XXV

Chejov se había hecho amigo de Suvorine, su editor. Curioso personaje este Suvorine, uno de los hombres más aborrecidos de su tiempo, pues era reaccionario y, sobre todo, oportunista. Pero, al parecer, Suvorine valía más que su reputación; se llega a esta conclusión leyendo las «Memorias[8]» que dejó, y que si bien no estaban destinadas al público, llegaron a éste por una serie de circunstancias casuales.

Alexis Suvorine, lo mismo que Chejov, pertenecía al pueblo; era nieto de un siervo. Empezó su carrera trabajando como maestro; enseñaba geografía en un pueblo perdido, en el centro de Rusia y le pagaban catorce rublos con sesenta kopeks por mes. Era casado y tenía un hijo. Quiso ser periodista; tenía que acercarse a Moscú; alquiló entonces para su familia una isba a diez verstas de la capital. Cuando su mujer iba a Moscú tenía que hacerlo a pie, y para cuidar sus zapatos se los sacaba y los llevaba en la mano, caminando por el polvo con los pies descalzos. Poco tiempo después, Suvorine quiso probar fortuna en Petersburgo; para el viaje, tuvo que pedir prestado un sobretodo a un amigo. Lo nombraron secretario en la redacción de un periódico. Trabajó animosamente y, sin duda, supo satisfacer las existencias de los hombres importantes y darse cuenta de qué lado soplaba el viento; pronto llegó a ser director del periódico más importante de Rusia, el Novoïe Vremia; grandes editoriales le pertenecían; por fin, los quioscos de periódicos, en todas las líneas de ferrocarril, estaban en sus manos y le proporcionaban enormes ganancias. Los envidiosos, basándose en una agudeza de Stchédrine, le pusieron por sobrenombre «¿Qué desea el señor?», pues en todo se esforzaba por compartir el mismo punto de vista del gobierno y éste le pagaba continuamente con nuevos favores. Pero en las páginas de su diario, que editado por el Soviet ha llegado hasta nosotros, se puede ver lo que realmente pensaba sobre los acontecimientos y los dirigentes rusos de aquel entonces, y su juicio no es indulgente. Chejov lo estimaba por su buen gusto literario, su ingenio y su intuición, y él también admiraba a Chejov sin reservas. Se entendían muy bien. A menudo viajaban juntos, y tenían las mismas inclinaciones por los libros, la pesca, los espectáculos y hasta por los cementerios.

«23 de marzo de 1896

»Hoy es Sábado Santo. He ido con Chejov a la tumba de Gorbunov. Abrimos el farol que está sobre la cruz; sacamos la lamparilla y la encendimos. Yo dije: “Cristo ha resucitado, Iván Fedorovich”». (Memorias de Suvorine).

Después de haber felicitado al muerto, Chejov y Suvorine prosiguieron su camino a través del cementerio. Suvorine observó que las tumbas estaban muy cerca del Neva: seguramente a él, Suvorine, lo enterrarían allí.

—Entonces mi alma —dijo— saldrá del ataúd y por debajo de la tierra irá hasta el río; allí, cuando encuentre algún pescado, entrará en él y nadará en él.

Chejov lo escuchaba con la mayor seriedad, mientras tironeaba pensativamente su pequeña barba descolorida. Había cambiado y envejecido mucho esos últimos años; su cuerpo, era flaco y endeble; sus grandes manos, secas y ardientes por la fiebre; llevaba sus lentes; algunas arrugas aparecían en su rostro cansado. «Se parecía, dice Kuprine, a un médico de campo o a un maestro de provincias…». A primera vista, parecía completamente simple, «pero luego se veía el más hermoso, el más fino, el más inspirado de los semblantes humanos».

Juntos, Chejov y Suvorine vieron las fiestas de la coronación. «Los días de esta coronación, escribe en su diario Suvorine, con singular acento profético, son claros, ardientes. Y el reinado será ardiente. ¿Qué se quemará? ¿Y quién?» (Memorias de Suvorine).

Ambos tenían pasión por el teatro. Suvorine tenía veleidades de autor dramático. Se quejaba a veces del ambiente de teatro, que, según decía, lo abrumaba. Sin embargo, agregaba:

—No puedo dejarlo. Hay algo allí dentro que me atrae.

En cuanto a Chejov, encontraba en el trato con los actores, en el aire polvoriento de entre bastidores, algo del calor y la vida que siempre le faltaron. El teatro era para los dos amigos un gran consuelo.

