XXIV

Cuando los críticos rusos querían complacer a Chejov comparaban sus cuentos con los de Maupassant. Maupassant es un artista maravilloso, injustamente desacreditado hoy, pero tenemos que admitir que sus relatos parecen a menudo impecables mecanismos, mientras que los cuentos de Chejov son seres vivos, con los defectos y las cualidades de los seres vivos: la imperfección humana y la misteriosa vibración de la vida.

Edmond Jaloux ha dicho con toda exactitud que los mejores cuentos de Maupassant se malogran por su carácter anecdótico, forzado; apuntan a un objetivo, a un resultado. La última frase penetra como una flecha en la mente del lector. Chejov quiere dejar una impresión análoga a la que produce la música. Sus cuentos terminan en tono mayor o en tono menor, mediante una especie de eco límpido y sonoro.

Maupassant, Mérimée y otros más, ponen de relieve en sus cuentos un episodio, un acontecimiento único. La multiplicidad de los personajes y de las escenas pertenece a la novela. Esto parece ilógico; de hecho, es arbitrario, como la mayor parte de las reglas artísticas. Cuando en un cuento o en una novela pasa a primer plano un personaje o un hecho, la historia se empobrece; la complejidad, la belleza, la profundidad de lo real depende de los numerosos lazos que van de uno a otro hombre, de una a otra existencia, de una alegría a un dolor.

Chejov trata de encerrar mucha experiencia humana en un número restringido de páginas. «Las comadres», por ejemplo, contiene el relato de una aventura romántica; en sí misma significativa y trágica. Un Comerciante se detiene por azar a la entrada de una posada y cuenta cómo, en otro tiempo, una mujer lo amó y se vio empujada al crimen por ese amor. La conversación entre mercaderes y campesinos finaliza. Él se marcha. Las mujeres nunca volverán a verlo, pero sus palabras iluminan lo que hasta el momento permanecía informulado, tenebroso en el fondo de sus almas: la pasión, el odio, la desesperación. El amor del comerciante no es un fenómeno aislado: está enlazado con todo un conjunto de amores y de aventuras; aquí abajo todo influye sobre todo.

«En misión» no es más que el relato de una noche pasada en una isla, al lado del cuerpo de un suicida, noche que termina en casa de unos amigos, en un cuarto confortable y cálido, mientras afuera gime la tempestad de nieve. Se diría que el lector está entre dos puertas; una se abre hacia un mundo de alegría y despreocupación, la otra hacia un universo espantoso y sórdido. Ni censuras ni alabanzas. Así es y nada más, y es la verdad.

He aquí «El estudiante». Un muchacho, una noche primaveral, mientras se calienta al lado del fuego, les habla a dos campesinas de la muerte de Jesús. Después se separan. La impresión que deja esta narración es la de un acorde musical, extraordinariamente tierno y puro. Entrevemos la vida del estudiante, de las pobres mujeres, y escuchamos, como un eco, el rumor de las generaciones idas. Apenas tres páginas, y tienen más contenido y resonancia que una larga novela.

Cuando, no obstante, Chejov distingue un personaje entre la multitud, jamás elige para hablarnos de él uno de sus momentos de crisis. Alguien siguió este ejemplo de manera incomparable: Katherine Mansfield. Sin lugar a dudas, es Chejov quien le enseñó el secreto: elegir lo cotidiano, lo común, y no lo excepcional.

He aquí «Vanka», un chiquillo aprendiz de zapatero, que le escribe a su abuelo, que está en el pueblo. Para Vanka es un día cualquiera, ni mejor ni peor que los otros, y esto es, tal vez, lo que nos llega tanto. Y el admirable Toska («La nostalgia»). Un cochero perdió a su hijo. No puede hablar con nadie de esta muerte; termina por contársela a su caballo. Ningún acontecimiento, ni siquiera el menor hecho: todo un destino espantoso.

Ahora bien; la realidad (salvo en tiempos excepcionales) no es rica en sucesos. El lector se reconoce en la medianía de esas existencias, en esos días monótonos y sin brillo. Se reconoce y se encuentra. Pues demasiado a menudo surge dentro de sí, en los momentos: de crisis, un ser que no es el suyo. Sólo es él, realmente, en el sosiego y el aburrimiento.

Finalmente, aunque Chejov nos muestra un hombre durante media página, consigue hacernos percibir su vida interior. Maupassant y Mérimée nos pintan una pasión, un rasgo de carácter, y con eso se contentan.

Recordemos a la heroína de «El aderezo». Es una mujercita coqueta, y nada más. Tomemos ahora a Falcone; es un corso que tiene sentido del honor. No busquemos más allá: no hay nada. Los ladrones de caballos de Chejov, en cambio, tienen una vida interior compleja, profunda, llena de color («Los ladrones»).

