VI
Pablo Egorovich no era ni malo ni tonto. Muy por el contrario, tenía una imaginación despierta, buen gusto, esprit y un amor profundo y sincero por la música. Pero algunos hombres están hechos así: para los que lo rodean, sus virtudes son tan temibles como sus vicios.
La pasión, la poesía de esa existencia de tendero, eran la iglesia, sus oficios y sus cantos. Pero no le bastaba rezar y cantar él solo. De niño, cuando todavía era propiedad de su señor, el cura del pueblo le había enseñado a tocar el violín y a cantar en los coros. Ahora su ambición era tener un coro propio y poder dirigirlo. Ese coro, Dios se lo había dado: sus cinco hijos lo formarían. Esas voces puras se elevarían a toda hora alabando a Dios, y en el cielo Dios sabría que su servidor Pablo Egorovich Chejov no descuidaba sus deberes, instruyendo a sus hijos para el bien de la Iglesia e inculcándoles la piedad.
Para todo lo referente al oficio divino, Pablo Egorovich era exacto, severo y exigente. Para las grandes fiestas, si tenían que cantar los maitines, despertaba a los chicos a las dos o tres de la mañana y aunque hiciera mal tiempo los llevaba a la iglesia. Había gente de buen corazón que le aseguraba que privar a los niños de sueño necesario era dañino, y que obligarlos a forzar el pecho y la voz aún adolescente era un verdadero pecado. Pero Pablo Egorovich opinaba de muy distinta manera…
«—¿Por qué correr en el patio y chillar con todas las fuerzas de su garganta no es malo, y en cambio cantar en la iglesia durante los oficios es dañino? Los novicios, en el convento, rezan oraciones y cantan himnos la noche entera y no por eso se sienten peor. Los cánticos de iglesia no hacen más que fortificar los pechos infantiles. Yo mismo canto desde mi juventud y, gracias a Dios, la paso bien. Molestarse por Dios, nunca puede ser un mal».
El sábado toda la familia iba a la iglesia (esas iglesias ortodoxas no tenían sillas; sólo se podía estar de pie o hincado). De vuelta en la casa, cantaban todavía himnos al Salvador y a la Virgen, ante los santos iconos, todos prosternados, madre e hijos golpeando el suelo con la frente y el padre dirigiendo el coro. Pero eso no le satisfacía del todo. Su religión sincera se mezclaba con algo dé vanidad profana; le gustaba hacer admirar la voz de sus hijos, y todo Taganrog podía oírlos, ya en el monasterio griego, ya en la capilla del Palacio; así le decían a la casa donde viviera y muriera, en otros tiempos, el emperador Alejandro I, y de la que había huido, según la leyenda, dejando en su lugar el cadáver de un soldado.
En esa capilla se reunía la aristocracia del lugar. Las voces de Alejandro, de Nicolás y de Antón temblaban de celo y de temor. La luz de los cirios iluminaba los pesados iconos dorados; sobre las losas corrían lentamente las lágrimas de cera. El padre se sentía feliz. Eran buenos momentos que le hacían olvidar las horas penosas en la tienda y las preocupaciones económicas. Esperaba que ahora todo fuera mejor; poseía un pequeño terreno, regalo del viejo Egor Mikaïlovich; allí haría construir una casa. De tal manera, no más alquileres que pagar. Él sería su propio amo. Alguien le iba a adelantar la suma necesaria… Además, los cálculos eternos le cansaban… ¡Todo se arreglaría! Apartaba de su mente esas preocupaciones; seguía atentamente el canto de sus hijos. Ellos ejecutaban un terceto llamado «Voz de los Arcángeles». El padre no podía escucharlo sin lágrimas. Rezaba largo rato, se persignaba con ardor, adoraba a Dios.
Ellos, los muchachos, no compartían ese júbilo. Al padre lo felicitaban; lo miraban con envidia. ¡Qué bien educaba a sus hijos! Les parecía que les daba una educación por encima de su nivel. ¿Y por qué no? Ellos podrían más adelante entrar en la Universidad y mantener a sus padres, quienes así tendrían una vejez tranquila. Uno de los Chejov, Nicolás, estaba muy bien dotado: dibujaba; podría llegar a ser un artista. Pero, por sobre todo, el viejo Chejov enseñaba a sus hijos el temor de Dios, y eso era más importante que la instrucción, ¿Los muchachos no se enorgullecían de mostrar así su talento delante de todos? Los muchachos se sentían, sin embargo, «condenados a galeras».
Jamás olvidaría Antón ese cansancio, ese aburrid miento, esos largos ratos pasados en la iglesia, esos regresos por las calles heladas, a la madrugada. Esa religión inculcada a latigazos era tan distinta de una fe verdadera, que terminó por no creer más en nada. Era imposible que Dios encontrase placer en lo que a él, Antón, le causaba tanta pena. Le gustaban, sin embargo, algunas fiestas, la noche de Pascua, la más solemne y maravillosa de todas las noches de la Rusia ortodoxa, cuando no se reza casi, «pero hay una especie de alegría… no formulada, infantil, que busca un pretexto para escabullirse al exterior y desbordarse en cualquier movimiento, aunque sea metiéndose en todas partes y apretándose uno contra el otro… La misma extraordinaria animación salta a la vista hasta en el oficio de Pascua… Donde se pose la mirada se ven fuegos… el estallido, el crepitar de los cirios… un canto atareado y jubiloso…»
Durante toda su vida, a Antón le gustaría el tañido de las campanas, pero el frío, la falta de sueño, la severidad del padre, la lasitud y el aburrimiento ya habían destruido en él toda piedad. Sin embargo, más tarde, célebre, triste y enfermo, escribiendo a una mujer amada, terminará sus cartas con tiernas invocaciones surgidas en su memoria desde las profundidades de la infancia: «Dios te conserve la salud. Los santos Ángeles te bendigan y te protejan…» Pero los ritos, las formas exteriores, todo lo que a su padre le parecía tan valioso, él no podía dejar de aborrecerlo.
Por las calles negras, ya que excepción hecha de los barrios centrales la iluminación nocturna era desconocida en Taganrog, pisoteando el barro, muriendo de sueño, los jóvenes Chejov volvían a su casa. Para reconocer su camino en las tinieblas los transeúntes llevaban pequeñas linternas enganchadas en el ojal del saco. Pronto se iba a abrir la tienda, pensaba Pablo Egorovich: no valía la pena acostar a los muchachos.