XVII

Algunas semanas antes, el director del Novoïe Vremia, Suvorine, se había dirigido a Chejov para pedirle cuentos. No era la gloria, todavía, pero sí su primer destello. El Novoïe Vremia era el diario más importante de San Petersburgo. Por cierto, Antón se había sentido halagado y feliz, pero eso no podía compararse con los sentimientos que lo conmovían al leer la carta de Grigorovich. Modesto como era, sus maestros en literatura no le inspiraban envidia sino un respeto inmenso, pese a tener un espíritu crítico despierto y fino. Pero si bien estaba dispuesto a juzgar con severidad las obras, estimaba fácilmente a los hombres. Le parecía conmovedor ese saludo dirigido a él por un veterano de las letras. Pero la carta de Grigorovich hizo algo más que emocionarle, agradarle o facilitar sus primeros pasos: le enseñó a conocerse.

¿Qué había sido él hasta ahora? Un muchacho lleno de buena voluntad, ingenuamente feliz de trabajar, de mejorar y de ganar un poco de dinero. Es de 1885 esta carta encantadora, dirigida al viejo tío de Taganrog, Mitrófanes, en la que Antón describe con satisfacción los brillantes resultados sociales y materiales obtenidos por la familia Chejov (no hay que olvidar que Mitrófanes era el pariente rico de la familia, al que se recurría en los momentos de necesidad y a quien su sobrino no le disgustaba demostrar su valía):

Moscú, 31 de enero de 1885

«Mi medicina marcha despacito. Yo cuido y sano… Todavía no tengo fortuna, naturalmente, ni la tendré a breve plazo, pero llevo una vida soportable y no preciso nada. Si continúo vivo y con buena salud, la situación de la familia está asegurada. He comprado muebles nuevos, un buen piano, tengo dos sirvientas y organizo pequeñas tertulias musicales en las que se canta y se toca el piano… Hasta hace algún tiempo comprábamos al fiado; ahora yo he puesto orden en esto y pagamos al contado.»

Y en efecto, todo cambiaba. No era suficiente ser honesto, animoso, trabajador; la responsabilidad que acarrea el talento había caído sobre las espaldas de Antón, quien, pese a llevarlo desde la infancia, lo advertía ahora por primera vez. Ese pequeño libro suyo, que iba a aparecer, «Relatos abigarrados», no era simplemente un entretenimiento, un recurso para ganarse la vida, sino también un compromiso serio y tremendo que él asumía ante el público, ante la crítica, y por fin, ante sí mismo. Se había acostado siendo escritor oscuro y se despertaba siendo escritor célebre. ¿Era esto concebible? Y encontraba cómica y amarga la desproporción entre esa celebridad, la envidia de sus colegas, la admiración de los lectores y la realidad cotidiana, ya que: «Tengo cuatro rublos en el bolsillo, y eso es todo… Tuve nuevamente una hemorragia». (Carta de Chejov a su amigo Bilibine, Moscú, 4 de marzo de 1886).

Pero eso no era nada. Hasta ahora había sido libre. Escribía lo que quería y como quería. De aquí en adelante se esperaba de él una definición. ¿Acaso no tenía Rusia bastantes maestros? Necesitaba todavía uno más. De nuevo la inmensa comarca maleable anhelaba que le enseñaran cómo vivir, cómo pensar. ¿Y todos esos partidos políticos a los que un principiante debía someterse? Era necesario definirse por la derecha o por la izquierda, ser reaccionario o liberal. El primer paso comprometía todo el porvenir. Ya lo criticaban por pertenecer a Suvorine (el Novoïe Vremia era considerado infame por la gente de izquierda; ¿cómo se podía escribir en ese diario, aprobado por el gobierno y leído a veces por el zar?). Esas exigencias eran odiosas, pensaba Antón, y degradantes. Sí, la carta de Grigorovich le había enseñado a leer en sí mismo, en su propio corazón. Jamás había advertido, hasta el presente, cómo le repugnaba cualquier violencia, viniera de donde viniere. Desde la infancia había querido salvaguardar su libertad interior, su dignidad, y lo había logrado, a pesar de los golpes, la miseria, el trabajo embrutecedor. Ese medio de la fortuna llegado de manera tan rara, tan inesperada, ¿iba a someterlo? ¡No, jamás!

Y, sin embargo, era necesario responder a las esperanzas puestas en él. ¿Qué deseaban ahora? Que fuera serio, que escribiera relatos largos y profundos, que cada línea fuera una lección.