Con esa manera de describir la forma de ser simple y primitiva de campesinos y vagabundos hace maravillas. No es tan feliz cuando elige por héroe a un intelectual. Allí, el fondo que nos proporciona nos asombra menos y no nos seduce tanto. En «Una historia trivial», en «El duelo» o en «Los vecinos», los personajes son hombres instruidos, mujeres cultivadas. Con frecuencia, la profundidad de sus pláticas es sólo aparente, y sus deseos, sus ensueños, son imaginados, no reales. Le falta a Chejov el don que Tolstoi poseía en el más alto grado: el de encontrar lo común en lo excepcional. Chejov siente una especie de timidez cuando describe seres algo más que medianos; le falta la soberana soltura de Tolstoi.

Los relatos de Chejov son tristes. Eludía el pesimismo y algunos de sus personajes proclaman que «dentro de doscientos o trescientos años la vida será maravillosa». Pero no se puede leer a Chejov un rato largo sin sentir el corazón oprimido. Maupassant es pesimista. Los naturalistas ven la vida de color negro; hay algo de infantil en esta concepción de la existencia, cuando se la compara con la de Chejov. Los héroes de Maupassant sufren porque son pobres, viejos o enfermos. Los motivos de su desesperación son puramente externos. Para Chejov el mal estriba en que la vida, a su entender, no tiene sentido.

A una mujer que lo ama y le pregunta cuál es el significado de la vida le responde displicentemente: «¿Me preguntas qué es la vida? Es lo mismo que si me preguntaras qué es una zanahoria. Una zanahoria es una zanahoria, y eso es todo».

Igualmente Tusenbach, en «Las tres hermanas»:

—Dentro de un millón de años la vida será la misma: no cambia, permanece constante; la vida sigue sus propias leyes aunque nosotros las desconozcamos o no sepamos qué hacer con ellas. Los pájaros, las cigüeñas, por ejemplo, vuelan y vuelan, y cualquiera que sea el tamaño de los pensamientos que pasen por sus cabezas, seguirán volando e ignorando el porqué y la dirección de su vuelo. Vuelan y volarán, por más filósofos que haya entre ellas; y que filosofen cuanto quieran con tal que las cigüeñas vuelen…

Macha: De todos modos, ¿hay un sentido?

Tusenbach: Un sentido… Mirad la nieve que cae. ¿Qué sentido?

Un severo desencanto impregna cada línea de sus obras, a veces a pesar suyo, y les da un tono particular, lúcido, suave, tranquilo.

Chejov se preocupaba por los menores detalles del estilo y de la composición de sus trabajos. Para comprender el duro trabajo de perfeccionamiento que tuvo que hacer consigo mismo hay que releer sus primeros relatos y los de los últimos años: ¡qué diferencia! Hacia el fin de su vida, «no escribía, dibujaba sus cuentos». Sobre todo, meditaba sin cesar sobre su arte. En éste, entraban tanto la reflexión y la voluntad como el instinto. Ante todo, buscaba la simplicidad; las frases debían ser lo más cortas posible; cada palabra decir lo que quiere decir, y nada más. El ideal de una descripción, decía, lo había encontrado en el cuaderno de un colegial; «El mar era grande», escribía el niño, y el escritor afirmaba que no se hubiera podido hacerlo mejor. Simplicidad, concisión, pudor; ante todo, esto es lo que importante. Sugerir y no explicar. Llevar el relato en forma coherente y suave. «Mi instinto me dice que el final de un cuento debe concentrar artificialmente en el espíritu del lector la impresión de toda la obra».

Cada uno de los problemas que puedan plantearse a un escritor ha sido examinado por Chejov. Obligado a escribir de prisa, sus cuentos son, sin embargo, obras maestras de delicadeza y de paciencia. «Un día, delante de mí, escribe Máximo Gorki, Tolstoi hablaba con admiración de un cuento de Chejov, “Querida”, creo. Decía: “Es como un encaje bordado por una joven casta; en los tiempos viejos había muchachas, encajeras, que trabajaban así…” Tolstoi hablaba emocionado, con lágrimas en los ojos. Chejov, aquel día, tenía fiebre; sentado, con manchas rojas en las mejillas y la cabeza inclinada, limpiaba cuidadosamente sus lentes. Calló largo rato; por fin, suspirando, dijo tímidamente y en voz baja:

—Hay… errores de imprenta…»

Katherine Mansfield, a quien siempre hay que recordar cuando se habla de Chejov, pues es su heredera espiritual, creía firmemente, hacia el final del su vida, que el escritor, perfeccionándose y elevándose moralmente, perfecciona y eleva su arte. Chejov nunca predicó nada parecido, pero su vida entera ilustra esta verdad. Las cualidades de Chejov hombre —su modestia, su probidad, su simplismo, su incesante esfuerzo por disciplinarse, por pulirse, amar a su prójimo, para soportar la enfermedad y los disgustos, y esperar la muerte con dignidad y sin miedo— se reflejan en la obra de Chejov escritor. Él, que afirmaba tristemente que la vida no tiene sentido, consiguió dar a la suya un significado muy hermoso y muy profundo.