XX
Algún tiempo después le fue requerido «Ivanov» para presentarlo en Petersburgo, y, por una inexplicable contradicción del público, la pieza que fracasara el año anterior fue recibida con gran aceptación.
17 de febrero de 1889: «Mi ‘Ivanov’ sigue teniendo un éxito enorme, fenomenal. En Petersburgo hay ahora dos atracciones: la Friné, de Sémigradsky, completamente desnuda, y yo, vestido».
El éxito teatral tenía algo de embriagador. Chejov empezaba a amar el aire que se respira entre bastidores. Pasó toda la noche de Pascua con los actores, borrachos. Hasta él mismo bebió. Algunos días después (5 de marzo de 1889) anota que estuvo en lo de unas gitanas, por primera vez, según parece, lo que no deja de ser asombroso. «Cantan bien esas bestias salvajes… Su canto se parece al estruendo de un tren que cayera desde lo alto de una colina, durante una fuerte tormenta…»
Al llegar el verano, toda la familia se marchó al campo, igual que otras veces. Era raro que Chejov se separara de los suyos. Estaba tan acostumbrado a ellos, decía, como a un chichón en la frente, o como a un equipaje. Pero el equipaje le salía caro. Era necesario escribir y escribir para mantener a toda esa gente. Sin embargo, Suvorine le decía a Alejandro:
«—¿Por qué su hermano escribe tanto? Eso es muy perjudicial».
Y el anciano Grigorovich de largo pelo blanco, bigote y barba plateados, con su aspecto inocente y alegre, puro y elevado de muchacho viejo (los intelectuales de edad adoptaban gustosamente esa expresión de candor), levantaba los brazos al cielo: «¡Prohíbanle que escriba tanto! ¿Es para ganar dinero?»
¡Encantador Grigorovich! Chejov lo quería mucho, lo veneraba menos que antes. Sonreía, los dejaba hablar. «Papá y mamá tienen que comer». Resignadamente, arrastraba tras de sí a su familia. Durante tres veranos seguidos los Chejov vivieron en Babkino. Ahora alquilaban una casita en Ucrania, a cien rublos la temporada. Era un pabellón construido en el fondo de un parque abandonado, a las márgenes de un río ancho y profundo. Los días de fiesta los campesinos ucranios bajaban en sus barcas por el río y tocaban el violín. Los dueños vivían en la casa grande. La madre, una vieja mujer amable y culta, leía a Schopenhauer y admiraba a Chejov. Su hija mayor era ciega; tenía un tumor en el cerebro y sabía a ciencia cierta que su muerte estaba próxima.
«Soy médico, decía Chejov, y estoy acostumbrado a la gente que pronto ha de morir; siempre me pareció raro ver a quienes tenían los días contados sonreír o llorar delante de mí; pero aquí, cuando contemplo en la terraza a la ciega que ríe, bromea o escuché la lectura de mi libro, lo que empieza a parecerme extraño no es que esa mujer vaya a morir, sino que nosotros no sintamos nuestra propia muerte y escribamos libros como si jamás tuviéramos que morirnos».
La segunda hija era tímida, suave y tranquila. Ambas habían estudiado medicina. La tercera, joven aún, era fuerte, curtida y risueña; había fundado una escuela en sus tierras y les enseñaba a los pequeños campesinos ucranios las fábulas de Krylov. Había además dos varones, uno de los cuales era pianista talentoso.
En Rusia, entre los terratenientes nobles del siglo XIX, se daban a menudo hombres cuyo espíritu y costumbres eran extraordinariamente puros y elevados; instruidos, desinteresados, sólo se encontraban a gusto en un medio austero y límpido; como el montañés, que sólo respira bien en las altas cumbres. La música, las lecturas, las conversaciones sustanciales y profundas, los amores ideales, ésta era su vida. Amaban la naturaleza y el arte; eran hospitalarios, amables, sencillos, llenos de buena voluntad. La miseria, el vicio y la corrupción se desencadenaban alrededor de ellos; lo deploraban y sufrían, pero no tenían fuerzas como para cambiar una mínima parte del mundo exterior. Gemían y esperaban tiempos mejores, en una blanda pereza, en una amable resignación, haciendo trabajos irrisorios, tal como fundar un hospital o una escuela o higienizar chicuelos. Otros tiempos vendrían… Llenos de admirables intenciones, vivían con gran dignidad en sus dominios empobrecidos y había en ellos una pureza, una melancolía y una debilidad que agradaban a Chejov. Por encima de todo, amaba el marco que rodeaba sus existencias. Esos vastos jardines agrestes, esas avenidas de tilos, esos estanques, esas hermosas casas señoriales, de líneas tan simples y tan nobles, las piezas blancas, casi desnudas, los acordes del violín y del piano que se escuchaban por la tarde, escapándose por las ventanas abiertas, las largas conversaciones en la escalinata, al atardecer, todo eso era nuevo para Chejov, el ciudadano, emocionante para el plebeyo que seguía siendo. Supo describir a los terratenientes nobles con el acierto de Turguenev, y en numerosas páginas de su obra resuena un acento casi profético; es una sociedad decadente; son condenados lo que él nos pinta. Pero lo que más le gustaba todavía era la naturaleza.
«10 de marzo de 1888, Sumy, territorio de Kharkov, propiedad de los Lintvarev:
»En alguna parte, entre las hierbas del río, grita un misterioso pájaro, difícil de distinguir y que aquí llaman bugai. Grita como una vaca encerrada en el establo, como la trompeta que despierta a los muertos… Los mosquitos son rojizos, muy malos; de los pantanos y de los estanques brota la fiebre…»
Pero:
«qué maravillosa música se escuchaba en el silencio de la noche, qué profundo olor a heno fresco… La propiedad de los Smaguine (eran parientes lejanos de los Lintvarev) es antigua, abandonada, y muerta como una vieja tela de araña. La casa se hunde; las puertas no se cierran; entre los intersticios de las tablas aparecen nuevos brotes de los cerezos y de los ciruelos. En el cuarto donde dormí, entre la ventana y el postigo, un ruiseñor había construido su nido…»
En esa época había muchas amistades femeninas en la vida de Chejov. Esas mujeres amables y serias lo admiraban y todas sentían por él una ternura casi maternal y al mismo tiempo llena de coquetería y de desazón, porque si el Chejov escritor salvaguardaba su libertad interior, qué no decir del Chejov hombre… Era tan hermético, tan reservado, tan púdico, que con él las mujeres se sentían sobre un terreno movedizo y lleno de emboscadas. Todos sus héroes aman a medias o se prohíben amar, y Chejov se les parece algo.
El primer verano que pasaron en Ucrania fue enteramente delicioso. Las cartas que ese año escribió a sus amigos son un encanto de gracia, de malicia, y tienen una alegría infantil y ligera. A principios de agosto fue a pasar algunos días en casa de los Suvorine, en Crimea; viajó por el mar Negro y el mar Caspio. Era feliz, estaba contento; gozaba ingenuamente de su éxito.
El año 1889 apareció ensombrecido desde sus comienzos por la enfermedad de Nicolás. Desde mucho tiempo atrás su salud inspiraba temores a los suyos. Chejov no podía cerrar los ojos ante la evidencia: su hermano se moría de tuberculosis. Pagaba ahora el precio de una existencia absurda: esa juventud sin calor y sin techo, en la que corría por la nieve con las botas agujereadas; la pasión por el vino, la relación degradante. «Los asuntos del pintor van mal. Los días son cálidos. Toma mucha leche, pero la temperatura es la misma; el peso disminuye cada día. La tos no lo deja descansar. Está acostado en su cuarto, sale por media hora, duerme mucho y delira en sueños.» (4 de junio de 1889). Se acercaba el final. Chejov, médico, encontraba en sí mismo los alarmantes síntomas de la enfermedad de Nicolás. Había tenido una segunda hemorragia, muy fuerte, en 1886. «Cada invierno, otoño y primavera, y cada día húmedo del verano, yo toso. Pero eso me da miedo solamente cuando veo sangre» (Carta a Suvorine, 14 de octubre de 1888). Sin embargo, no se dignaba cuidarse, cambiar de vida. Miraba morir a Nicolás con profunda piedad. Había querido mucho a su hermano y le reconocía un gran talento. Era ese talento perdido, sobre todo, lo que él lamentaba.
En el mes de junio llegó Alejandro y Chejov quiso aprovechar para descansar unos días. Deseaba volver, con un amigo, a la propiedad de los Smaguine, que tanto le gustara el año anterior, y acostarse de nuevo en el cuarto donde el ruiseñor había hecho su nido y donde crecían, sobre el piso, los brotes de los cerezos salvajes. Pero ahora todo era distinto… En la mitad del camino comenzó a llover. Chejov y su acompañante llegaron a la casa de los Smaguine «de noche, empapados, transidos; nos acostamos en camas frías; nos adormecimos con el rumor de la lluvia fría. En la vida olvidaré ese camino embarrado, este cielo gris, estas lágrimas sobre los árboles. Por la mañana llegó un campesino que nos traía un mensaje completamente mojado: Kolia había muerto».
Volvieron en seguida. En la ciudad tuvieron que esperar el tren desde las siete de la tarde hasta las dos de la mañana. Sin saber qué hacer, Chejov vagó por las calles frías, oscuras, desiertas. Entró en el jardín municipal; buscó el refugio de una pared; era la pared de un teatro; se podía escuchar a los actores; ensayaban un melodrama. Algunas semanas antes soñó que recibía una condecoración (Stanislas de tercera clase):
—Te espera una cruz, Antocha —le dijo su madre. Como todas las mujeres del pueblo, sabía tirar las cartas, interpretar los presagios, explicar los sueños:
—Es una cruz, un sufrimiento…
Al día siguiente, estaba de vuelta en su casa. El entierro lo tranquilizó un poco. Había tanta calma; los hermanos y los amigos del pobre Nicolás llevaron el ataúd hasta el cementerio del pueblo; «la cruz se ve desde muy lejos a través de los campos. Parece que él (Nicolás) estuviera acostado allí muy confortablemente».