XVIII

De rostro delgado, hermoso, con mejillas hundidas; espeso el cabello; rala la apenas naciente barba; con un rictus en la boca serio y doloroso; la mirada extraordinaria, aguda, tierna y profunda a la vez; con un aspecto modesto, de muchacha (algunos años después Tolstoi decía de Chejov: «Cambia como una señorita»), así era Antón Chejov en el año 1886, cuándo se hizo célebre. Tenía veintiséis años. Vivía en una época en la que esa edad era la de un hombre que se acerca a la madurez. A los treinta años, en Rusia del siglo XIX, el hombre estaba en la mitad de su vida; a los cuarenta, era casi un viejo. Chejov resignaba su plena juventud, su plena formación; se daba vuelta ya hacia el pasado. Y ese pasado le inspiraba desagrado, casi vergüenza:

«Un joven, el hijo de un siervo, un tendero, educado en el respeto de la jerarquía (el tchin), él besamanos de los sacerdotes, en la idolatría del pensamiento ajeno, agradecido por cada pedazo de pan, azotado a menudo…, atormentando a los animales, gustándole comer en lo del pariente rico…», éste es el retrato que traza de sí mismo algunos años después, retrato sin duda severo e injusto; pero lo que permanece verdadero es su deseo de perfeccionamiento, ese trabajo lento y continuo que él realiza en su espíritu, en su obra, en su alma, y en el que persiste sin descanso hasta su muerte. A pesar del deseo de sus lectores y de la crítica, la obra de Chejov no enseña nada. Nunca pudo decir con sinceridad, como lo hacía Tolstoi: «Actúe así y no de otra manera». A veces instado por los que le rodeaban, trató de expresarse de ese modo, pero sus palabras sonaban en falso. En cambio, sus cartas, su vida, levantan ante nosotros la imagen admirable de un hombre que, habiendo nacido justo, delicado y bueno, se esforzó sin cesar por ser mejor, más cariñoso, más caritativo todavía, más afectuoso, más paciente, más sutil. Poco a poco llegaba, sin embargo, a un singular resultado: cuanta más simpatía demostraba a su prójimo menos la sentía en el fondo de su corazón. Todos los que conocieron íntimamente á Chejov hablan de cierta frialdad que era en él como un cristal inalterable. «La, primera impresión era casi siempre desnaturalizada por una especie dé desgano, de frialdad, de enemistad». Kuprine escribe de él: «Podía ser bueno y generoso sin amar, cariñoso y atento sin apego. En cuanto Chejov conocía a alguien, lo invitaba a su casa, le daba de comer, le hacía favores, y después, en una carta, describía todo esto con un sentimiento de desdén».

¿Estaba poco capacitado para amar porque era demasiado inteligente y lúcido? ¿Había en su corazón y en su vida un desacuerdo que lo constreñía a entregarse demasiado a los indiferentes para luego, apresuradamente, volverse atrás? ¿O simplemente escondía, con doloroso pudor, sus verdaderos pensamientos? Bunine, uno de los críticos más finos y penetrantes, pronunció sin duda palabras definitivas con respecto a Chejov: «Lo que sucedía en las profundidades de su alma nadie lo supo jamás plenamente, ni aun los que estuvieron más cerca».

Y el mismo Chejov, en una libreta íntima, anota: «Así como estaré acostado solo en la tumba, así, en el fondo, yo vivo solo». Solo… Sin embargo, tenía una familia numerosa, muchos amigos y lectores. A partir del año 1886 estuvo rodeado de un círculo cada vez más brillante de admiradores. Chaikovski, Grigorovich, Korolenko y aun otros… los nombres más conocidos, los hombres más inteligentes, visitaban la casa de Moscú donde habitaba la familia Chejov. Era un pabellón de dos pisos, «que se parecía a una cómoda», siempre de par en par abierto, como un molino, a la moda rusa. «A Antón le gusta la gente», decían los parientes. «Antón sólo está a gusto entre el ruido, las conversaciones y las risas», afirmaban los hermanos. Tal vez fuera verdad… «Me hace falta gente a mi alrededor, confesaba él, porque solo, no sé el motivo, tengo miedo».

