XXXIII

Chejov escribía «El jardín de los cerezos». Quería hacer una pieza alegre, un vaudeville, tal vez para arrancarse de su vida la tristeza. Poco a poco, no sabemos cómo, «El jardín de los cerezos» resultó un drama. Todo allí tiene olor a muerto. Chejov pone en escena nobles arruinados, una admirable propiedad, condenada a la destrucción, almas pesarosas y dulces, sin defensa. En «El jardín de los cerezos» encontramos un recuerdo de Babkino, un eco de las noches de Ucrania, en casa de los Lintvarev, los años pasados, los rostros desaparecidos, una gran parte de la juventud de Chejov. Sólo podía, decía él, describir el pasado: «Es necesario que un argumento se filtre a través de mi memoria y que quede solamente lo importante o típico». Ahora que vivía lejos del campo ruso volvía a pensar en él. «El jardín de los cerezos» estaba destinado, naturalmente, al Teatro Artístico de Moscú. Ese año (1903-1904) los médicos le permitieron finalmente dejar Yalta. Era feliz. Iba a encontrar al fin ese clima de nieve y de hielo que tanto amaba. Era feliz como un chico al mirar su pelliza y su gorra de piel.

«Parecería, escribe Olga Knipper, que la suerte al fin hubiera decidido mimarlo y darle por una corta temporada todo lo que él quería… ¡Moscú, el invierno y el teatro!»

«El jardín de los cerezos» fue un triunfo. Las tres piezas de Chejov que habían sido bien recibidas («La gaviota», en el teatro de Moscú; «El tío Vania» y «Las tres hermanas») fueron presentadas en ausencia del autor. Él había asistido sólo a los fracasos. Pero, sin duda, la suerte le era propicia ese año. El público vio subir al escenario, en el último acto de «El jardín de los cerezos», a un hombre débil y pálido: Antón Chejov. «Atentamente, seriamente», escuchaba las aclamaciones. Admiraban el escritor, respetaban el hombre. Celebraban en él no solamente al «Maupassant ruso», sino también a un ser humano que había vivido con dignidad y valor. Contaban cómo había cuidado a sus campesinos durante las epidemias de Melikhovo, cómo había ayudado (él, que nunca había tenido dinero y que moriría pobre) a todos los desdichados, a todos los tuberculosos de Yalta. Se comentaban, sobre todo, en voz baja, los términos de la carta en que renunciaba a la Academia. Lo habían elegido un tiempo antes, así como a Máximo Gorki, pero el zar había hecho anular la elección de este último por razones políticas, y Chejov rechazó entonces su lugar en la Academia. En los aplausos que lo recibieron esa noche había algo de snobismo, algo de demagogia y, sin duda, Chejov lo palpaba y era esto probablemente lo que le daba esa mirada penetrante y seria. Nunca se forjó ilusiones. «Parecía contemplar esa agitación desde muy alto, a vuelo de pájaro». Pero de este humo de gloria quedaba una esencia pura de respeto y de amor que lo hacía feliz. Apenas podía estar en pie. Gritaban: «¡Siéntese! ¡Descanse, Antón Pavlovich!» Él se negaba y casi a la fuerza lo sentaron en un gran sillón que fue arrastrado hasta el escenario. Ahora parecía aún más pálido y más débil y todos comprendieron que delante de ellos estaba un hombre condenado. Era el 17 de enero de 1904. Exactamente cuarenta y cuatro años antes, en una pobre casa de Taganrog, había nacido este hijo de tendero. Tal vez él pensara en aquella infancia lejana, tal vez en la muerte que se acercaba.

Al comienzo del verano partió con su mujer para Baden Weiler; una estación termal alemana, clara y limpia, en la Selva Negra. Pasó en Berlín algunos días; los médicos alemanes se dieron cuenta de que su corazón presentaba síntomas de fatiga. En cuanto a los pulmones, estaban roídos hasta tal punto que sólo podría vivir seis u ocho meses más. A pesar de todo, Olga Leonardovna no perdía las esperanzas. El mismo Chejov tenía momentos de buen humor, de relativo bienestar; hacía proyectos de trabajo, de viajes. Pese a esto, al dejar Berlín, dio orden de depositar a nombre de su mujer el dinero que le debían. El amigo a quien así se dirigía pareció sorprendido y preguntó el porqué de este deseo. Chejov vaciló.

