XXXII

«Si me das tu palabra de que nadie en Moscú se enterará de nuestro matrimonio hasta que se haya realizado, me casaré contigo el día mismo de mi llegada, si quieres. Tengo un miedo espantoso de la boda, no sé por qué, y de las felicitaciones y de la copa de champaña que hay que tener en la mano, sonriendo vagamente». (Jueves 19 de abril de 1901).

Así, todo lo que la joven había imaginado y temido (la frialdad súbita de Chejov, los equívocos, mil quimeras) se reducía a esto: la cortedad, el pudor masculinos. Sonrió, pensó una vez más, sin duda, que sólo era un chico grande y aceptó todo lo que él quería. El casamiento estuvo rodeado, en efecto, de tanto misterio que los parientes más cercanos de Chejov lo ignoraron. Su hermano, Iván Pavlovich, fue a verlo el mismo día de la boda y no adivinó nada. El viernes 25 de mayo de 1901, en una pequeña iglesia de Moscú, el escritor y la actriz quedaron unidos ante la sola presencia de cuatro testigos que exigía la ley. Después de una breve visita a la madre de Olga Leonardovna, que ni siquiera había Osado invitarlos a comer por no molestar a Chejov, partieron en seguida hacia Nijni-Novgorod, en las orillas del Volga. En Moscú, los médicos, temerosos por la salud de Chejov, le mandaron una cura de leche de yegua. Este tratamiento parece haber tenido mucho éxito en Rusia, a comienzos de siglo. Sabemos que Tolstoi hizo a veces curas análogas.

Chejov y su mujer pasaron la primavera a orillas del Volga, en un sanatorio, y luego retornaron a Yalta. Pero no estarían juntos mucho tiempo: era otoño, el comienzo de la temporada teatral. Olga Knipper dejó a su marido en Crimea y volvió a Moscú.

Una vida extraña se iniciaba; torturante para dos seres enamorados. Sin cesar, separaciones, añoranzas, equívocos, vanas esperanzas, quejas; sin cesar, para Chejov, la soledad.

A poco de su matrimonio, le escribió a Olga, Leonardovna:

«Mi tos me quita toda energía… Piensa en lo por venir… Tú decidirás; como tú lo digas, así se hará».

En verdad le habían gustado en ella su entusiasmo, su vitalidad, tal vez cierta altiva frialdad que se disimulaba bajo apariencias muy femeninas, muy graciosas. Lloraba a menudo; tenía «sus nervios». Decía que sólo él podía consolarla, que lo necesitaba, pero, en realidad, él tenía que ver forzosamente que no le era imprescindible. ¿Y qué existencia podía ofrecerle a ella? La de enfermera, en la triste y polvorienta Yalta, a una mujer que podía trabajar, viajar, divertirse, instruirse: en una palabra, vivir. Cualquiera otra vida hubiera sido un sacrificio, y él no quería pedir sacrificios. Para una latina, la alternativa podría haber sido más simple, pero ella era nórdica: la entrega absoluta al hombre se le hacía dura, y a Chejov tal abnegación le hubiera parecido incomprensible y cruel. Era, como él, un ser humano. Tenía que vivir plenamente, y él… «Sin duda, mi suerte es así», decía.

Raramente se quejaba. Y con discreción y delicadeza extremas: «Te extraño mucho. Me he acostumbrado a ti como si fuera un niño…» (24 de agosto de 1901). «Te quiero, me hastío sin ti, mi alegría, mi alemanita, mi pequeña. Tu segunda carta ya es más breve y temo que te enfríes conmigo o, por lo menos, que te acostumbres a no tenerme cerca de ti.» (27 de agosto de 1901).

«Quisiera apasionadamente que mi mujer fuera sólo mía. La extraño a ella y a Moscú, pero nada se puede hacer. Pienso en ti y te recuerdo casi a toda hora. Te quiero, mi dulce amada.» (15 de noviembre de 1901).

