V

La tienda del viejo Chejov era a la vez un almacén, herboristería y mercería. Había allí té, aceite de oliva, pomada para el pelo, kerosene, macaronis y pescado seco, todo eso metido sin orden ni concierto entre los estantes polvorientos, en un antiguo local. Arriba del mostrador colgaban guirnaldas hechas de bombones pasados por un piolín, como las cuentas de un collar. En barrilitos de salmuera nadaban arenques. Los «productos coloniales», halva, rahat-lou-koum, pasas de Corinto, tentaban a los jóvenes del puerto. La clientela era pobre: campesinos, marineros, revendedores griegos. En invierno, la tienda era muy fría por causa de la puerta, que sin cesar se abría y se cerraba, dejando entrar el viento de la estepa. En verano, el olor de las mercaderías atraía, al parecer, a todas las moscas de Taganrog. Pero eran una distracción esas moscas; se divertían haciéndolas morir; colocaban sobre las mesas frascos llenos de agua cuyo orificio estaba disimulado por un pedazo de pan empapado en miel y agujereado: las moscas caían y se ahogaban.

Cuando los pequeños Chejov debían reemplazar al padre en la tienda, lo hacían no para atender a los pocos clientes sino para vigilar a los dos dependientes, Andriucha y Gavriucha, pues el padre temía siempre ser robado. Andriucha y Gavriucha eran hijos de una pobre campesina ucrania que había creído asegurarles un porvenir dichoso abandonándoselos a Pablo Egorovich. Eran unos miserables chiquillos, maltratados, desnutridos y a quienes no se les pagaba, ya que estaban como aprendices por cinco años.

Mientras los hijos del dueño recibían el dinero y daban el vuelto, teniendo cuidado de no aceptar monedas falsas y de anotar bien «dos kopeks de té; caramelos: un kopek el par», los pequeños sirvientes corrían a buscar una botella de vodka en el sótano, pues la tienda de Pablo Egorovich era además una taberna. Su sótano contenía vino, cerveza, y durante las largas tardes de invierno los parroquianos se reunían en la tienda de Cliejov para charlar y beber.

Invierno y verano, se abría a las cinco de la mañana; no se cerraba nunca antes de las once de la noche. Andriucha y Gavriucha, siempre faltos de sueño, se adormecían sentados o de pie, en cuanto el ojo del patrón se apartaba de ellos por un instante. Antón estudiaba sus lecciones como podía, entre el ruido de los vasos golpeados, las risas y los gritos. Hubiera querido no ver más que sus libros: las lecciones eran difíciles y cada mala nota severamente castigada, primero en el colegio, luego en la casa. Pero, a pesar de él, lo distraían las voces, los pasos. Cuando no era un marinero que venía a buscar cigarros, era un campesino que pedía una hierba para curar a su mujer —«ella no se restablece después del parto»— (el padre vendía tisanas depurativas junto con reliquias de monasterio). A veces, un chiquillo venía a regatear velas de color colocadas en cajas rojas de madera, con forma de estrella.

Las ventanucas tenían rejas, como en una prisión; el piso estaba sucio; un hule roto y desteñido cubría el mostrador.

Antón alzaba la cabeza y veía caer la nieve. La luz de una vela temblaba sobre su libro. Le daba pena estar allí encerrado y pensaba que de nuevo, al día siguiente, mientras sus camaradas jugasen afuera, él estaría clavado a ese mostrador; pero un chico desgraciado busca y encuentra en todas partes parcelas de felicidad, del mismo modo que una planta atrae para sí, del suelo más ingrato, los elementos nutricios que la hacen vivir. Antón sé entretenía mirando a la gente, escuchándola. Unos monjes que pedían limosna para un convento cercano bebían una copa a escondidas; a veces algunos marineros hablaban de sus viajes. Otras veces los conductores de rebaños reñían con los revendedores de trigo; estos últimos, principalmente, formaban la base de la clientela; su tarea consistía en comprar los carros con granos que los campesinos conducían a la ciudad y revenderlos a negociantes más ricos, que a su vez los revendían a los millonarios del país: los Vagliano y los Scaramangni. Pero ese tráfico se hacía sobre todo en verano y en primavera. Durante el mal tiempo, los revendedores se aburrían; iban a la tienda de Pablo Egorovich como quien va a un club.