—Y bueno —dijo encogiéndose levemente de hombros—: nunca se sabe.

Encontró un hotel agradable, rodeado de un hermoso jardín. Su cuarto recibía sol hasta las siete de la noche. Se sentaba en el balcón; miraba la ciudad, los transeúntes, las montañas lejanas. Tenía dolorosas sofocaciones. No decía nada. Después, por momentos, una expresión maliciosa pasaba por su rostro consumido por la fiebre. Contaba historias cómicas, de esa comicidad tierna y suave, tan de Chejov, que hacía llorar de risa a Olga Leonardovna. A medida que la muerte se acercaba se tornaba cada vez más calmo, paciente y dulce; cada vez más lejano también, encerrado insensiblemente en sí mismo, como si encontrase en el fondo de su corazón una isla de soledad. Después, bruscamente, un cálido día de julio, se sintió mal. Durante tres días se temió por su vida; por fin pareció recuperarse. El corazón respondía. A la noche le dijo a su mujer que se sentía mucho mejor.

—Ve a pasear, a correr por el parque —murmuró con voz débil.

Ella no lo abandonaba: tenía miedo. Sin embargo, él insistió. Entonces ella bajó al parque y al volver lo encontró inquieto. ¿Por qué no comía? Debía de tener hambre. Hasta el último momento pensó más en ella que en sí mismo. Ninguno de los dos había oído el gong que anunciaba la comida. Olga Leonardovna se acostó sobre un diván, cerca de la cama de Antón Pavlovich. Permanecía silenciosa, triste, cansada, «aunque, como dijera más tarde, no tuvo la menor sospecha de que el fin estuviera tan cercano». Para distraerla, Antón Pavlovich empezó a imaginar un relato, «describiendo una estación termal muy elegante, con muchos bañistas ahítos, sanos, amantes de la buena mesa, ingleses y americanos de rojas mejillas, y he aquí que todos… vuelven al hotel soñando con una buena comida y el cocinero se ha ido». ¿Cómo reaccionaría esta gente feliz, mimada, ante este contratiempo? Hablaba, y Olga Leonardovna lo escuchaba riendo. Caía la noche. Poco a poco el hotel y la pequeña ciudad se calmaron y se durmieron entre los bosques y las colinas. El enfermo calló. Algunas horas después llamaba a su mujer a su lado y le pedía que trajera al médico. «Por primera vez en su vida, dice Olga Leonardovna, reclamaba él mismo un médico».

El hotel estaba lleno de gente, pero todos dormían y la mujer de Chejov se sentía aún más abandonada y sola en medio de esa multitud indiferente. Se acordó de que dos estudiantes rusos vivían no lejos de allí; los despertó. Uno de ellos corrió a buscar a un médico, mientras Olga Leonardovna rompía hielo para ponerlo sobre el corazón del moribundo. Él la rechazó dulcemente:

—No se pone hielo sobre un corazón vacío…

Era una cálida noche de julio. Todas las ventanas estaban abiertas, pero el enfermo respiraba con dificultad. El médico le dio una inyección de aceite alcanforado que no reanimó su corazón. Era el fin. Trajeron champaña. «Antón Pavlovich, escribe Olga Knipper, se sentó y, gravemente, le dijo en voz alta, en alemán, al doctor (hablaba muy mal el alemán): ‘Ich sterbe.’ (Me muero). Después tomó la copa, se dio vuelta hacia mí y sonriendo con su maravillosa sonrisa, dijo: ‘Hacía mucho que no tomaba champaña’; bebió todo tranquilamente hasta el fondo y se acostó suavemente sobre el costado izquierdo».

Una mariposa de noche, enorme y negra, entró en ese instante en el cuarto. Volaba de una pared a la otra, se golpeaba contra las lámparas encendidas, caía dolorosamente, las alas quemadas, y retomaba su vuelo ciego y fatal. Después encontró la ventana abierta, sobre la tibia noche oscura, y desapareció. Chejov, mientras tanto, había dejado de hablar, de respirar, de vivir.