Su familia se encargaba de mantener cerca de él ese calor humano y ese ruido que se estimaban necesarios para el buen humor de Antón. La componían gente encantadora: es cierto que estaba el padre, grosero, ignorante y brutal; la madre, que no había perdido la costumbre de llorar en todas las ocasiones; el hermano mayor, Alejandro, que sin cesar pedía dinero e importunaba a los suyos con sus quejas; Nicolás, que llevaba una vida degradante; María, cuyo amor por Antón era indiscreto, minucioso, complicado e histérico, pero, en suma, eran personas encantadoras. Nadie se molestaba por los demás. El que quería cantar, cantaba. El que deseaba desahogarse en largas confidencias, lo hacía. No respetaban más el trabajo del escritor célebre que el del oscuro estudiante de algunos años atrás.

Y Chejov seguía pidiendo: «Por favor, veinticinco rublos de adelanto», y continuaba escribiendo.

Por primera vez en su vida, dejando de lado los largos relatos de su juventud, fabricados a la ligera y con torpeza, abandonaba el cuento corto y se acercaba más a la novela. De 1887-1888 data «La estepa».

La compuso temblando, obsesionado por la idea de que tenían los ojos puestos en él:

«El pensamiento de que estoy escribiendo para un diario importante (“La estepa” estaba destinada al “Correo del Norte”, una de esas revistas literarias que gozaban de mucho prestigio entre los lectores y los autores) y que mirarán mis tonterías más seriamente de lo que es preciso me golpea en el codo como el diablo hacía con el monje. Escribo un relato de la estepa. Lo escribo, pero no siento que exhale olor a heno». (Carta a Stchéglov, 1.º de enero de 1887, Moscú).

Le resultaba igualmente difícil «escribir largo». Durante años estuvo obsesionado por las exigencias del cuento: la brevedad, la ligereza a toda costa. Sin quererlo, armaba «La estepa» con una multitud de cuentos. Cada página era uno, y logrado. La narración completa parecía hecha de piezas y pedazos. Pero había tenido el gran tino de elegir un argumento muy simple, que no acarreaba ninguna intriga, cuyo personaje principal era un chico: la visión de un chico es fragmentaria y rápida; se apodera al vuelo de las sensaciones, unas tras otras, sin relacionarlas con un pensamiento rector. Y así «La estepa» salvaguardaba su unidad y su verdad.

El héroe es un muchachito, Egoruchka, que nunca salió de su pueblo, una aldea perdida en la Rusia meridional. Ya a cumplir nueve años y está en la edad escolar. Parte rumbo a la ciudad, un gran puerto (Taganrog). Para llegar efectúa una caminata que dura días y noches a través de la estepa. Así, Antón Chejov niño iba a Taganrog a lo de su abuelo. Así, después, adolescente, recorría la llanura a pie, a caballo, en carro tirado por bueyes, con camaradas, campesinos, mercaderes y peregrinos. Egoruchka ve la tempestad que se acerca; tiene miedo, está cansado y siente frío; por primera vez en su vida, duerme sobre el pasto; es feliz, todo le interesa; escucha las conversaciones de sus compañeros de viaje; comprende a medias; sueña. Es un chico juicioso, sensato, algo triste. Jamás Chejov pintará otros. Todos los chicos que él describe son reconcentrados y melancólicos. Por la noche, en una posada, Egoruchka cae enfermo, como Antón en otro tiempo. «Los campesinos ucranios, los bueyes, los buitres, las chozas blancas, los riachuelos del sur», todo lo que Antón conoció y amó se encuentra en este relato.

Es muy beneficioso; para un escritor cuya infancia ha sido desgraciada hacer brotar de su pasado, esa fuente de poesía; El año en que escribió «La estepa» Chejov visitó Taganrog. No había vuelto desde hacía siete años atrás. «Es tan repugnante que hasta Moscú, con su barro y sus tifoideas, parece simpática» (carta a su hermana, 1887). ¡Pero la estepa!… «Las colinas tostadas, verdes y a lo lejos tornasoladas… Se siente la estepa. Veo a mis viejos amigos, los buitres». Más adelante, Gorki dirá, de ese relato que parecía bordado, en cada página, con finas perlas. Tuvo éxito. Pero siempre el azar se encargaba de mezclar, en la vida de Chejov, el acíbar con la miel. En el mismo momento en que aparecía «La estepa», el primer drama de Chejov, «Ivanov», conocía en Moscú el más rotundo y menos merecido de los fracasos.