VIII
A los trece años Antón vio por primera vez un escenario y decorados. El teatro, en Taganrog, conservaba todavía algo del esplendor del tiempo pasado, cuando los actores de Moscú y de Petersburgo venían a actuar en gira. Esos teatros de provincia, a pesar de sus montantes polvorientos, de sus asientos antiguos, de sus tramoyas primitivas, tenían excelentes compañías y en sus repertorios figuraban buenas piezas rusas y extranjeras.
Antón aplaudió una opereta: «La bella Helena»; después, entreverados, melodramas, comedias ligeras, vaudevilles imitados del francés y Le Révizor[4].
Había que tener mucho cuidado de no encontrarse con los profesores del gimnasio; a ellos les disgustaba que los estudiantes frecuentasen espectáculos, esas escuelas del libre pensamiento y de la indisciplina. Por eso, ¡qué placer para los muchachos poder una vez más burlar a las autoridades! ¡Cuántos ardides! ¡Qué orgullo el deslizarse, ante las barbas de los pedagogos, en uno de esos templos de inmoralidad, donde se aprendía a conocer una vida tan distinta de la de Taganrog, una vida con tanto color y tan libre! Antón, a los quince años, penetraba valerosamente entre bastidores, hablaba con los actores.
En la sala todos se conocían, desde el público de la platea hasta el de las galerías. Antón y sus hermanos, encaramados en los últimos lugares, interpelaban a los ricos comerciantes griegos que, sentados en los sillones de abajo, escudriñaban las piernas de las actrices. La atmósfera era familiar.
De vuelta en su casa, Antón no podía deshacerse de los recuerdos de la tarde; trataba de hacerlos revivir por medio de lecturas precoces y, desordenadas, pero su verdadera pasión era el teatro. Escribía tragedias, farsas; luego, volviéndose actor, con Alejandro y Nicolás, o con camaradas del gimnasio, creaba un teatro vocacional.
Le gustaba pintarse, disfrazarse, trazar un bigote al carbón sobre su cara, chasquear a la gente. Un día, vestido de mendigó, atravesó, toda la ciudad de Taganrog y entró así en casa de su tío Mitrófanes, quien, distraído (o complaciente), le dio tres kopetts. ¡Qué alegría! Improvisaba escenas cómicas mientras comía, e inventaba mil tonterías. ¡Qué bien sabía reír Antón! Toda la vida debía conservar en él esa generosa alegría, esa tierna jovialidad, el don de la risa, no solamente «la risa a través de las lágrimas», colmada de segundas intenciones satíricas o morales, sino inocente y alegre como en la infancia.
Los Chejov se atrevieron por fin a dar funciones en público. Lo hacían en granjas o en las casas de amigos más adinerados que poseían un salón. Eran momentos felices. Los negocios del padre seguían siendo difíciles, pero él intentaba vencer a la mala suerte. Terminada la casa, abría una nueva tienda. Eso era absurdo: la primera ya le daba bastantes disgustos y pocas entradas, pero en el pensamiento de Pablo Egorovich esa tienda futura lo arreglaría todo. Lleno de esperanza en un porvenir brillante, decidía educar a sus hijos lo mejor posible: irían todos al gimnasio. Por ese entonces hasta les hizo dar clases de francés por una tal señora Chopin, y de música por un empleado de banco que enseñaba piano en sus ratos de ocio.
Fue también en ese tiempo cuando los muchachos Chejov fundaron un periódico: «El tartamudo». Alejandro y Antón lo redactaban; Nicolás lo ilustraba. Después, los dos mayores partieron: estaban en edad de proseguir sus estudios en la Universidad. Dejaron Taganrog por Moscú. Antón quedó solo como director y redactor de «El tartamudo», pero no se cansó ni lo abandonó.
Ese periódico humorístico, esas mascaradas, esas improvisaciones siempre ligeras y jocosas, reemplazaban para Antón a los primeros poemas, a los ensayos de novela, a las confidencias líricas de los adolescentes comunes. En esa época y en ese medio, a un muchacho de su edad lo trataban con demasiado desdén y brutalidad como para que él se tomara en serio y describiera, aunque sólo fuera para sí, sus ensueños y sensaciones. Bien estaba eso para un joven señor como Puchkin, para un Lermontov adulado desde la infancia. Pero el hijo de tenderos, Antón Chejov, tenía menos soberbia. Sin embargo, él también necesitaba un refugio espiritual, lejos de los rezongos paternos, de los suspiros de la madre, y lo encontraba a su modo en cortas y gratas comedias. Además, se preocupaba por su porvenir; adivinaba que no había que contar mucho con sus padres. Tal vez un día pudiera ganar algunas monedas escribiendo… Alejandro, en Moscú, colaboraba en periódicos humorísticos. En realidad, ningún muchacho serio hubiera encarado deliberadamente la carrera de literato, profesión harto conocida como de muertos de hambre; pero no se trataba de una carrera sino solamente de un medio para aumentar las entradas, como hacía el empleado de banco que redondeaba su sueldo dando lecciones de piano. Eso no estorbaría en nada a su verdadera profesión. Yendo al grano, ¿cuál elegir? Dudaba. A los quince años, estando de visita en casa de unos amigos en la estepa, se bañó, un cálido día de verano, en uno de esos riachos helados que corren errantes y se pierden en la llanura. Estuvo muy enfermo; lo trajeron a Taganrog moribundo, con una peritonitis. Fue salvado por el doctor del gimnasio, un ruso-alemán de apellido Strempf; durante su convalecencia este último le habló de medicina y de ciencias naturales y Antón resolvió ser médico; Pero primero debía terminar sus estudios en el gimnasio de Taganrog, y ya la vida de provincia empezaba a parecerle odiosa.