Ella también sufría. Lo amaba con una ternura febril y llena de remordimientos. Cuando estaban juntos, durante los meses de verano o en sus breves entrevistas en Crimea o en Moscú, vivían tan bien, tan tranquilamente… Ella lo cuidaba, se ocupaba de sus ropas, de su alimentación. Cuando estaba ausente, las comidas eran malas; no encendían las estufas; los sirvientes descuidaban su trabajo. La madre de Antón Pavlovich y una vieja sirvienta se ocupaban de él, pero una tenía setenta años y la otra ochenta. Sus grandes esfuerzos por su bienestar daban mediocres resultados. Sí, Chejov necesitaba a su mujer, y ella pensaba con tristeza en el escritor enfermo, solo, en «su querido rostro tierno», en «sus ojos amantes, acariciadores». Entonces, le escribía:

«Quisiera estar contigo. Me maldigo por no haber abandonado la escena. Yo misma no comprendo lo que me sucede y esto me irrita… Me hace mal pensar que estás solo allá lejos, que estás triste, que te hastías y que yo estoy ocupada aquí en una tarea efímera, en vez de entregarme por completo a nuestro amor».

Esto le escribía, pero en cuanto él parecía estar de acuerdo («¿Quieres abandonar el teatro? ¿Es verdad?»), en seguida exclamaba:

«Sin trabajo me aburriría enormemente. Deambularía de un rincón a otro, irritada por todo. Perdí la costumbre de una vida ociosa, y ya no soy tan joven como para destruir en un segundo lo que obtuve con tanto trabajo».

Éste era el grito de su alma. Era duro para una mujer enérgica y talentosa renunciar a sus legítimas ambiciones. Chejov lo comprendió; se propuso desde entonces no quejarse. Aún más, con una extraordinaria nobleza de alma, se esforzó por consolarla, por tranquilizarla, por mostrarle que no era culpable.

«De que no vivamos juntos, ni tú ni yo somos culpables, sino el demonio, que puso en mí bacilos y en ti el amor por el arte».

Y así continuaban sus vidas. Olga Knipper estaba en Moscú o en San Petersburgo. El éxito en el teatro, un trabajo duro pero fecundo, la amistad de los hombres más famosos, de las mujeres más brillantes: ésta era la ración de felicidad de la joven actriz. Esa temporada se daban las primeras piezas de Máximo Gorki; se apasionaban por este nuevo escritor. Discutían a Ibsen y a Sudermann. Viejos y endurecidos funcionarios derramaban lágrimas al escuchar «Tío Vania» o la queja de las tres hermanas: «¡A Moscú! ¡A Moscú!» ¡Y cuántos bailes, cuántas comidas después de las representaciones, cuántas flores, cuántas fiestas! A Olga Leonardovna la aclamaban tanto por sí misma, por su talento, como por ser la mujer de Chejov. Decían que era una actriz inteligente, brillante. Pasaba con soltura de «los bajos fondos» de Gorki a los papeles de las grandes coquetas. Llevaba tan pronto (y con el mismo placer) los harapos de la vagabunda como el vestido rojo fuego de la demi-mondaine en una pieza de Nemirovich-Danchenko. Para este último espectáculo la dirección le había otorgado mil doscientos rublos para gastar en su vestuario. («En el segundo acto tendré un traje de baile rojo, cubierto de lentejuelas brillantes, que resplandecerá como una llama»). Los actores del Teatro Artístico no vivían en un mundo aparte, limitado únicamente a los intereses de la escena. Aquí y allá los recibían, los agasajaban. Actuaban ante el zar. Eran aplaudidos por los estudiantes pobres, por los aristócratas, por los altos funcionarios, por los ricos comerciantes. Toda Rusia conocía a estos actores; vivían en una atmósfera de adulación y de alabanzas.

«El Teatro Artístico, escribía Gorki, es tan hermoso e importante como la Galería Tretiakov, como Vassili Blajenny, como todo lo mejor de Moscú».