Precipitadamente, retocaba sus cuentos. Casi sin advertirlo, y por supuesto sin pensarlo, ya había escrito algunas de sus obras maestras: «La hija de Albión», 1883; «La hechicera», 1886; «El picador», 1886. El cuento, para ser logrado, exige las cualidades que Chejov poseía de nacimiento. El sentido del humor: una novela larga y trágica da una impresión de fatalidad grandiosa; un relato corto en el que la tristeza es demasiado pesada y tétrica abruma y repele. El pudor: el novelista puede (y a veces debe) hablar de sí mismo; para un cuentista, eso es imposible: tiene el tiempo contado; el que escribe no puede entonces mostrarse en su complejidad, en su riqueza; lo más prudente para él es mantenerse al margen. La escasez de medios, por fin, es sin duda resultado directo del pudor. Mucho le sirvió, para esto, su experiencia de reportero: ver y escribir rápido, la ley del periodista, agudizó la visión de Chejov y dotó a su espíritu de una agilidad rayana en el prodigio. Ya se vislumbraba en sus relatos esa aparente frialdad, ese desapego que debían reprocharle más tarde. También eso era la ley. Si un cuentista demuestra piedad por sus personajes, corre el riesgo de volverse sentimental y absurdo. Además, tal vez no tenga tiempo de apegarse a los que describe. Mediante la novela, uno penetra en un medio determinado, se impregna de él, lo ama o lo odia. Pero el cuento es una puerta que se entreabre, un instante sobre una casa desconocida, para cerrarse en el acto. No se puede dejar de pensar en el Chejov médico; es una experiencia de médico la que él nos da; además de la de periodista: diagnósticos precisos, enérgicos, sin piedad morbosa, pero con una simpatía profunda.

Chejov corregía sus pruebas, releía sus cuentos como si fueran los de un extraño. La mayoría de ellos habían sido escritos rápidamente, con negligencia y desdén. Un proceso raro y profundo se desarrollaba en su interior. Hacía a la inversa el camino común de todo escritor y tal vez de la mayor parte de los hombres. En vez de ir de sí mismo hacia los otros, él partía del mundo exterior para llegar a sí mismo. ¿Quién era él, Chejov? Sus críticos y sus biógrafos dirían más tarde que entre los años 1886 y 1889 él cambió, se transformó, en otro hombre, en otro escritor. En realidad, no había cambiado; sólo había aprendido a conocerse. Este conocimiento de sí mismo, esta suprema ciencia, causaba en el alma el efecto común de todas las ciencias: la tornaba más tranquila y más triste. Exteriormente, seguía siendo el mismo. Para su familia y sus amigos, era siempre el alegre, el encantador, el sencillo, el gentil Antocha, tan servicial, tan contento siempre de tener gente alrededor de él, de complacer a sus hermanos, de festejar a las jóvenes. En su fuero interno, «no es una felicidad extraordinaria ser un gran escritor. En primer lugar, la vida es taciturna. Se trabaja desde la mañana hasta la noche, con escasos resultados. Yo no sé cómo viven Zola y Stchédrine, pero en mi casa hay humo y hace frío…» (Carta a M. Kisselava, 21 de setiembre de 1886, Moscú).

«Todos viven tristemente. Cuando me pongo serio me parece que la gente que teme la muerte carece de lógica. Hasta donde me es posible comprender el orden de las cosas, la vida está compuesta únicamente de horrores, de disgustos y de mediocridades, los unos en pos de los otros…» (Carta a la misma, 29 de setiembre de 1886, Moscú).

Sin embargo, las pequeñeces de la gloria no dejaban de tener su encanto. Ya comenzaban, decía Chejov, a señalarlo con el dedo, a hacerle un poco la corte, y hasta a ofrecerle sandwiches. Y después estaba la familia, que gozaba sin medida con el éxito de Antocha. Chejov sentía verdadero placer cuando escribía al tío Mitrófanes, de Taganrog: «… Antes de Navidad llegó a Moscú un periodista de Petersburgo, y me llevó allí con él. Viajé en el rápido, en primera clase, lo que, le salió caro al periodista. En Petersburgo me recibieron de manera tal que luego, durante dos meses, quedé mareado por las alabanzas. Tenía allí un alojamiento magnífico, dos caballos, excelente comida y entradas gratis para todos los teatros. Nunca en mi vida viví tan bien como en Petersburgo. Después de haberme agasajado y obsequiado hasta lo imposible, me dieron todavía trescientos rublos y me despacharon a casa en primera clase».