EPÍLOGO

El tiempo pasaba. Rusia había conocido la guerra japonesa, la derrota, la revolución de 1905. Ahora corría el año 1914: otra revolución más terrible, una segunda derrota, una revolución más cruel se acercaban.

Máximo Gorki, enfermo, vivía en Finlandia. Una noche se acordó de su amigo Chejov, desaparecido hacia diez años, y escribió:

«Tengo fiebre desde hace cinco días pero no tengo ganas de acostarme. La fina, grisácea lluvia de Finlandia, cubre la tierra de un polvo mojado. Los cañones truenan sobre el fuerte Juno… Por la noche, los reflectores lamen las nubes con su lengua… El espectáculo es espantoso, pues no permite olvidar ese sortilegio diabólico: la guerra.

»Acabo de leer a Chejov. Si no hubiera muerto hace diez años, la guerra, sin duda, lo habría matado, después de envenenarlo previamente al llenar su corazón de odio hacia los hombres. Recordé su entierro.

»El féretro del escritor que Moscú ‘amaba tan tiernamente’ llegó en un vagón de color verde que tenía sobre sus puertas el siguiente letrero, en gruesas letras: ‘Ostras’. Una parte de la escasa multitud que esperaba en la estación siguió por error el ataúd del general Keller, traído de Manchuria; se asombró al ver que enterraban a Chejov al compás de una música marcial. Cuando comprendieron por fin qué se habían equivocado, algunas personas joviales empezaron a sonreír y a bromear. Detrás del féretro de Chejov iba solamente un centenar de personas. Me acuerdo sobre todo de dos abogados: ambos tenían zapatos nuevos y corbatas llamativas, como si fueran novios. Yo caminaba detrás de ellos y escuché a uno, Vassili A. Maklakov, que hablaba de la inteligencia de los perros; el otro, un desconocido, se jactaba del confort de su villa y de la belleza del paisaje y sus alrededores. Y una señora de vestido de color de malva, con una sombrilla de encaje, trataba de convencer a un viejecito de anteojos de asta: “¡Oh! ¡era extraordinariamente gentil, y tan espiritual!” El anciano tosía con aire incrédulo. El día era cálido y polvoriento. Un obeso gendarme montado sobre un obeso caballo precedía majestuosamente el cortejo».

Pero entre esta muchedumbre indiferente estaban, una junto a otra, la mujer y la anciana madre de Chejov. Él las había amado sobre todas las cosas de este mundo.

FIN