?».
¿Por qué estaba allí? Por Harry. Porque era probablemente mi mejor amigo. Porque, por muy extraño que pudiera parecer —y sólo lo comprendí en aquel instante—, Harry era el amigo más preciado que tenía. Durante mis años de instituto y universidad, había sido incapaz de tejer relaciones estrechas con gente de mi edad, de esas que se conservan para siempre. En mi vida sólo tenía a Harry y, curiosamente, la cuestión no era saber si era culpable o no de lo que se le acusaba; la respuesta no cambiaba nada de la profunda amistad que le profesaba. Era un sentimiento extraño: creo que me hubiese gustado odiarle y escupirle a la cara, como deseaba todo el país. Hubiese sido más sencillo. Pero este asunto no afectaba en nada a lo que sentía por él. En el peor de los casos, me decía, es un hombre como cualquier otro, y los hombres tienen demonios. Todo el mundo tiene demonios. La cuestión es simplemente saber hasta qué punto esos demonios son tolerables.
Dejé el coche en el aparcamiento de grava, al lado del porche. Allí estaba su Corvette rojo, delante del cobertizo que le servía de garaje, como lo dejaba siempre. Como si el dueño estuviese en casa y todo fuese bien. Quise entrar, pero la casa estaba cerrada con llave. Era la primera vez, que yo recordara, que la puerta se me resistía. Di la vuelta. Ya no había ningún policía, pero el acceso a la parte posterior de la propiedad estaba precintado. Desde donde estaba se adivinaba el cráter que atestiguaba la intensidad del registro policial y, justo al lado, las matas de hortensias secándose, olvidadas.
Debí de permanecer cerca de una hora así, hasta que escuché un coche a mi espalda. Era Roth, que llegaba de Concord. Me había visto en la televisión y había salido inmediatamente. Sus primeras palabras fueron:
—Así que ha venido.
—Sí. ¿Por qué lo dice?
—Harry me dijo que vendría. Me dijo que era usted terco como una mula y que vendría a meter sus narices en el caso.
—Harry me conoce bien.
Roth rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un trozo de papel.
—De su parte —me dijo.
Desdoblé la hoja. Era una carta escrita a mano.
Mi querido Marcus:
Si lee usted estas líneas, es que ha venido a New Hampshire a obtener noticias de su viejo amigo.
Es usted un tipo valiente. Nunca lo he dudado. Le juro desde este mismo instante que soy inocente de los crímenes de los que se me acusa. Sin embargo, creo que voy a pasar un tiempo en prisión y tiene usted mejores cosas que hacer que ocuparse de mí. Ocúpese de su carrera, ocúpese de su novela, que debe entregar a finales de mes a su editor. Su carrera es más importante para mí. No pierda su tiempo conmigo.
Con cariño,
Harry
P. D.: Si por ventura a pesar de todo desea permanecer un tiempo en New Hampshire, o venir de vez en cuando por aquí, ya sabe que Goose Cove es su casa. Puede quedarse el tiempo que quiera. Sólo le pido un favor: dé de comer a las gaviotas. Ponga pan en la terraza. Dé de comer a las gaviotas, es importante.
—No le deje tirado —me dijo Roth—. Quebert le necesita.
Asentí con la cabeza.
—¿Cómo se presenta el caso?
—Mal. ¿No ha visto las noticias? Todo el mundo está al corriente de lo del libro. Es una catástrofe. Cuanto más sé, más me pregunto cómo voy a defenderle.
—¿Quién lo ha filtrado?
—Creo que ha sido directamente el despacho del fiscal. Quieren aumentar la presión sobre Harry aplastándole ante la opinión pública. Quieren una confesión completa, saben que, en un caso de hace treinta años, nada vale más que una confesión.
—¿Cuándo podré ir a verle?
—Mañana por la mañana. La prisión estatal se encuentra en las afueras de Concord. ¿Tiene dónde alojarse?
—Aquí, si es posible.
Hizo una mueca.
—Lo dudo —dijo—. La policía ha registrado la casa. Es el escenario de un crimen.
—¿El escenario del crimen no es el agujero? —pregunté.
Roth fue a inspeccionar la puerta de entrada, después dio un rápido rodeo a la casa antes de volver sonriendo.
—Sería usted un buen abogado, Goldman. La casa no está precintada.
—¿Eso quiere decir que puedo quedarme?
