XXII
El verano siguiente a la muerte de su hermano Nicolás, Chejov partió hacia la isla Sajalín[7]. A su alrededor nadie podía comprender por qué emprendía ese extraño y duro viaje. En aquella época el Transiberiano no existía. Había que comprar un coche, alquilar caballos y atravesar así una comarca salvaje, de clima riguroso, apenas poblada; soportar el frío, la falta de la más elemental comodidad, la fatiga. Y todo eso, ¿para llegar adónde? A Sajalín, la isla maldita, el presidio, la región más desheredada del mundo.
Cuando le preguntaban el motivo de ese viaje, contestaba:
—Quiero vivir, durante medio año, como no he vivido hasta ahora.
Pensaba permanecer dos meses en Sajalín y volver a Europa pasando por Nagasalti, Shanghai, Manila, Singapur, Colombo, Port Said y Constantinopla. Se adivina la atracción que todos estos nombres ejercerían sobre la imaginación y el espíritu de alguien nacido en Taganrog y que había debido conformarse, durante diez años, con vacaciones tomadas con su familia en Ucrania o en los alrededores de Moscú. No le disgustaba a Chejov evadirse de esta familia. Sobre todo, le parecía que el viaje y el libro que escribiría a su regreso podrían ser útiles. Todos criticaban el sistema carcelario ruso, ¿pero quién se había tomado el trabajo de estudiarlo, de indagar sus defectos, de proponer remedios? Nadie. Y mientras tanto, Siberia era una realidad, la más sombría de las realidades rusas «Así como los turcos van a la Meca, nosotros debiéramos ir en peregrinación a Siberia», decía Chejov. Allá lejos millones de rusos sufrían y morían. El escritor pensaba que no se podía cerrar los ojos ni dar la espalda a «ese mar de lágrimas, ese lugar de insoportables tormentos».
A su regreso, narraría muy sobriamente, muy fríamente, lo que había visto, y tal vez, gracias a él, ciertas mejoras serían aplicadas a ese régimen inhumano. Y además, siempre le había gustado el cambio, las impresiones fuertes y nuevas. Presentía ya, sin lugar a dudas, que su vida no sería larga. Necesitaba, al menos, que fuera rica en sensaciones e imágenes. Partió en los comienzos del verano de 1890.
El camino parecía interminable. No pensó que pudiera ser tan aburrido. De Tiumen a Irkutsk viajó durante tres mil verstas con un frío terrible. Corría el mes de marzo y la nieve caía aún. Desgraciadamente, ya los ríos perdían su caparazón de hielo. En esa época del año se desbordaban e inundaban los campos.
«Una verdadera plaga de Egipto», escribe Chejov. Los caminos desaparecían bajo el agua. A cada rato tenían que abandonar el coche y pasar a unas barcas, que corrían el riesgo de zozobrar. «Hay que sentarse en la orilla, durante días enteros, bajo la lluvia y el viento frío, y esperar, esperar…» Entre tanto, sobre el río «se arrastraban bloques de hielo… El agua era turbia… Corría con un ruido extraño, como si alguien, en el fondo, clavara ataúdes».
Estos ríos eran la pesadilla de Chejov.
De Tomsk a Krasnoyarsk no había más nieve, pero sí ese barro espantoso del norte en el que las ruedas se hunden, los ejes se rompen, los caballos resbalan y se caen. La comida era mala y escasa. «El ruso es un cerdo (carta a María Chejov, 13 de junio de 1890, a orillas del lago Baikal); si le preguntan por qué no come carne ni pescado, lo achacan a la falta de transportes, etc., y, sin embargo, se encuentra vodka en los pueblos más alejados y en la cantidad que a usted le plazca… Parecería que fuera más fácil conseguir carne o pescado que vodka, más costoso y difícil de transportar. ¡No! Es mucho más interesante, sin duda, beber aguardiente que tomarse el trabajo de pescar en el lago Baikal». No se podía ni dormir en una cama, ni lavarse, ni mudarse de ropa.
Pasado Krasnoyarsk terminó el invierno. Entonces, Chejov soportó el calor, la sed, el polvo y los mosquitos. Pero la taiga, «la selva sin fin», era admirable. Nadie sabía dónde terminaba. Los árboles cubrían centenares de verstas. A veces los lapones, en sus trineos tirados por renos, la atravesaban para comprar pan en los pueblos. Se divisaban senderos, pero no se sabía adónde iban. ¿Tal vez a una destilería clandestina de alcohol?, ¿tal vez a un campamento de presidiarios evadidos? Las aguas del lago Baikal, tan vasto que los nativos lo llamaban «el mar», eran de color de turquesa y tan transparentes que se veían sus rocas y sus montañas en el fondo de un abismo prodigioso, Pero, por lo demás, «la naturaleza siberiana poco se diferencia (exteriormente) de la naturaleza rusa… todo es común y monótono»…
Sin embargo, Chejov experimentaba un ingenuo orgullo por haber llegado tan lejos sin inconvenientes. Se había sentido muy bien y de todo su equipaje sólo había perdido un cortaplumas, aunque era una región en la que, según decían, los presidarios fugitivos atacaban todos los días a los viajeros. Pero era una leyenda: «Esto sucedía antes, hace mucho tiempo… Un revólver ahora es algo completamente inútil». «Me parece que acabo de pasar por un examen», concluye Chejov.
