XIX
El director del teatro Korch, en Moscú, le había encargado a Chejov una pieza, confiado en que fuera cómica. (Para el gran público, el nombre de Chejov significaba ante todo el de un autor de relatos graciosos; no se habían acostumbrado todavía al tono tierno y serio que hizo suyo después de los años 1888-1889). Pero Chejov escribió «Ivanov», es decir, algo completamente distinto. «Los dramaturgos contemporáneos, decía, atestan sus piezas solamente con ángeles, monstruos y bufones. Yo he querido, pues, ser original. No creé ni un solo bandido ni un solo ángel… No acusé a nadie ni absolví a nadie…»
En Rusia, la manía moralizadora y didáctica no había perdonado al teatro. Querían aplaudir a personajes buenos, abnegados, enérgicos, honestos. Para el burgués ruso era una gran satisfacción el escuchar nobles discursos sobre la libertad, la dignidad, humana, la felicidad del pueblo. Entonces se sentía en paz con su conciencia; podía seguir viviendo, como a él le gustaba, en la pereza, la indiferencia egoísta y las mezquinas ventajas. Se imaginaba también que así vejaba al gobierno, que le hacía la contra, y sacaba de esto un placer inocente, Al público de los teatros nunca le gustó la verdad y era la verdad lo que el joven Chejov trataba de mostrarle.
Ivanov hizo un mal casamiento: se desposó con una mujer que no era ni de su raza ni de su clase. Quiso ser un héroe y pelear en la proporción de uno contra cien. Se esforzó por ser más generoso, más honesto, menos egoísta de lo que le permitía su naturaleza de hombre débil, de alma mediocre. Pasaron cinco años. No quiere más a su mujer; está tuberculosa y va a morir; al enterarse, él no siente «ni amor ni piedad, sino una especie de vacío, de fatiga». La abandona, la engaña, la insulta. Es responsable de la muerte de la desdichada Sara. Lo detestan, lo desprecian, y sin embargo no es un mal hombre; es sincero. Hace desgraciados a los demás y a sí mismo, pero… «si es culpable, no sabe por qué…»; «se equivocó, pero no le mintió a nadie»; «la gente como Ivanov no puede resolver problemas, pero sucumbe bajo su peso…»
Después de la publicación de las cartas de Alejandro Chejov a su hermano Antón, corresponde pensar que el personaje Ivanov se asemeja en algo a este Alejandro cuya extraña y atormentada trayectoria aparece retratada en su correspondencia[6]. Alejandro había sido un muchacho brillante, inteligente. No hay duda de que en su primera juventud gozaba de gran prestigio ante los ojos de Antón. Tenía ánimo e ingenio. ¿Y qué había sido de él? Comenzó su vida con una relación absurda. Era imposible concebir un hogar más desordenado y triste que el suyo. Alejandro no tenía un centavo; se vio cargado de familia; debía alimentar a sus propios hijos y al de su mujer. Se casó dos veces, y ni el amor ni la razón tuvieron cabida en esas uniones, pero sí un curioso sentimiento en el que se mezclaban la generosidad, la ilusión y la debilidad de carácter. Las dos veces fue un marido odioso, borracho, lleno de deudas. A las desgraciadas criaturas que él «salvaba» después no podía soportarlas. Y, sin embargo, Alejandro era digno de compasión. Antón lo juzgaba severamente, y, a pesar de él, le tenía lástima. En el célebre monólogo de Ivanov («no se casen con judías, ni con locas, ni con literatas… no vaya uno solo en contra de miles, ni peleen contra molinos de viento, ni se golpeen la cabeza contra las paredes») se encuentra un eco de los consejos de Antón a su hermano, consejos de moderación, de dominio de sí mismo, de armonía.
Pero lo que daba importancia a Ivanov era que este héroe poseía muchos rasgos de su raza y de su tiempo. Su desgracia, sus defectos, eran rusos. «La combatividad rusa es una cualidad específica: pronto se transforma en fatiga. El hombre, lleno de ardor, recién salido de las aulas, quiere levantar una carga que está por encima de sus fuerzas… Pero no bien llega a los treinta o treinta y cinco años empieza a sentir cansancio y aburrimiento…» (Carta a Suvorine, 30 de diciembre de 1888).