—Quiere decir que no está prohibido que se quede.
—No estoy seguro de haberlo entendido.
—Es lo maravilloso del derecho en Estados Unidos, Goldman: cuando no hay ley, se inventa. Y si alguien le busca las cosquillas, se presenta usted ante la Corte Suprema, que le da la razón y publica una sentencia con su nombre: Goldman contra el Estado de New Hampshire. ¿Sabe por qué tienen que leerle sus derechos cuando le arrestan en este país? Porque en los años sesenta, un tal Ernesto Miranda fue condenado por violación basándose en su propia confesión. Pues bien, figúrese que su abogado declaró que era injusto porque el bueno de Miranda no había ido mucho al colegio y no sabía que la Bill of Rights le autorizaba a no confesar nada. El abogado en cuestión montó todo un guirigay, apeló a la Corte Suprema y todo eso, ¡y resulta que el muy idiota va y gana! Confesión invalidada por la famosa sentencia Miranda contra el Estado de Arizona y, a partir de entonces, la obligación para todos los polis de soltar eso de: «Tiene derecho a permanecer en silencio y a llamar a un abogado, y si no puede pagarlo, tiene derecho a un abogado de oficio». En fin, que todo ese rollo idiota que se escucha siempre en el cine ¡se lo debemos al amigo Ernesto! Moraleja: la justicia en América, Goldman, es un trabajo en equipo, todo el mundo puede participar. Así que tome posesión de esta casa, nada se lo impide, y si la policía tiene la cara de venir a molestarle, le dice que hay un vacío jurídico, les menciona la Corte Suprema y les amenaza también con pedir daños y perjuicios. Eso siempre asusta. Aunque yo no tengo las llaves de la casa, claro.
Saqué un juego del bolsillo.
—Harry me las había confiado hacía tiempo —dije.
—Goldman, ¡es usted un mago! Pero, por Dios, no cruce las cintas policiales: tendríamos problemas.
—Se lo prometo. Por cierto, Benjamin, ¿qué se sacó del registro de la casa?
—Nada. La policía no encontró nada. Por esa razón la vivienda está libre de sospecha.
Roth se marchó y penetré en la inmensa casa desierta. Cerré la puerta a mi espalda y me metí directamente en el despacho, para buscar la famosa caja. Pero ya no estaba allí. ¿Qué habría hecho Harry con ella? Quería tenerla en mis manos por encima de todo y me puse a registrar las bibliotecas del despacho y del salón. En vano. Decidí entonces inspeccionar todas las habitaciones en busca del más mínimo elemento que pudiese ayudarme a comprender lo que había pasado allí en 1975. ¿Habría sido Nola Kellergan asesinada en alguna de esas habitaciones?
Encontré algunos álbumes de fotos que no había visto nunca o en los que no me había fijado. Abrí uno al azar, y dentro descubrí fotos de Harry y mías de la época universitaria. En el aula, en la sala de boxeo, en el campus, en ese diner donde quedábamos a menudo. Había incluso imágenes de la entrega de mi diploma. El siguiente álbum estaba lleno de recortes de prensa acerca de mí y de mi libro. Tenía algunos párrafos marcados en rojo o subrayados; en ese instante me di cuenta de que Harry había seguido mi carrera con mucha atención, conservando cuidadosamente todo lo que se relacionaba conmigo. Encontré hasta el recorte de un periódico de Montclair de hacía año y medio que informaba de la ceremonia organizada en mi honor en el instituto de Felton. ¿Cómo había conseguido ese artículo? Recordaba muy bien aquel día. Fue poco antes de la Navidad de 2006. Mi primera novela había alcanzado el millón de ejemplares vendidos y el director del instituto de Felton en el que había estudiado la secundaria, animado por la efervescencia de mi éxito, había decidido rendirme un homenaje que consideraba merecido.
Para ello se preparó un solemne acto en el vestíbulo principal del instituto, un sábado por la tarde, ante un grupo elegido de alumnos, antiguos alumnos y algunos periodistas locales. Toda aquella gente de postín se sentaba amontonada sobre sillas plegables frente a un gran telón. Detrás de él, como descubrimos después de un discurso triunfal del director, un armario de cristal con la inscripción En homenaje a Marcus P. Goldman, llamado «el Formidable», alumno de este instituto desde 1994 hasta 1998. Y dentro del armario, un ejemplar de mi novela, mis antiguos boletines de notas, algunas fotos, mi camiseta de jugador de lacrosse y la del equipo de marcha.
