XXVII
Chejov era amigo de un pintor, Levitan. Un día de primavera del año 1892 los dos hombres fueron a cazar. Casi involuntariamente, Levitan hirió a un pájaro, que fue a caer a sus pies. «Largo el pico, grandes, ojos negros y un admirable plumaje… Nos miraba con asombro», escribe Chejov. ¿Qué hacer?
Levitan hace una mueca, cierra los ojos y suplica con voz, temblorosa:
—Amigo mío, remátalo…
—No puedo —responde Chejov.
El pájaro seguía mirando «con asombro». Por fin, Chejov lo mató: «Otra bella y amorosa criatura que desaparece, y dos imbéciles que vuelven a la casa y se sientan a comer.» (18 de abril de 1892).
Había mucha gente en el campo aquel año; música, largos paseos por la orilla del estanque, noches tibias, muchachas enamoradas. La atmósfera de esa primavera, ese hermoso jardín, esas noches de luna, la muerte del pájaro inocente, todo esto se encuentra en la pieza que Chejov escribió algún tiempo después: «La gaviota».
«Yo la escribí forte y la terminé pianissimo, en contra de todas las reglas del arte dramático. Resultó un cuento. Estoy más descontento que satisfecho, y cuando leo mi pieza recién nacida me convenzo una vez más de que no soy un escritor dramático. Los actos son muy cortos. Hay cuatro».
El argumento de «La gaviota» es conocido. Una joven ama a un escritor célebre; ella querría ser actriz. Realizará su sueño, que sólo le traerá a ella decepción y pena, y al hombre que la amó, la muerte. Pieza tierna, lírica, toda escrita en medias tintas y tratada, en efecto, casi como un cuento. Aun leyéndola parecía extraña, nueva, incomprensible. Chejov la destinaba al teatro Alexandra, en Petersburgo, en recuerdo del éxito que allí tuvo «Ivanov», algunos años antes. Kommissarjevskaïa, una gran artista que entonces empezaba su carrera, debía interpretar el papel de la joven Nina. Pero los ensayos fueron insuficientes: se montó la pieza en nueve días. La primera representación estaba fijada para el 17 de octubre de 1896.
El mismo Chejov no esperaba un gran éxito; su obra no le satisfacía del todo. A pesar de todo se sabía amado, respetado por el público. Pensaba que no habría un triunfo, pero tampoco un fracaso: un honorable término medio. En el palco de Suvorini, el autor parecía severo y resignado, como de costumbre. Había mucha gente en la sala. Se levantó el telón. A las primeras réplicas Chejov sintió a su alrededor ese ambiente malévolo que ya había respirado en otras ocasiones, a su regreso de la isla Sajalín, seis años antes. Se escuchaban murmullos; la gente bostezaba. En el escenario, Nina, vestida de blanco, recitaba el famoso monólogo:
«… Hombres, leones, águilas y codornices, ciervos de grandes cuernos, gansos, arañas, pescados silenciosos…»
Alguien se rió.
—Se siente olor a azufre —dijo uno de los actores—: ¿Tiene que ser así?
Otra carcajada.
—¿Éste es el Chejov que ustedes consideran un genio? —murmuró un espectador a su vecina.
—¿Yo? ¡Nunca jamás!
Un escritor oscuro insinuaba:
—No tiene ningún talento, ninguno…
—Ha querido asombrar, hacer algo singular, original, y vea usted a qué estupidez ha llegado…
Sin embargo, la pieza continuaba. Hacían como que escuchaban, después se encogían de hombros y reían nuevamente. Los amigos de Chejov lo buscaban en la sala y él, desde su palco, los oía preguntar en voz alta, con tono piadoso:
—¿Dónde está, el pobre?
Los críticos preparaban mentalmente las frases que escribirían al día siguiente: «Un escándalo sin precedentes… Hace tiempo que no asistíamos a una caída tan estrepitosa. Esta “Gaviota” es un fenómeno para una galería de monstruos».