Divisa por fin la sombría Sajalín. Las autoridades lo reciben muy bien. Le permiten visitar las cárceles, hablar con los penados, «con la condición, naturalmente, de no tener nada en común con los condenados políticos». Eso caía de su peso.
Chejov explora la isla, penetra en el presidio, ve esas covachas húmedas, con las paredes plagadas de insectos y unas tablas donde los presos duermen encadenados. Entran en las islas, donde cohabitan en la miseria y la suciedad los antiguos penados, sus hijos y sus mujeres, a las que han hecho venir de Rusia y cuyo único medio de subsistencia es la prostitución; rusos, tártaros, judíos, polacos, todas las razas, todas las religiones se encuentran allí. Muchos culpables y muchos inocentes; locos, borrachos que un día mataron o robaron porque habían bebido o porque estaban cegados por la ira, y que ni siquiera recuerdan cuál es el crimen que están expiando.
Por fin, Chejov aprende a conocer a los guardianes. Ora son brutos ignorantes, ora sádicos. A menudo, lo que es peor, son excelentes personas, llenas de buena voluntad y que nada pueden hacer por sus semejantes. Chejov presencia las ejecuciones, las torturas, porque por cada falta, aun venial, siguen castigando a los hombres con el látigo. En Siberia, en la isla Sajalín, se arroja a manos llenas esa semilla de locura, de crueldad, de odio y de muerte que antes de treinta años germinaré produciendo tan terribles cosechas.
En el relato que escribe a su vuelta, se nota que Chejov se esfuerza por permanecer tranquilo y hablar de todos esos horrores con fría lucidez, como médico… Se expresa con frases medidas, prudentes. He aquí el pasaje en el que habla de los niños de la isla:
«Los chiquillos siguen con mirada indiferente los presos encadenados… juegan a los soldados; y a los prisioneros… Los chiquillos de Sajalín hablan de vagabundos, de latigazos… saben lo que es el verdugo…»
Un día Chejov entra en una isba donde sólo encuentra a un niño de diez años. La conversación se entabla:
—¿Cómo se llama tu padre? —le pregunta.
—No lo sé.
—¿Cómo? ¿Vives con tu padre y no sabes cómo se llama? Eso es una vergüenza.
—No es mi verdadero padre.
—¿Qué significa eso? ¿No es tu verdadero padre?
—Es el amante de mi madre.
—¿Tu madre es casada o viuda?
—Viuda. Vino aquí por su marido.
—¿Qué quiere decir: vino aquí por su marido?
—Ella lo mató.
—¿Te acuerdas de tu padre?
—No lo recuerdo. Soy un bastardo.
Se castigaba con el látigo a los viejos, a las mujeres, aun a las embarazadas. La corrección era tremenda, pero poco a poco se acostumbraban y algunos presos, endurecidos por el castigo, apenas sentían el dolor; otros, en cambio, perdían la razón o morían. Chejov asistió a algunas escenas y durante tres noches no pudo dormir. Esperaba que describiendo estas torturas en forma tranquila y desapasionada impresionaría más la imaginación de los lectores que poniéndose violentamente en contra de los verdugos. Pero el público leyó, se estremeció moderadamente y olvidó en seguida lo que había leído.
Para Chejov, su viaje, sus fatigas y sus noches de insomnio no habían ayudado en nada a la desgraciada humanidad. Era difícil para un escritor «servir» como quería Tolstoi. Chejov lo comprendió de una vez por todas. En adelante se limitará al papel de testigo; siempre había pensado que «si se habla de ladrones de caballos es inútil decir que está mal robar caballos». Ahora estaba seguro.
Se había sentido bien, según él, durante su viaje por Siberia. Pero tomó frío en el camino de regreso. Al llegar a Moscú estaba enfermo todavía: «En la actualidad, toso, me sueno constantemente y, por las tardes, me siento afiebrado. Hay que cuidarse». (Carta a Scheglov, 10 de diciembre de 1890, Moscú). Estaba contento consigo mismo; había realizado uno de sus más caros deseos: viajar fuera de Rusia, lejos de Europa. «Agradezco a Dios, dice, que me ha dado la fuerza y los medios para emprender este viaje… He visto mucho y he tenido muchas experiencias; todo es sumamente interesante y novedoso para mí». «Estoy contento, satisfecho, escribe además, y encantado hasta un punto tal que ya no deseo nada y no me quejaría si fuera atacado por la parálisis o si la disentería me mandara al otro mundo. Puedo decir: ¡yo he vivido! He estado en el infierno (Sajalín) y en el Paraíso, la isla de Ceilán».