Sonreí mientras releía el artículo. Mi paso por el Felton High, pequeño y apacible centro al norte de Montclair lleno de adolescentes pánfilos, se había quedado grabado en su memoria hasta el punto de que mis compañeros y profesores me habían apodado «el Formidable». Pero ese día de diciembre de 2006, lo que todos ignoraban en el momento de aplaudir esa vitrina dedicada a mi gloria era que debía a una serie de malentendidos, primero fortuitos y después sabiamente orquestados, el haberme convertido en la estrella incontestable de Felton durante cuatro largos y hermosos años.
La epopeya del Formidable empezó a mi llegada al instituto, cuando tuve que elegir una disciplina deportiva para el curso. Tenía decidido que sería fútbol o baloncesto, pero el número de plazas de esos equipos era limitado y, desgraciadamente para mí, el día de la inscripción llegué con mucho retraso a la oficina de registro. «Ya he cerrado —me dijo la mujer gorda que se ocupaba de ella—. Vuelve el año que viene». «Por favor, señora —le había suplicado—, tengo que estar inscrito obligatoriamente en una disciplina deportiva, si no tendré que repetir curso». «¿Cómo te llamas? —había suspirado ella». «Goldman. Marcus Goldman, señora». «¿Qué deporte quieres?». «Fútbol, o baloncesto». «Los dos están completos. Sólo me quedan el equipo de danza acrobática o el de lacrosse».
Lacrosse o danza acrobática. Lo mismo que decir peste o cólera. Sabía que unirme al equipo de danza me convertiría en el hazmerreír de mis compañeros, así que elegí lacrosse. Pero hacía dos décadas que Felton no había tenido un buen equipo de lacrosse, hasta el punto de que ningún alumno quería formar parte de él. El de aquel año estaba, como no podía ser de otra manera, compuesto por alumnos incapaces para otras disciplinas, o que llegaban tarde el día de las inscripciones. Me integré, pues, en un equipo diezmado, poco emprendedor y torpe, pero que me llevaría a la gloria. Esperando ser repescado durante el curso por el equipo de fútbol, quise realizar alguna proeza deportiva para que se fijasen en mí. Me entrené con una motivación sin precedentes y, al cabo de dos semanas, nuestro entrenador vio en mí la estrella que esperaba desde siempre. Fui inmediatamente ascendido a capitán del equipo y no tuve que realizar esfuerzos titánicos para que me consideraran como el mejor jugador de lacrosse de la historia del Felton High. Batí sin dificultad el récord de goles de los veinte años precedentes —que era absolutamente ínfimo— y, gracias a aquella gesta, fui inscrito en el tablón de méritos del instituto, algo que no había sucedido con ningún otro alumno de primero. Aquello no dejó de impresionar a mis compañeros ni de atraer la atención de mis profesores: gracias a esa experiencia, comprendí que para ser formidable bastaba con soslayar las relaciones con los demás; al final todo no era más que una cuestión de falsas apariencias.
Me puse inmediatamente manos a la obra. Por supuesto, dejé de plantearme abandonar el equipo de lacrosse, ya que mi única obsesión fue a partir de entonces convertirme en el mejor, por todos los medios, estar en la cima a cualquier precio. Con esa motivación me planté en el concurso de proyectos científicos, que se llevó una niñata superdotada llamada Sally, y en el que no pasé del decimosexto puesto. No obstante, durante la entrega de premios, en el auditorio del instituto, me las arreglé para tomar la palabra y me inventé fines de semana completos de voluntariado con disminuidos psíquicos que habían estorbado considerablemente el avance de mi proyecto, antes de concluir, con los ojos bañados en lágrimas: «Poco me importan los primeros premios, si puedo aportar una llama de felicidad a mis amigos los niños trisómicos». Evidentemente, todo el mundo quedó impresionado, y aquello me valió eclipsar a Sally ante los profesores y mis compañeros. La misma Sally, que tenía un hermano pequeño con una minusvalía profunda —algo que yo ignoraba—, rechazó su premio y exigió que me lo diesen a mí. Gracias a ese episodio vi mi nombre bajo las categorías de Deportes, Ciencias y Premio a la camaradería en el tablón de méritos, que yo había rebautizado en secreto como tablón demérito, plenamente consciente de mi impostura. Pero no podía parar, estaba como poseído. Una semana más tarde, batí el récord de venta de billetes de tómbola comprándomelos a mí mismo con el dinero de dos veranos anteriores limpiando el césped de la piscina municipal. No hizo falta más para que el rumor empezase a recorrer el instituto: Marcus Goldman era un ser de una calidad excepcional. Fue esa constatación la que empujó a alumnos y profesores a llamarme «el Formidable», como una marca de fábrica, una garantía absoluta de éxito; y mi pequeña fama pronto se extendió al conjunto de nuestro barrio en Montclair, llenando a mis padres de un inmenso orgullo.