Por cierto, pensaba en Alejandro. Pensaba asimismo en Nicolás, quien, dotado de verdadero talento, lo había destruido mediante una existencia absurda (Nicolás vivía con una prostituta, también bebía y murió de tuberculosis). En la escena, Ivanov se mata. En la vida, Nicolás muere a los treinta y un años. Alejandro sobrevive; termina empleándose en lo de Suvorine; se vuelve formal, pero no conoce nunca la felicidad. Su decadencia moral, la extraordinaria mezquindad de sus intereses, sus fracasos de todas clases, su acritud, su descontento, son tal vez más trágicos que una muerte prematura. Y entre los que escuchaban a Ivanov, muchos debían reconocerse (no olvidemos que al nombrar a su héroe con el apellido más común en Rusia, como Durand en Francia, Chejov pretendía llamar la atención sobre su carácter universal).
Naturalmente, el público reaccionó con energía. Fue algo más —o algo menos— que un fracaso; fue un escándalo. En un palco bajo, la familia Chejov esperaba temblando. Entre bastidores, el propio autor se escabullía en el fondo de un camarín parecido a un calabozo. Los actores representaban mal; sólo habían ensayado la obra cuatro veces. La hermana de Antón casi se desmaya. «Yo estaba tranquilo», dice Chejov. Ésta frialdad debía de parecerse a la del hombre que en una catástrofe ferroviaria no ha sido herido y, moviéndose maquinalmente, sigue mirando lo que sucede a su alrededor. Los actores, emocionados, se santiguaban tras el telón, y sus labios pintados murmuraban inútiles palabras de aliento y los últimos, los vanos consejos.
Los tres primeros actos fueron bien recibidos. ¡Pero después! El apuntador mismo, con sus treinta y dos años de experiencia teatral, no había visto nada semejante. «Gritaban, aullaban, aplaudían, silbaban. En el buffet, casi llegan a las manos; en las últimas galerías, los estudiantes querían tirar a alguien abajo y la policía echó a dos». (Carta a Alejandro, Moscú, 24 de noviembre de 1887).
Esto último consoló un poco al autor, pero si había conservado algunas ilusiones sobre el éxito de su pieza, la lectura de los diarios, al día siguiente, lo desengañó: «Nunca se había esperado gran cosa del señor Chejov, pero jamás se hubiera sospechado que un hombre joven, con educación universitaria (sic), tuviera la audacia de presentar al público algo tan insolentemente cínico». «¡Qué pieza inmoral!» «¡Cómo el público era tan blando, tan indiferente, que se avenía a escuchar con tranquilidad esas tonterías!»
La crítica siempre se mostró dura con Chejov. Desde el principio de su carrera le habían profetizado que un día moriría borracho, en un zaguán, y eso le afligía. Lo que se dijo de «Ivanov» le resultaba desagradable, pero le llegaba menos que los ataques precedentes; al fin y al cabo su trabajo era escribir cuentos; no tenía nada que hacer con el teatro.
Por lo tanto, prosiguió con otros relatos, todos bien, recibidos: «Los fuegos», «El aniversario», «La crisis», etc. En 1888 le fue otorgado un premio literario (la mitad del premio Puchkin). Empezaba a ocupar un lugar preponderante en la vida literaria de su tiempo. Sus cuentos tenían ahora un tono más serio que los de su juventud. Todos sus amigos lo felicitaban por ello. Por fin, por fin había comprendido hasta qué punto es importante el papel del escritor, cuál es su misión, cómo en un país de trágico destino, como Rusia, todo lo que se crea está cargado de consecuencias. ¿Sufría la influencia de Tolstoi? Tanto mejor. ¿Casi no se permitía la risa en sus obras? ¡Qué bien estaba eso! Desde el punto de vista del éxito literario, más valía llorar que reír. Pero había en Chejov una extraordinaria libertad interior, algo de sutil, de evasivo, de contradictorio y de viviente que nadie había logrado someter. Él mismo tenía conciencia de esto: «Siempre me parece que engaño a la gente, decía, con mi semblante demasiado alegre o demasiado grave».
El servicial Chejov, que se desvivía por sus amigos, e, in petto, los mandaba al diablo; el Chejov de carácter, franco y abierto, que consiguió mantener en secreto y destruir luego una novela largamente soñada, hecha con amor, sin que nadie leyera jamás una línea; el tímido, el modesto Chejov, a quien toda Rusia imploraba seriedad, escuchaba las opiniones, se callaba y escribía un vaudeville: «El oso». («Si supieran que escribo un vaudeville, ¡qué anatema!»)
Y mientras «Ivanov», el drama, fracasaba estruendosamente, el vaudeville triunfaba en el escenario del mismo teatro Korch. Él éxito material fue tan grande que por primera vez en su vida Chejov conoció algunos meses, un año casi, de respiro, sin preocupaciones económicas.