Le debemos a este viaje admirables relatos. Sin duda, los más hermosos son «En exilio» (los presidiarios, la noche, a orillas del agua) y «Gussiev», esa obra maestra (la muerte de un soldado en el mar). El origen de este cuento tal vez se encuentre en el siguiente recuerdo trazado por Chejov en una carta a Suvorine (Moscú, 9 de diciembre de 1890): «En viaje hacia Singapur arrojaron al mar dos cadáveres. Cuando se ve al muerto, enfundado en una tela, dar una voltereta y caer en el agua, y se recuerda que hay varias leguas hasta llegar al fondo, empieza uno a tener miedo y a parecerle que también morirá y lo arrojarán al agua…»
En el Japón se había declarado una epidemia de cólera. Chejov no pudo hacer escala; volvió por Hong-Kong, Singapur y la India:
«… No me acuerdo bien de Singapur porque mientras lo atravesaba estaba triste, no sé el motivo. Lloraba casi. Luego vino Ceilán, el lugar donde estaba el Paraíso. Aquí, en el Paraíso, anduve en ferrocarril más de cien verstas y me harté de bosques de palmeras y de mujeres de bronce. Cuando tenga hijos les diré, no sin orgullo: “Hijos de perra, yo tuve en mis tiempos relaciones con una hindú de negros ojos… ¿Que dónde era eso?: en un bosque de nueces de coco, bajo la luz de la luna… El mundo es hermoso. Una sola cosa es mala: nosotros”».
Este estilo, en el que se mezclan la broma, la melancolía y una resignada desilusión, es por entero de Chejov; se ve en sus relatos, en sus cartas y, también, sin duda, en su alma: es su tono inolvidable.
Ya no podía quedarse quieto, ahora que había gustado el placer de los viajes prolongados. Sin embargo, estaba enfermo. Pero en la primavera de 1891 acompañó a su amigo y editor Suvorine, que se iba al extranjero. Visitó Viena, Venecia, Florencia, Roma, Nápoles, Niza y París. Nunca había estado en Europa. Al principio, todo le gustaba, le encantaba: «las casas de Viena, de seis o siete pisos, los comercios, donde hay extraordinarios objetos de bronce, de porcelana, de cuero…, las mujeres, bellas y elegantes…» «Nunca vi, en mi vida, ciudad más maravillosa que Venecia… Por la tarde, el que no está acostumbrado, desfallece… Las góndolas… Hay un aire suave, tranquilo, estrellas… Un ruso pobre y humilde, aquí, en este universo de riqueza, de libertad y de belleza, podría fácilmente perder la cabeza. Uno querría permanecer aquí eternamente, y cuando de pie en una iglesia se escucha el órgano, desearía hacerse católico… Dan ganas de llorar, porque en todos los rincones se escucha música y cantos magníficos…»
Pero al día siguiente llueve. Venezia bella ha dejado de ser bella. Del agua fluye un melancólico hastío que da «ganas de escapar corriendo hacia donde hay sol».
En Roma y en Florencia, los museos le aburren y le fatigan, y piensa con nostalgia en Rusia y en un plato de «stchi con harina de cebada». En Montecarlo, con el hijo de Suvorine, inventa una infalible martingala, y, por supuesto, pierde todo el dinero que lleva consigo. «Dios mío, hasta qué punto es despreciable y hartante esta vida, con sus palmeras y su perfume de flores de naranjo. Me gustan el lujo y la riqueza, pero este lujo de la ruleta produce en mí la impresión de un magnífico W.-C.»
En suma, «Roma se parece a Kharkov, y Nápoles es sucio». (Carta a María Chejov, Nápoles, abril de 1801).
No obstante, París le agrada; los franceses son «un pueblo excelente», pero estaba cansado y quería volver «a casa». Por momentos deseaba un escenario, un paisaje nuevo, como se puede desear a una mujer. Pero pronto se fatigaba; buscaba de nuevo otra cosa, otros cielos. Llevaba con él μη dije con esta inscripción: «Para aquel que está solo el mundo entero es un desierto».
Él había recorrido ese desierto en todas direcciones, ya soñando con Oriente, ya con Italia, y cuando estaba en Singapur o en Venecia extrañaba a Moscú, donde escupía sangre. Se estaba poniendo viejo.