Esta tramposa reputación me incitó a practicar el noble arte del boxeo. Siempre había sentido debilidad por el boxeo, y siempre había sido un buen golpeador, pero lo que buscaba yendo a entrenarme en secreto a un club de Brooklyn, a una hora de tren de mi casa, allí donde nadie me conocía, allí donde el Formidable no existía, era poder ser falible: iba a reivindicar el derecho a ser vencido por alguien más fuerte que yo, el derecho a desprestigiarme. Era la única forma de alejarme de ese monstruo de perfección que había creado: en esa sala de boxeo, el Formidable podía perder, podía ser malo. Y Marcus podía existir. Aun así, poco a poco mi obsesión por ser el número uno absoluto sobrepasó lo imaginable: cuanto más ganaba, más miedo tenía de perder.
Durante mi tercer curso, por culpa de una restricción presupuestaria, el director se vio obligado a desmantelar el equipo de lacrosse, que costaba demasiado caro al instituto en relación a lo que aportaba. Para mi gran pesar, tuve pues que elegir una nueva disciplina deportiva. Evidentemente, los equipos de fútbol y baloncesto intentaban seducirme, pero sabía que, si me unía a alguno de ellos, me enfrentaría a jugadores mucho más dotados y motivados que mis compañeros de lacrosse. Me arriesgaba a quedar eclipsado, a volver a caer en el anonimato, o peor aún, a retroceder: ¿qué diría la gente cuando Marcus Goldman, alias el Formidable, antiguo capitán del equipo de lacrosse y récord en número de goles marcados en los últimos veinte años, se convirtiese en waterboy del equipo de fútbol? Viví dos semanas de angustia, hasta que oí hablar del muy desconocido equipo de marcha del instituto, compuesto por dos obesos paticortos y un esmirriado sin fuerzas. Resultó ser además la única disciplina del Felton que no participaba en ninguna competición entre centros: aquello me aseguraba no tener que medirme con nadie que fuese peligroso para mí. Así que, aliviado y sin la menor duda, me uní al equipo de marcha de Felton, en el seno del cual, y desde el primer entrenamiento, batí sin dificultad el récord de velocidad de mis plácidos compañeros de equipo, ante la mirada amorosa de algunas animadoras y del director.
Todo habría podido ir muy bien si precisamente el director, seducido por mis resultados, no hubiese tenido la descabellada idea de organizar una gran competición de marcha entre los centros de la región con el fin de recuperar el perdido prestigio de su instituto, convencido de que el Formidable la ganaría sin problemas. Ante el anuncio de esa noticia, presa del pánico, me entrené sin descanso durante un mes entero; pero sabía que no tenía ninguna posibilidad frente a los corredores de otros institutos, curtidos en la competición. Yo no era más que fachada, simple contrachapado: iba a quedar en ridículo, y en mi propio campo.