El juvenil conjunto tenía conciencia de las esperanzas puestas en él, del orgullo que inspiraba. Cada triunfo le daba nuevas fuerzas. Cada error, en lugar de abatirlo, lo exaltaba. ¡Qué rápido pasaba así el tiempo! Los ensayos eran largos, minuciosos. Todos los preparativos tenían algo de alegría y de fiebre. La falta de primeras figuras, la cohesión del conjunto, un cierto espíritu de sacrificio y de modestia en beneficio del trabajo en común, idealizaban y ennoblecían la escena.

En las cartas de Olga Knipper apenas se habla de ganancias, jamás de publicidad, muy raramente de celos o intrigas. La mueve un extraordinario amor al trabajo bien hecho. Y después del trabajo, las distracciones ocupan un lugar importante en su existencia. Ya sea una comida en casa de amigos («Todo estaba muy rico: hongos, arenques, zakuskis, maravillosos pastelitos que se deshacían en la boca, esturión, carne con verduras y un helado de chocolate.»), ya una representación organizada por los mismos actores y sus amistades («La farra duró hasta las cuatro de la mañana. Era una especie de locura… Jugué al gato y al ratón.»), o bien un encuentro en lo de Olga Knipper («El departamento en completo desorden; hemos bebido, comido, cantado, bailado.»). Después, un árbol de Navidad y otra cena que dura hasta las diez de la mañana porque cuando eran las siete Chaliapín, hasta entonces malhumorado, se había suavizado de repente y había empezado a cantar romanzas gitanas.

«Te diviertes mucho, mi querida», escribe Antón Pavlovich. Entonces ella protesta:

«¿Llamas diversión a nuestra locura de los últimos días? ¡Pero amigomío!…»

Y, en efecto, era para ella la rutina ordinaria y monótona de todos los días. No hubiera dudado un instante en abandonar todos esos placeres para correr hacia su marido. Lo que la detenía era «el voraz teatro».

Entre tanto, Chejov también describía su vida: había echado sangre durante algunos días, pero ya estaba mejor. Sobre todo, ella no debía inquietarse. Llevaba una compresa; enorme e incómoda. En Yalta no había crema; los médicos le recomendaban comer mucho; hacía lo posible, pero a veces no tenía apetito. Había cazado dos ratones. ¿Quién se atrevería a decir que no se ocupaba en nada? Llovía, hacía frío.

¿Veía gente? Sí; demasiada. «Un amigo acaba de pedirme seiscientos rublos hasta el viernes. Siempre me piden dinero prestado ‘hasta el viernes’». ¿Su mujer no podida venir a pasar con él dos o tres días? ¿No? ¿Era imposible? ¡Tanto peor! ¿Vendría para Navidad? ¿No? ¿Ensayaban una nueva pieza? ¿Todos sus días estaban ocupados? Ella estaba desolada por haberlo apenado. ¿La había esperado? ¡Pobre Antón! Pero no: «No te espero para las fiestas, no tienes que venir aquí, mi chiquita, le escribe. Trabaja, todavía tendremos tiempo de vivir juntos: Te bendigo, mi pequeña». ¿Tal vez podría arreglar para ir a verlo durante la primera semana de Cuaresma?

¡Ah, voraz teatro! Sí, huía del escenario por cuatro o cinco días, llegaba, organizaba algo que se pareciese a un hogar. Se sentaba a su lado, en su gran sillón, o se arrodillaba ante él, a sus pies. Le hablaba del teatro; le cantaba sus romanzas preferidas. Y volvía a marcharse. Él se quedaba solo. Iba a sentarse en su banco, al sol, entre sus animales favoritos, perros, cigüeñas que gritaban con voz ronca y extraña; cortaba las ramas de los rosales. Pero eso lo cansaba demasiado; se sentía sofocado; de nuevo se arrastraba hasta su banco.

Le escribía: «Dios te guarde. Que estés alegre y con buena salud, mi chiquita; escríbele más extenso al malo de tu marido. Cuando estás de mal humor te vuelves vieja, opaca, y cuando estás alegre o como siempre, eres un ángel.» (15 de diciembre de 1901).

