II
El pabellón, de los Chejov se encontraba en el fondo de un patio; sus paredes estaban cubiertas por una capa de arcilla. Entre el barro, los yuyos, los trozos de ladrillo y los residuos que tapaban el patio, el paso de los peatones había trazado groseramente un sendero hacia el portón y otro hacia la caballeriza. La casucha parecía inclinarse sobre un lado, aplastada y cansada como una vieja mujer. Un barril ubicado bajo la canaleta recogía el agua los días de lluvia: el agua era una mercadería escasa y de gran valor. Ventanas con vidrios diminutos, una marquesina de madera, tres cuartuchos y una cocina configuraban la casa donde había nacido Antón. Estaba «la pieza grande», el dominio paterno; otra, más pequeña, en la que dormían los padres, y otra, aún más chica, para los hijos, con la cuna de madera de Antón. En «la pieza grande» los iconos tapizaban por completo un rincón, según la costumbre de los ortodoxos piadosos. Noche y día, una, lamparilla brillaba ante ellos. Sobre un atril descansaban el misal y las Sagradas Escrituras; un gran cirio las iluminaba en su candelero de cobre, y en ciertas fechas prescritas por la Iglesia el viejo Chejov quemaba incienso ante las imágenes. Aunque pobre y cuidadoso del centavo, nunca mezquinaba el incienso: verdaderas nubes se elevaban y llenaban los cuartos, ahogando hasta el olor a repollo agrio que venía de la cocina.
Las acacias crecían detrás del edificio; en primavera esos patios fangosos se cubrían deplores. La ciudad, construida sobré el mar de Azov, se llamaba Taganrog; poseía «una calle casi europea», decía la gente, con orgullo. ¿No se veían casas hasta de tres o cuatro pisos, un teatro y grandes tiendas? Difícilmente se hubiera encontrado un letrero escrito sin faltas de ortografía, pero ¿a quién le importaba? En cambio, .sus veredas y sus calles estaban pavimentadas en un centenar de metros; no todas las ciudades de Rusia podían vanagloriarse de semejante prosperidad. Pero un poco más lejos sólo quedaban las veredas. Más lejos aún, éstas se convertían en un barrial: allí vivían los Chejov. En los suburbios empezaba la estepa. Esas vastas extensiones de tierra eran atravesadas por vientos huracanados, venidos del este, de Asia. Cargados de nieve en invierno, durante el verano soplaban en temporales abrasadores. En el puerto, los bancos de arena aumentaban. Ahora bien; el corazón de Taganrog era su puerto. Fue una ciudad mercantil; antiguamente, sobre ese suelo áspero Pedro el Grande había hecho construir un fuerte para defender sus posesiones contra los turcos; después creó un puerto, y Taganrog, en los comienzos del siglo XIX, se había vuelto próspera y feliz; exportaba trigo, y tanto Rostov del Don como Odesa le reconocían su prominencia.
Por ese entonces, Taganrog tenía vida y movimiento. Los ancianos suspiraban: «Los mejores actores de Rusia venían a actuar entre nosotros y teníamos un teatro para ópera, como toda ciudad del sur que se respete, como Odesa. Después llegaron los tiempos difíciles: la arena, acarreada por los ríos durante siglos, terminó por levantar el fondo del mar, tornándolo peligroso para los barcos… y esos buques modernos eran demasiado grandes… Por fin, y para colmo de desgracias, un ferrocarril uniría, en lo sucesivo, Rostov del Don con Vladikavkaz[1]». Taganrog estaba de más; Taganrog había sido arruinada.
Pasados algunos años, la pequeña ciudad adquirió, un aspecto taciturno, adormecido. El cielo celeste oscuro, el sol, el mar, la hacían agradable en apariencia, pero cuando uno entraba: «¡Qué mugre, qué ignorancia, que vacío!» Eran su barro y su silencio lo que llamaba la atención de los viajeros. En otoño, cuando se derretía la nieve, había que atravesar Taganrog como quien pasa un arroyo, saltando de una en otra piedra, «y el que perdía pie se hundía hasta las rodillas en un mar de fango». Durante el verano, en esas calles cálidas rodaba lentamente el polvo, como nubes espesas a las que ningún barrendero importunara jamás. Un perro olfateaba restos de comida; una armónica sonaba en un patio; dos borrachos peleaban… Rara vez se escuchaba a un transeúnte arrastrando sus botas; a nadie se le ocurría hacer arreglar su techo, su puerta, volver a pintar su casa. A todo se avenían.
A esas provincias se las llamaba en Rusia «las ciudades sordas», y, por cierto, ningún nombre les hubiera caído mejor: su paz era profunda. Cerraban sus oídos al ruido del mundo. Dormían, como sus habitantes tras una opípara comida, persianas y ventanas cerradas al menor soplo de aire, en paz con Dios y con el zar, la mente vacía.
Pero el rincón más perdido de la tierra, aun el más desheredado, está lleno, para un niño, de variedad y de vida. Por ese entonces, el pequeño Antón no se aburría en su ciudad natal. Con interés siempre renovado miraba los barcos, los puentes, el mar. Le encantaba ir a almorzar a casa de su tío Mitrófanes, quien a veces le daba unas monedas. Sabía los nombres de todos los que vivían en esas casitas similares, con sus patios ahogados por los yuyos; como sus hermanos y su madre, conocía todos los detalles de su existencia: la comida de la víspera, quién se había muerto, quién había nacido, quién había pedido la mano de una muchacha. Le gustaban los paseos por el Jardín público, cuyas terrazas bajaban hasta el mar.
Por desgracia, no le permitían a menudo esa libertad, esa gran alegría. En las tardes de primavera se sentaba bajo la marquesina de madera, sobre los escaloncitos retorcidos, enclavados en el suelo. Todas las viviendas tenían delante esas pequeñas marquesinas y allí se instalaban las familias cuando menguaba el calor del día; la madre abandonaba un instante su máquina de coser; los chicos se trenzaban. Ahora levantábanse a lo lejos los primeros acordes de la música militar que tocaban en el Jardín. El redoble de los tambores, el estruendo de los cobres, al atravesar el aire polvoriento, se aligeraban, se suavizaban, perdían su vivacidad marcial y se cargaban de una confusa melancolía.
Entonces aparecía el padre. Tenía anchas las espaldas, una gran barba y la mano pesada.
—A trabajar, Antocha —decía—; basta de vagar y de papar moscas. A la tienda. A trabajar.