El día de la carrera todo Felton, así como la mitad de mi barrio, estaba presente para aclamarme. Dieron la salida y, como temía, todos los demás corredores me adelantaron. Era un momento crucial: estaba en juego mi reputación. Era una carrera de seis millas, es decir, veinticinco vueltas al estadio. Veinticinco humillaciones. Terminaría último, vencido y deshonrado. Quizás hasta doblado por el primero. Tenía que salvar al Formidable costase lo que costase. Reuní todas mis fuerzas, toda mi energía y, en un impulso desesperado, me lancé a un alocado sprint: entre vítores del público afecto a mi causa, me coloqué en cabeza de carrera. En ese momento puse en marcha el maquiavélico plan que había preparado: mientras iba primero, destacado, y sintiendo que estaba llegando al límite de mis fuerzas, fingí tropezar en la pista y me tiré al suelo dando vueltas espectaculares entre gritos, aullidos del gentío y, al final, en mi caso, una pierna rota, lo que, bien es verdad, no estaba previsto pero que, al precio de una operación y dos semanas en el hospital, salvó la grandeza de mi nombre. La semana siguiente a ese incidente, el periódico del instituto escribía sobre mí:
Aquel fue el final de mi carrera como corredor y de mi carrera deportiva. Por mis importantes lesiones fui dispensado de hacer deporte hasta terminar el instituto. A la vez, mi entrega y sacrificio merecieron la concesión de una placa a mi nombre en la vitrina de honor, donde ya destacaba mi camiseta de lacrosse. En cuanto al director, maldiciendo la mala calidad de las instalaciones de Felton, ordenó renovar sin reparar en gastos todo el revestimiento de la pista del estadio, financiando las obras con el presupuesto destinado a las excursiones del instituto y privando así a los alumnos de todos los cursos de la menor actividad durante todo el año siguiente.
Al final de mis años en Felton, forrado de buenas notas, diplomas al mérito y cartas de recomendación, tuve que hacer la fatídica elección de universidad. Y cuando, una tarde, me encontré en mi habitación, echado sobre la cama, con tres cartas de aceptación ante mí, una de Harvard, otra de Yale y la tercera de Burrows, una pequeña universidad desconocida de Massachusetts, no lo dudé: quería ir a Burrows. Ir a una gran universidad era arriesgarme a perder mi etiqueta de «Formidable». Harvard o Yale era poner el listón muy alto: no tenía ninguna gana de enfrentarme a las élites insaciables llegadas de los cuatro puntos cardinales del país y que parasitarían los cuadros de honor. Los cuadros de honor de Burrows me parecían mucho más accesibles. El Formidable no quería quemarse las alas. El Formidable quería seguir siendo el Formidable. Burrows era perfecta, un campus modesto donde tenía la seguridad de brillar. No me costó convencer a mis padres de que el departamento de Literatura de Burrows era en todos los conceptos superior al de Harvard y Yale, y así fue como, en el otoño de 1998, desembarqué en Montclair, esa pequeña ciudad industrial de Massachusetts donde conocería a Harry Quebert.
Al final de la tarde, cuando todavía estaba en la terraza hojeando los álbumes y recuperando recuerdos, recibí una llamada de Douglas, desesperado.
—¡Marcus, por Dios! ¡No me puedo creer que te hayas ido a New Hampshire sin avisarme! He recibido llamadas de periodistas preguntándome qué hacías allí, y yo ni siquiera lo sabía. He tenido que enterarme por la televisión. Vuelve a Nueva York. Vuelve antes de que sea tarde. ¡Esta historia te va a sobrepasar por completo! Sal inmediatamente de ese poblacho a primera hora de la mañana y vuelve a Nueva York. Quebert tiene un abogado excelente. Déjale hacer su trabajo y concéntrate en tu libro. Tienes que entregar tu manuscrito a Barnaski dentro de quince días.
—Harry necesita a un amigo a su lado —dije.
Hubo un silencio y Douglas murmuró, como si se diese cuenta en ese momento de lo que llevaba meses ignorando:
—No tienes libro, ¿verdad? ¡Faltan dos semanas para que se cumpla el plazo de Barnaski y no has sido capaz de escribir ese puto libro! ¿Es eso, Marc? ¿Vas a ayudar a un amigo o estás huyendo de Nueva York?
—Cierra el pico, Doug.
Hubo otro largo silencio.
—Marc, dime que te ronda alguna idea en la cabeza. Dime que tienes un plan y que tienes una buena razón para irte a New Hampshire.
—¿Una buena razón? ¿No basta la amistad?
—Pero ¿qué demonios le debes a Harry para ir hasta allí?
—Todo, absolutamente todo.
—¿Cómo que todo?
—Es complicado, Douglas.
—Marcus, ¿qué diablos estás intentando decirme?
—Doug, hay un episodio de mi vida que no te he contado nunca… Al finalizar mis años de instituto, podía haber escogido el mal camino. Y entonces conocí a Harry… En cierto modo me salvó la vida. Tengo una deuda con él… Sin él nunca hubiese llegado a ser el escritor en el que me he convertido. Sucedió en Burrows, Massachusetts, en 1998. Le debo todo.