Ella había bebido y bailado hasta las ocho de la mañana: «¡Si supieras cómo te envidio! ¡Envidio tu valor, tu frescura, tu salud, tu humor…!» «Vivo como un monje y sólo pienso en ti…»

Sí, era una singular unión, y sin duda, el amor existía, igual y ardiente por ambas partes. Pero contrariamente a lo que sucede en general, era el hombre quien sacrificaba su felicidad a la de su compañera; la mujer, quien aceptaba el sacrificio. Pero esta inversión de los papeles debía de estar fuera de las normas, pues despertaba agudos remordimientos en el alma de Olga Knipper y jamás podía ser completamente feliz.

Pocas veces hablaban de lo que los separaba. ¿Para qué? A medida que envejecía, el escritor se tornaba cada vez más reticente y escrupuloso. No quería quejarse ni aun explicar lo que hubiera deseado. Todas las palabras eran falsas. Nadie podía comprender a nadie. Sobre todo había que abstenerse de sermones, de moral y de palabras exageradas. Todo era inútil. Se muere sólo como se ha vivido. Ni el amor ni la amistad pueden mitigar esta soledad. Es necesario callarse. Soportarlo todo e inclinarse sin decir nada. «Sufre y cállate… Digan lo que digan, te parezca lo que te parezca, cállate y cállate…»

Deseaba con todas sus fuerzas la serenidad, el desprendimiento. No era fácil. Tenía apego a muchas cosas, al éxito de sus piezas y de sus libros, a su mujer, a la salud, a la vida. Todo se lo quitarían poco a poco.

Estaba recostado en su escritorio. Tenía fiebre. Suspiraba:

—Vivir para morir, no es muy divertido, pero vivir sabiendo que uno morirá pronto, es completamente estúpido…

La vida carecía de sentido. Al menos, le era imposible al hombre encontrárselo; ello escapaba al razonamiento humano. El hombre sólo tenía poder sobre sí mismo, sobre su propia alma. A fuerza de paciencia, de cortesía, de dignidad, de calma, se podía remodelar su propio corazón. Sin duda, esto era lo único seguro para Chejov.

¡Cómo odiaba a Yalta! Crimea era hermosa, pero esta ciudad «europea y burguesa a la vez» parecía una feria. «Hoteles semejantes a cajas y donde se marchitan desdichados tuberculosos, tártaros de insolente aspecto, un olor a perfumería en vez de aroma de los cedros y del mar». Yalta siempre le resultó desagradable. Ahora le era odiosa. ¡Cuánto le hubiera gustado escaparse! Las tres hermanas repiten: «¡A Moscú! ¡A Moscú!». No son más que reflejos del mismo Chejov. Moscú, el tañido de sus campanas, su aire helado, sus trineos, todo eso le faltaba. Y Moscú era la vida, el teatro, el amor… Aquí, él paseaba sin objeto a orillas del mar. Era un hombre flaco, de pulso leve, con ojos tiernos, femeninos casi. La cara arrugada se ensombrecía, llevaba el pelo siempre demasiado largo, descuidada la barba. Las jóvenes lo contemplaban con adoración. Había hecho construir en Yalta una casita blanca en una avenida polvorienta. Vivía allí con su madre. Los cuartos estaban siempre silenciosos y fríos. Sobre su escritorio brillaban dos velas cuando llegaba la noche. A veces, con los ojos cerrados, permanecía días enteros inmóvil en su sillón. Su anciana madre vacilaba, suspiraba (sabía que a él no le gustaba hablar de su salud); después no resistía más; se le acercaba y preguntaba tímidamente:

—¿Sufres, Antocha?

Él contestaba:

—¿Yo? No, no es nada. Me duele un poco la cabeza.

Cuando se sentía mejor bajaba al jardín y miraba el cementerio tártaro, no lejos de allí, iluminado por el sol. Recordaba tal vez su imprudente deseo: «La felicidad que continúa de un día al otro, de una mañana a la otra, no podría soportarla. Prometo ser un excelente marido, pero denme una mujer que, como la luna, no aparezca cotidianamente en mi horizonte». (Carta a Suvorine, 1895).