Antón los escuchaba a todos, uno por uno. Cada cual tenía su lenguaje, sus gestos, sus tics, sus relatos, que, no pertenecían más que a él, a su raza y a su casta… Los griegos, los judíos, los rusos, los popes y los comerciantes representaban una especie de comedia; eterna cuyo único espectador era él, Antón Chejov. Aún no había ido al teatro. Tenía diez u once años, pero sus hermanos mayores le habían explicado esas escenas, esos diálogos, esos decorados, esa vida extraña. Aquí también llegaban desconocidos y gente de paso; contaban sus historias y se marchaban. Era divertido observarlos y aún más divertido imitarlos, hablar como los frailes, con una vocecita cascada y lastimera, o sacar el tono, solemne de un cura gordo, o remedar al muchacho del judío que venía a ofrecer sus fardos de té. Antón, la cabeza apoyada en su mano (esa cabeza algo grande, por la cual sus amigos le pusieron como sobrenombre «renacuajo»), dejaba a un lado el libro de latín para ver mejor. Sus ojos brillaban. En la casa, imitaría para sus hermanos, para su madre, para su padre cuando estuviera de buen humor, el comportamiento de los compradores, sus suspiros, sus muecas. El domingo anterior había visto en la iglesia al gobernador de la ciudad, un gran personaje. Pero por más importante que fuera, él también tenía su manera particular y ridícula de arrodillarse, de sonarse, de mirar de arriba abajo a la concurrencia. Antón iba a representar la entrada; del gobernador en la iglesia. Se regocijaba de antemano.

Pero la tarde era larga. Antón, como los sirvientes, tenía sueño: nunca dormía lo suficiente. El colegio, la tienda, la iglesia, devoraban las horas de descanso; el padre pensaba que los muchachos tendrían tiempo para dormir cuando fueran grandes y que la juventud le había sido dada al hombre para trabajar y ayudar a sus padres. Poco a poco Antón agachaba la cabeza sobre su libro; se dormía. Por fin los parroquianos se marchaban, se cerraba la tienda y él podía Volver a la cama.

Cuando el padre salía, Sacha no detestaba tomar su lugar y mandar a sus hermanos menores. Pero no le resultaba fácil hacerse obedecer de Antón. Ya no era el chico que lloraba arriba de su maleta:

—Sé mi amigo…

Día a día se volvía más independiente ese mocoso, juzgaba Sacha. Y testimoniaba su independencia de un modo particular: no era ni frío ni serio como Iván, ni caprichoso ni loco como Nicolás, pero eludía la influencia ajena con paciencia y una gran firmeza. Nadie sabía jamás exactamente lo que él pensaba y lo que él sentía. Un extraño pudor, como el que una muchacha puede tener de su cuerpo, preservaba de los demás el alma y la mente del pequeño Antón. Ahora bien; Sacha tenía apego al privilegio de los mayores: le gustaba ser admirado e imitado. Un día, irritado al no poder doblegar la voluntad de Antón, le pegó. Esto sucedía en la tienda, en ausencia del padre. Antón se escapó.

«Ha ido a quejarse», pensó Alejandro, irritado.

El muchacho no volvía.

«Seguramente ha ido con el cuento a mi padre», se imaginaba Alejandro, cada vez más inquieto.

Esperando lo peor, salió de la tienda. Permaneció solo largo tiempo. Por fin, vio a Antón con uno de sus primos. Ambos caminaban lentamente, gravemente, y al pasar cerca de su hermano, Antón no le dirigió la palabra ni lo miró siquiera, como si en vez de Alejandro hubiese sido uno de los toneles del viejo Chejov, como si Alejandro no hubiera existido.

Un sentimiento extraño, mezcla de cólera, de humillación, de melancolía y de respeto, llenó el corazón de Sacha. Siguió con la vista a los dos muchachos que se alejaban y, sin saber por qué, se echó a llorar.