Otros, más moderados, se contentaban con hacer notar con satisfacción que la pieza había sido escrita a despecho de todas las reglas teatrales; Chejov nunca había sabido escribir para el teatro:
—¿Se acuerdan ustedes de «Ivanov»? En realidad, la primera reacción del público era justa…
—¡Ah!, qué gran cosa el instinto del público…
Por otra parte, aun los cuentos de Chejov no eran tan buenos como decían. ¡Y esta «Gaviota»!…
«La rana que quiere imitar al buey», murmuró alguien tan alto como para ser escuchado, y un crítico, sonriendo, anotó esta frase para utilizarla en su artículo del día siguiente (este crítico se llamaba Selivanov; gracias a su juicio sobre «La gaviota», su nombre, en Rusia, le sobrevivió largo tiempo; en cada representación triunfal de la pieza, los años siguientes, siempre hubo alguien que recordó las palabras del desdichado Selivanov).
La sala parecía estar llena de enemigos personales de Chejov. Los envidiosos, los que tuvieron que ceder un lugar en el diario para un cuento de Chejov y aquéllos a quienes, sin querer, había hecho sombra, todos tomaban su desquite. Y a esta multitud había que agregar los que bailaban al son de la música que tocaran, los que temían todas las novedades en el arte y en la vida, los imbéciles y los falsos amigos; en una palabra, mucha gente.
Suvorine, furioso, pensaba en su artículo escrito con anticipación, en el que descontaba el éxito. Ahora, había que rehacerlo todo. ¿Quién hubiera podido esperar semejante fracaso? La primera representación de «Ivanov», en Moscú, fue un triunfo en comparación con ésta. Por lo demás, pensándolo bien, el público no estaba del todo equivocado. La pieza era extraña. Al leerla, le había gustado, pero no tenía acción. Chejov nunca escuchaba a nadie. Ahora se arrepentía. Qué hombre singular… Tenía mucho amor propio. No escuchaba los consejos o los rechazaba impaciente. ¿Sería verdad que de un tiempo a esta parte se inclinaba hacia las ideas liberales? Algunos lo aseguraban… Todo era posible.
Chejov estaba sentado detrás de Suvorine, en la oscuridad del palco. La señora Suvorine, con esa costumbre que tienen las mujeres de hablar cuando más les valdría callarse, murmuraba consuelos en voz baja. ¿De qué servía consolarlo a Chejov? Él escuchaba el ruido, los gritos, las risas y los silbidos en la sala azul y oro del teatro. Le parecía que hasta la misma Kommissarjevskaïa, a quien no podía escuchar sin llorar durante los ensayos, actuaba mal.
El segundo acto fue más tranquilo. Pero en el tercero, el público pareció atacado de locura rabiosa. Lentamente Chejov salió del palco.
Al final del espectáculo, Suvorine lo buscó en la sala y no lo encontró. A las dos de la mañana María Chejov, pálida, los ojos llenos de lágrimas, fue a casa de los Suvorine y dijo que Antón no había vuelto, que temía por él. Entre tanto, Chejov caminaba por las calles de Petersburgo, frías y húmedas. Era otoño. Las primeras nieves caerían ya en Melikhovo. ¿Por qué había abandonado el campo? Volvería al día siguiente; se encerraría. El fracaso le afligía menos que el pensamiento de que estaba demasiado viejo, demasiado cansado, de que ya no haría nada bueno, que había escrito con exceso, que «por fin la máquina se había gastado…»
Poco a poco se tranquilizó. Volvió a su casa a las tres. Se dio un baño frío y se acostó. Dormía aún cuando Suvorine, inquieto, penetró en el cuarto. Quiso encender la luz. Chejov desde su cama le gritó:
—¡Se lo suplico! ¡No encienda! No quiero ver a nadie. Deseo decirle solamente esto: que me llamen un… si escribo otra vez para el teatro.
Partió hacia Melikhovo. La segunda representación de «La gaviota» tuvo éxito. Pero el mal estaba hecho: los artículos malignos de los críticos habían sido leídos. La pieza se representó cinco veces más y así terminó su carrera en San Petersburgo.
Poco después Chejov la hizo editar. Tolstoi la leyó y se expresó en estos términos: «No vale absolutamente nada: está escrita como los dramas de Ibsen».
—Usted sabe que a mí no me gusta Shakespeare —le decía sonriendo al mismo Chejov—, pero su teatro, querido Antón Pavlovich, es todavía peor que el de él.