I
Un muchachito, sentado sobre una maleta, lloraba porque su hermano mayor se negaba a ser amigo suyo. ¿Por qué, si no habían peleado?
Repetía con voz temblorosa:
—Sacha, sé mi amigo.
Pero Sacha lo miraba con desdén y frialdad. Tenía cinco años más que su hermano Antón. Iba a la escuela y estaba enamorado.
Antón pensaba con tristeza:
«Él mismo me propuso su amistad».
Esto había ocurrido, en verdad, mucho tiempo atrás. Años… una semana… Le había parecido, por otra parte, que Sacha aprovechaba esa amistad para quitarle todos sus juguetes. Claro está que eso no tenía mayor importancia. ¡Se habían divertido tanto! Para otros chicos, más mimados, esas diversiones hubieran sido mínimas. Pero a los demás chicos los educaban de una manera tan rara… Días antes, Antón le preguntó a uno:
—¿Te castigan a menudo en tu casa?
Y el chico había contestado:
—Nunca.
O era un mentiroso o la vida era realmente extraña. Sí, lo habían pasado tan bien… Habían robado envases vacíos en la tienda del padre y los colocaban de manera tal que al mirarlos —acostados en el suelo y el mentón apoyado sobre el piso— veían hileras de piezas iluminadas por velas y se creían transportados al umbral de un palacio; allí vivía mi soldado de madera. Habían cortado fruta en los huertos vecinos y la habían comido a escondidas. Se habían disfrazado, y bañado en el mar. Ahora todo había terminado, como cortado por un cuchillo.
Sacha echó un último vistazo a su hermano y se fue: ese Antón, ese chiquillo, no estaba a su altura. No podían comprenderse. Y fue a darse tono al Jardín público, mientras Antón se quedaba soló, sentado sobre su maleta. El cuarto de los niños era pequeño y pobre. Los vidrios estaban empañados, sucio el piso. Afuera, el barro se estancaba, igual que en todas las ciudades de Rusia meridional, donde vivían Sacha y Antón Chejov.
Si uno salía de la casa y caminaba un poco, llegaba a la orilla del mar; y hacia el otro lado estaba la estepa salvaje. Adentro se escuchaba el ajetreo de la madre, yendo de «la pieza grande» a la cocina minúscula, con piso de madera, construida cerca de la casa. Seis hijos y sin sirvienta significaba mucho quehacer para la dueña de casa. Se oyó al padre, invocando a Ojos en voz alta y cantando. De pronto, las oraciones cesaron y gritos y llantos llegaron a oídos de Antón. El padre castigaba a uno de los pequeños dependientes de la tienda. Eso duró largo rato; luego volvieron a empezar los himnos, interrumpidos por un brusco y furioso gritar:
—¡Imbécil! —vociferaba el padre dirigiéndose a la madre de Antón—. ¡Pedazo de estúpida!
El chico no sentía asombro ni rebeldía; ni siquiera tenía conciencia de su desgracia: todo eso era demasiado cotidiano. Únicamente sentía como una opresión en el pecho y estaba triste y contento a la vez por estar solo. Solo, aunque tenía siempre un poco de miedo, por lo menos nadie le pegaba, nadie lo molestaba. Sin embargo, al cabo de un rato, la sensación de miedo aumentó. Salió de la pieza y fue al encuentro de su madre. Ésta, frágil y asustadiza, lloraba continuamente y se quejaba a voces de su marido y de su vida. No había quién la escuchara: clamaba en un desierto. Todo el mundo se había acostumbrado a sus lágrimas.
Tal vez mañana le permitieran a Antón ir a pasear en bote. Y comerían pescado, si lo traía… Pensando así se sintió muy contento, con una alegría maliciosa y tierna.
Dentro de unos instantes, la familia iría a comer, después rezarían la última oración y el día habría terminado.