Por fin, ambos experimentaban cierto desdén hacia los hombres: cínico por parte de Suvorine, tierno y desilusionado por parte de Chejov. A su vuelta de Oriente, Chejov había encontrado a su alrededor una singular atmósfera «de indefinida malevolencia… Me atiborran con cenas, me cantan ditirambos y al mismo tiempo están dispuestos a devorarme. ¿Por qué? El diablo lo sabe. Si me pegara un tiro les daría un gran gusto a las tres cuartas partes de mis amigos y admiradores».

Esta malevolencia tenía múltiples causas: lo habían amado mucho a Chejov; se habían cansado de amarlo. Le tenían envidia: ¡había llegado tan joven a la celebridad! Algunos críticos le reprochaban con acritud que se creyera un genio, cuando sólo era un «joven literato con suerte».

El odio que Suvorine inspiraba a algunos recaía también sobre Chejov. Por todos lados lo acosaban para que renunciara a esa amistad y, naturalmente, más afecto le tomaba.

Esa frialdad, esa injusticia del público y de los críticos (Chejov decía de estos últimos: «No son hombres, sino una especie de moho»), esa sensación de soledad, de incomprensión, terminaban de madurar al escritor. Su independencia espiritual se tornaba más huraña. Se levantaba ahora contra el propio Tolstoi. La admirable «La sala N.º 6» data de 1392 y señala el momento en que Chejov rechaza definitivamente la influencia de Tolstoi. Nunca dejará de venerar al artista y amar al hombre, de considerarlo como «el más grande». Pero, interiormente, ya no le obedecerá más. No idealizará al pueblo:

«Corre en mí la sangre de un mujik, y las virtudes del mujik no me asombran».

Es médico y, como tal, no puede despreciar la ciencia y el progreso, como lo hiciera Tolstoi: le parece que «el hombre que supo utilizar el vapor de agua ha trabajado más en favor de la humanidad que si hubiera rehusado comer carne o si hubiera sido casto». Principalmente, ya no estaba de acuerdo con la teoría del perfeccionamiento interior, que era para Tolstoi la única panacea. La parte de Rusia que acababa de visitar, de Moscú a Sajalín, la Europa occidental que él admiraba, lo que veía a su alrededor y dentro de sí, todo le decía que la vida rusa era mala, que había que modificarla, trastornarlo todo si fuera necesario, pero no hundirse en una especie de nirvana, en una inútil contemplación de su propia alma.

El argumento de «La sala Νº 6» es conocido. En un hospital de provincias, sucio, sombrío, en donde reina un enfermero borracho y brutal, el médico deja que las cosas sigan su curso; afirma a sus enfermos que ahí abajo todo es relativo, que la desgracia es igual para el que vive en la riqueza como para el que se muere de hambre; que se puede ser tan libre en el rincón de una celda como en la estepa, tan dichoso en una cama de hospital como en un palacio. Son hermosas, consoladoras palabras. Pero un día, el propio médico cae enfermo; lo declaran loco y lo encierran. El enfermero le pega. Sufre. Entonces comprende, demasiado tarde, lo que otros han sufrido por su culpa.

Toda Rusia interpretó el símbolo a su manera… La sala Νº 6, con sus ventanas enrejadas, era el imperio; al brutal enfermero era fácil darle un nombre. El médico sin valor ni voluntad era la intelligentzia en su totalidad. ¿Era realmente esto lo que Chejov quiso dar a entender cuando escribió «La sala N.º 6»? ¿Se impugnaba la doctrina de Tolstoi o criticaba abiertamente el régimen?, ¿o, aún más profundamente, a toda la condición humana?; ¿o se limitaba a trazar un retrato verídico y preciso, sin darle un sentido? No se puede saber con certeza, pero el público tenía su convicción. Eso era lo esencial. «La sala N.º 6» contribuyó mucho a la celebridad de Chejov en Rusia; por ella la U.R.S.S. lo reivindica como suyo y afirma que, de haber vivido, hubiera pertenecido al marxismo. La gloria póstuma tiene estas sorpresas…

Él, sin embargo, no era feliz; no se sentía querido ni comprendido. Le parecía que su vida era inútil. Decía suspirando: «Escribir, ¿para qué? ¿Para ganar dinero? Si de todas maneras nunca lo tengo».

Entonces se refugiaba en el campo. