XXVI

Tolstoi predicaba que la propiedad es un mal. Pero ¡qué alegría para Chejov ser propietario! No tener que pagar alquiler; eso sólo era embriagador. Cuando se instalaron los Chejov, Melikhovo estaba cubierto de nieve y de hielo; la casa, construida en el centro de un gran espacio desierto, parecía abandonada en el medio «de una pequeña Siberia». La familia estaba desilusionada. Nadie comprendía la dicha de Antón, pero desde mucho tiempo atrás habían renunciado a entenderlo. Él estaba satisfecho con esa casa aislada, ese tranquilo escritorio «con tres grandes ventanas». Se levantaba muy temprano; trabajaba, no sólo intelectualmente, sino físicamente, y esto era nuevo y delicioso para él. Limpiaba el patio, arrojaba en el estanque la nieve espesa, rompía el hielo. En este patio trazaría un jardín, plantaría árboles frutales, lo adornaría con rosas. Sus dos infelices hermanos mayores tenían el don de estropear y perturbar todo alrededor de ellos; en cambio a Antón Pavlovich lo empujaba una fuerza opuesta: embellecer, edificar, enaltecer. Él, que tanto había sufrido por el desorden ajeno, instauró en su vida y en la de los suyos una disciplina estricta, casi monacal. Se despertaba a las cuatro de la mañana. Se paseaba largamente por el jardín, que gracias a sus cuidados adquiría forma y vida. Lo acompañaban sus dos perros, Bromuro y Quinina, dos «salchichas[9]» de patas torcidas, cuerpo largo y extraordinaria inteligencia. Almorzaban a las doce. En seguida hacían la siesta, Luego escribía hasta las últimas horas de la tarde. «Desearía, le decía a Suvorine, ser un viejecito calvo, estar sentado en un cuarto confortable, ante una gran mesa, y escribir, escribir». «La literatura tiene de bueno, agregaba sonriendo, que uno puede estar sentado, pluma en mano, durante días enteros, sin advertir cómo pasan las horas, y sentir, al mismo tiempo, algo que se parece a la vida». Por la noche, sólo él y su padre velaban en la casa tranquila; él seguía escribiendo; el padre cantaba letanías a media voz y oraba. Los años, la comodidad, el respeto con que lo trataban, habían refinado al anciano; difícilmente se hubiera reconocido en él al antiguo déspota, el tendero con el puño siempre amenazante y la boca llena de improperios.

Chejov se comportaba como hijo abnegado y respetuoso y el padre sabía ocupar su lugar, pero siempre había entre ambos un raro malestar. Chejov no podía olvidar del todo el pasado, los golpes, esa dura infancia… El padre estaba sometido y a la vez secretamente irritado.

«Hoy, escribe Chejov, mientras comíamos, Vissarion (era el sobrenombre que, en su juventud, él y sus hermanos le habían puesto al tirano doméstico) peroraba; estaba diciendo que los ignorantes son mejores que la gente instruida. Yo entré: él se calló». (Carta a Alejandro, 11 de maro de 1897).

El resto de la familia, adoraba a Antón y, con las mejores intenciones del mundo, le hacían la vida insoportable. Un día vino a verlo a Melilihovo su hermano Alejandro; estuvo un tiempo con él, luego partió y ya en camino, mientras esperaba el tren en una pequeña estación de campaña, le escribió esta carta:

«Lopassnia, junio de 1893

»Antocha:

»Dejé Melikhovo sin decirle adiós a Alatrimantran (otro sobrenombre del padre). Estaba durmiendo, y ¡que Dios lo guarde! Que sueñe con salmones y aceitunas. Nuestra madre dijo que yéndome la hería… Nuestra hermana se puso triste cuando subí al Coche. Es lo normal. Pero lo que no es normal es mi estado de ánimo. No te enojes si huí cobardemente. Siento por ti una gran piedad. Yo también soy un hombre débil y no puedo soportar fríamente la desgracia ajena. He sufrido todo el tiempo viéndote, viendo tu vida espantosa… Todos, sin excepción, te desean lo mejor, pero el resultado es un total malentendido. Para apaciguar todos esos malentendidos, esas mutuas vejaciones, esas lágrimas, esos sufrimientos inevitables, esos suspiros ahogados, una sola cosa es posible: tu decisión postrera de que te marches solo.

»Nuestra madre no te comprende en absoluto ni te comprenderá jamás. Sufre profundamente, pero porque estás enfermo e irritable. No llegará a penetrar en tu espíritu. Nuestro padre, ayer, en el bosque, me repetía que nadie lo escucha. Es inteligente. Abuelo era administrador, ergo… Tú eres un hombre bueno y excelente. Dios te dio una chispa (de talento). Con esa chispa, dondequiera que vayas estarás en tu casa. Es necesario, cueste lo que cueste, que tu alma siga viviendo. Abandona todo: tus sueños de vida en el campo, tu amor por Melikhovo y todo el sentimiento y el trabajo que allí adentro enterraste. Melikhovo no es único en el mundo… ¿Qué sentido tiene que Alatrimantran devore tu alma como las ratas devoran las velas de sebo? Y no es difícil devorarla…»

De niño, Antón Pavlovich había conseguido salvaguardar su libertad interior, «su alma viviente», mediante el ensueño, el silencio y una suave e irónica resignación. Adulto, enfermo, célebre, lo salvaban los mismos remedios. La naturaleza lo consolaba mejor que ninguna otra cosa.

«Cuando veo la primavera, le escribe a Suvorine, deseo que en el otro mundo haya un Paraíso» (17 de marzo de 1892). Pasaba largas horas pescando con su caña a orillas del estanque.

Un día, una visita observó estupefacta que en el estanque no había un solo pez. Pero Chejov estaba tranquilo. Lo que más les llamaba la atención a los que lo veían por primera vez era su singular calma. Sus movimientos eran suaves y leves, su conversación simple y concisa, su voz fría, pero su sonrisa seguía siendo la de un niño (Recuerdos de Bunine).

«Tenía una ancha y blanca frente, de admirable forma», dijo Kuprine, que lo conoció más o menos en esa época. «Sólo en los últimos tiempos le aparecieron, en el entrecejo, dos arrugas verticales, pensativas».

Kuprine anota, además: «Sus ojos no eran azules, como parecía a primera vista, sino oscuros, casi castaños… A causa de sus lentes y la forma que tenía de mirar a través de ellos, levantando un poco la cabeza, su semblante parecía a veces severo…»

Después, «en sus ojos tristes brillaba una sonrisa; minúsculas arrugas se estremecían en sus sienes; su voz era profunda, dulce, pastosa» (Recuerdos de Máximo Gorki).

Adelgazaba cada vez más, tosía, envejecía y decía de sí mismo: «Me parezco a un ahogado». Pero negaba tercamente su mal y nunca su delicada salud le impidió cumplir con firmeza su deber de médico. Este hombre enfermo no vacilaba en salir de noche, hiciera el tiempo que hiciere, en viajar largas horas en coche por espantosos caminos, en permanecer en isbas infames a la cabecera de sus pacientes…

«De todos los médicos (de este país), yo soy el más desdichado: mis caballos y mi coche nada valen; no conozco los caminos; no tengo dinero; por la noche no veo nada, en seguida me canso, y, esto es lo esencial, jamás puedo olvidar que necesito escribir. Tengo muchas ganas de mandar el cólera al diablo y ponerme a escribir… Mi soledad es completa». (Carta a Suvorine, 7 de agosto de 1892).

«Me aburro. No ser dueño de sí mismo, no pensar más que en diarreas, sobresaltarse por la noche, cuando los perros ladran, y cuando golpean el portón (¿no vienen a buscarme?); viajar con caballos malos, por caminos desconocidos, leer solamente libros sobre el cólera, no esperar más que el cólera y, al mismo tiempo, ser completamente indiferente a esta enfermedad y a la gente a quien se es útil…» suspiraba aún. (Carta a Suvorine, 16 de agosto de 1892).

Pero era médico; no hubiera pensado ni por un instante en faltar a su deber. Escritor, encontraba su alimento en el espectáculo de esas vidas miserables. Adelgazaba más y más; escupía sangre. «Mi alma está cansada», escribía, pero con los sufrimientos propios y ajenos su obra se enriquecía.

