XXXI

Mientras tanto, el Teatro Artístico lograba un éxito inaudito. Al comienzo de la temporada de invierno, en 1895, el público esperaba en la calle, desde la una de la mañana, que se abriera la boletería. El primer día hubo una fila de dos mil quinientas personas y se vendieron dieciséis carnets de entradas. En Moscú no se hablaba más que de estos espectáculos. Se daba Shakespeare; «El zar Fedor», «La muerte de Iván el Terrible», de Alexis Tolstoi; «La gaviota», de Chejov, y su nueva pieza, «Tío Vania», en la que Olga hacía el papel de Helena.

«Tío Vania» ya había sido representada en provincias con cierto éxito. Ahora, en Moscú, era un triunfo. Después de verla, Gorki escribía: «Lloraba como una mujer, aunque no sea un hombre nervioso».

En Yalta, Chejov debía conformarse leyendo las críticas de su obra, esperando cartas que no siempre llegaban, pensando en aquella joven artista lejana. Tenía una vida tan dichosa… ¿Qué era Chejov para ella, en este momento?

«Esa noche hubo un incendio. Me levanté. Desde la terraza miré las llamas y me sentí terriblemente solo.» (29 de setiembre de 1899).

«Estoy furioso. Envidio la rata que está bajo el piso de vuestro teatro.» (4 de octubre de 1899).

Entonces, angustiada, ella se preguntaba si lo que él extrañaba era la escena o la mujer. Por lo menos, en el teatro tenía la seguridad de serle útil lo más posible. La víspera de año nuevo, después del cuarto acto del «Tío Vania», una voz resonó en la sala Colmada. Un desconocido decía:

—Queremos darles las gracias de todo corazón, de parte del público de Moscú, por todo lo que hemos sentido y vivido en este teatro…

«Estábamos conmovidos y confusos», escribe Olga Knipper.

Ciertamente, Chejov admiraba a la artista; lo sabía, estaba seguro. Pero ella deseaba otra cosa. Alguien le dijo que Chejov se marchaba al extranjero. Le escribió:

«Eso no puede ser, ¿me entiende?…»

¿La había olvidado?

«No, no, es imposible. No quiero. ¡Por amor de Dios, escriba; yo espero, yo espero!…»

Pero entre ellos todo, era impreciso, extraño. Un beso, algunas palabras cariñosas y después una especie de amable camaradería que la dejaba insatisfecha.

«¿Por qué está de mal humor?, contesta Chejov a sus quejas. Usted, vive, trabaja, espera…, ríe… ¿qué más le hace falta? Yo soy otra cosa. Estoy desarraigado. No vivo plenamente; no bebo, aunque me gusta beber. Me gusta el ruido y no lo oigo. En una palabra, me encuentro ahora en la situación, de un árbol trasplantado que duda si va a aclimatarse o a secarse.» (10 de febrero de 1900).

Finalmente, ella se irrita. ¿Por qué no quiere comprenderla? «¿Qué más le hace falta?» ¡Una pregunta muy de hombre! «Sin duda, el hombre mismo no deja de tener coquetería», le escribía; pero, nuevamente, él le contestaba en un tono de broma melancólica y ella se sentía desalentada.

«A mi alrededor se habla de su nueva pieza; sólo yo nada sé ni me entero de nada. No me creen cuando ante estas preguntas me encojo de hombros candorosamente y digo que lo ignoro todo. En fin, que sea como usted quiera. ¡Oh!, qué aburrido es vivir…» (22 de marzo de 1900).

«Usted es muy desdichada, le responde Chejov, mas espero que no será por mucho tiempo porque pronto, muy pronto, estará en el tren y comerá con mucho apetito».

El Verano se acercaba. La joven partió para Yalta.

3 de junio de 1900: «¿Qué es de su vida? Le envío saludos, lo mismo que a Macha y a Eugenia Yakolevna (la hermana y la madre de Chejov). Mamá también lo saluda. Olga Knipper».


6 de agosto de, 1900, entre Sebastopol y Kharkov:

«¡Buen día, mi querido! ¿Cómo pasaste la noche?».

Su relación había comenzado en Crimea, tal vez en aquel Gursuv dónde Vera Kommissarjevskaïa tratara en vano de seducir a Chejov, tal vez en la casa de Yalta. La actriz se encontraba con el escritor, por las noches, en su gabinete dé trabajo, cuando todo dormía. En el jardín, las acacias que plantara Antón Pavlovich crecían «largas y flexibles». «Al menor soplo de viento ondulaban como pensativas, inclinándose, y había en esos movimientos algo de fantástico, algo de inquieto y nostálgico».

Chejov y Olga Leonardovna las contemplaban juntos a través de los ventanales iluminados por la luna. Se escuchaba el ruido del mar, el soplar del viento entre los árboles. En el camino resonaban las voces y las risas de los turistas que salían a cabalgar en esas hermosas noches; los jóvenes encendían fuegos en la montaña, se bañaban al claro de la luna, y sus cantos legaban hasta la casa blanca. La madre y la hermana de Chejov dormían desde hacía mucho en sus cuartitos tranquilos… Había que tener cuidado de no despertarlas. Esta intriga bajo su techo, con una actriz, las escandalizaría, pensaba Antón. Olga Knipper creía que las dos mujeres habían adivinado todo desde mucho tiempo atrás… Pero, de todos modos, hablaban quedamente; ahogaban el ruido de los besos y las risas. Porque a ella le encantaba charlar con Chejov, aquellas noches, y su graciosa forma de ser, sus niñerías (deshacer su rodete y, con el pelo suelto sobre los hombros, jugar a la bruja), todo esto divertía, conmovía al escritor. Ella le preparaba café y lo bebían juntos. Después permanecían en silencio. Cuando finalizaba la noche, la acompañaba hasta la escalera, cuyos peldaños crujían con fuerza en la oscuridad.