Dos largos cuentos, casi dos novelas, fueron escritos con los recuerdos de Melikhovo: «Los campesinos» y «En el barranco». La forma en que Chejov describe a los mujiks debía chocar profundamente a la intelligentzia de su tiempo, «esa gente, como decía Gorki con ironía tajante, que toda su vida trató de comprender por qué es tan poco confortable estar sentado a la vez sobre dos sillas…»

La Intelligentzia idealizó siempre al mujik, pero no se tomó el trabajo de conocerlo. Permanecer en una isba, respirar el asqueroso olor del campesino, hablar con él, observar cómo vivía, cómo amaba, cómo trataba a su mujer y a sus hijos, todo esto no les importaba ni un ápice a los rusos cultivados, pero repetían como loros lo que les habían enseñado Tolstoi y Turguenev: «El mujik es bueno, es un santo».

No era en absoluto, por parte de la intelligentzia, una convicción basada en el razonamiento; era una actitud política. Querían reformas liberales. El gobierno las negaba so pretexto de que el pueblo no estaba maduro para la libertad. Probándole que el mujik era un ser extraordinario, de gran altura moral, se vejaba al gobierno y se le quitaba sus mejores armas: la burguesía no pedía otra cosa.

Pero Chejov conocía a los campesinos, instintivamente primero, porque por sus venas corría la misma sangre, y después porque los visitaba, los atendía, les hablaba y trataba de considerarlos como sus iguales. Se daba cuenta muy bien de que la intelligentzia se equivocaba. Los mujiks rusos no eran santos. Había entre ellos naturalezas suaves, resignadas, eternas víctimas, como Lina («En el barranco»), como Olga, de «Los campesinos». Pero en conjunto, qué dureza, qué bestialidad, qué vida feroz y miserable… Como seres humanos a los que una larga esclavitud tornara semejantes a bestias y cuya filiación divina aparecía como un relámpago, así, de modo conmovedor y emocionante, veía Chejov a los campesinos.

Vivían en casas sucias, sombrías y estrechas. «¡Cuántas moscas! La estufa estaba arrumbada; los tablones que hacían las veces de pared estaban torcidos y parecía que la isba, de un momento a otro, iba a caerse en pedazos» («Los campesinos»). El mujik maltrata a los animales (— La gata está sorda — ¿Por qué? — Y bueno. Le pegaron.), a los chicos, a las mujeres, a todos los seres indefensos. La miseria es espantosa. La comida está compuesta de pan negro mojado en agua. Los días de fiesta le agregaban arenque. Su única pasión es emborracharse cuando es pobre, continuar enriqueciéndose cuando es rico, y entonces ante nada se detiene: roba, mata si es preciso. Las mujeres son avaras y corrompidas, o bien miserables criaturas, enfermas de miedo desde la infancia. En un arrebato de furia Axinia mata al hijo de su cuñada («En el barranco»). El mujik desconoce la piedad. Su religión es puramente exterior: «María y Fekla se santiguaban, ayunaban todos los años, pero nada comprendían. A los niños no les enseñaban sus oraciones, no se les hablaba de Dios… sólo se les impedía comer carne en Cuaresma… Al mismo tiempo, todos adoraban las Sagradas Escrituras; las amaban tierna y respetuosamente, pero no existían libros, nadie podía leer». («Los campesinos»).

Cuando los padres, ya ancianos, enfermaban, sus hijos les decían que habían vivido demasiado, que ya era hora de que murieran. El mujik se sentía abandonado por todos: nadie lo ayudaba ni lo aconsejaba. «Los que eran más ricos y más fuertes no podían ayudarlos, pues ellos mismos eran groseros, deshonestos, borrachos». («Los campesinos»). «¡Pobreza! ¡Pobreza!», exclama Chejov. No era libertad sino bienestar lo que necesitaban esas criaturas. Pero era fácil exigir para ellos la libertad, que dependía de la buena voluntad del zar; en cambio, para darle bienestar al campesino hubiera sido preciso tocar los privilegios de la clase rica, y esto nadie lo deseaba. Por tal motivo, el público instruido no leía con placer los relatos campesinos de Chejov.