Pero el verano pasaba y nuevamente era necesario separarse. Él no decía las palabras esperadas: no fijaba la fecha del casamiento. Dudaba. ¿Podía arrancarla del teatro? Ella no querría y él respetaba demasiado la libertad ajena como para pedirle ese sacrificio. Pero entonces, si ella seguía en el teatro y él, enfermo, en Yalta, ¿qué sería esta unión? De nuevo la soledad, esa vida que se deslizaba «ni alegre ni aburrida, ni bien ni mal», esos días vacíos, con la única perspectiva de la muerte que se acercaba y, como acontecimiento, la visita, de vez en cuando, de una admiradora, la lectura de los diarios y por la noche la fiebre. Y mientras tanto ella, en Moscú, seguiría bailando «hasta las cinco y media, con su traje dorado, de gran escote», cortejada y admirada, viviendo tan, pero tan lejos de él… No era celoso. Se alegraba de su felicidad, de sus éxitos. A pesar de todo, era un hombre… hubiera querido tener a su amante sólo para él. Cuando iba a pasar algunos días a Moscú, ella no podía dedicarle, como él lo hubiera deseado, todos sus pensamientos, todo su tiempo. «Cuando llegue, iremos de nuevo a Petrovskoie-Rasuniovskoie (un parque de los alrededores de Moscú), Pero solamente si es por todo el día, si el tiempo es hermoso, un tiempo de otoño, si estás de buen humor y no me dices a cada instante que debes correr a un ensayo.» (20 de agosto de 1900).

«En el invierno olvidarás qué hombre soy; yo amaré a otra, encontraré otra, parecida a ti; y todo seguirá como antes…»

«Mañana mi madre se va a Moscú; tal vez yo también lo haga pronto, aunque esto sea perfectamente ridículo. ¿Para qué partir? ¿Para qué? ¿Para vernos y marcharme de nuevo? Muy interesante…»

A veces este hombre tan dueño de sí, tan recatado en la expresión de sus sentimientos, deja escapar una queja, un reproche:

«Eres terriblemente fría, dice, como le corresponde, por otra parte, a una actriz. No te enojes, querida, lo digo al pasar, entre otras cosas…»

Pero ella lo amaba y había decidido que le perteneciera. En Rusia, lo más corriente era que la mujer decidiera estas cosas. De carácter suave, soñador y pensativo, el hombre dejaba gustoso su vida entre las manos de su compañera.

Alrededor de ella todo el mundo sabía o adivinaba el romance. Antón Pavlovich le escribía ceremoniosamente a su hermana: «Saluda de mi parte a Olga Leonardovna».

—Nos hemos reído ambas —le contesta Olga—. ¡Ah!, eres un chico grande…

Pero a veces se inquietaba. Escribía tan poco… ¿No quería verla más? ¿Qué le ocultaba? ¿Era cierto que se iba otra vez al extranjero? ¿Por qué? ¿No vendría a Moscú por unos días? El tiempo era hermoso. Hacía mil preguntas, como suelen hacerlo las mujeres, y se negaba a contestar a la única interrogación, informulada, es verdad, de Chejov, pero que se leía entre líneas: ¿Sería algún día sólo suya o estaría siempre dividida entre él y el teatro?

Ella exclamaba entonces, con la conmovedora astucia femenina:

—Pero si tienes un corazón tierno y amante, ¿por qué endurecerlo?

Chejov no soportaba nada que pudiera parecerse a escenas, a esos diálogos entre dos seres que tratan en vano de mostrar el pensamiento que jamás muestran por completo, que se consumen tratando de descubrir mutuamente su alma sin conseguirlo nunca. Más valía resignarse y callar.

Él escribe tristemente esta carta adorable:

«En Yalta, siempre sin lluvia. ¡Llegó la sequía! Los pobres árboles, sobre todo los de este lado de la montaña, no han recibido ni una sola gota de agua y están ahora amarillentos; lo mismo sucede con cierta gente, que durante toda su existencia no recibe ni una gota de felicidad. Sin duda, así debe ser.» (27 de setiembre de 1900).

La vida continuaría, pensaba. Olga iba a venir y a marcharse. Él no tendría jamás un verdadero hogar. ¿Era necesario, quizá, que así fuera?

Pero cuando la invitó de nuevo a Yalta, ella rehusó con indignación. No quería seguir siendo su amante ni reunirse con él a escondidas, por la noche. «No entiendo, tienes un alma tan sutil ¡y me llamas! ¿Es posible que no comprendas?» (3 de marzo de 1901). Le decía que no podría soportar la mirada dolorida de la anciana señora Chejov y el asombro de María. «¿Te acuerdas qué penoso fue este verano, qué torturante? ¿Hasta cuándo nos esconderemos? ¿Y por qué?… Me parece que te has enfriado, que no me quieres como antes, que simplemente te gusta que vaya a tu casa, que dé vueltas a tu alrededor, y eso es todo; no me ves como a un ser cercano a ti».

Mientras tanto, seguía su vida de teatro. Actuaba en Moscú y, en gira, en San Petersburgo.

Corría el mes de marzo de 1901. En la capital estallaron disturbios. En la plaza, frente a la catedral de Kazan, los cosacos cargaron contra la multitud con golpes de nagaika. Estudiantes y muchachas resultaron muertos o heridos. En otras grandes ciudades la sangre corría. La compañía del Teatro Artístico dé Moscú comía en Contant[10]; Olga Knipper llevaba un vestido de terciopelo negro con un pequeño cuello de encaje. Petersburgo discutía apasionadamente la mise en scène de Stanislavski, las piezas de Ibsen, el nuevo drama de Chejov: «Las tres hermanas».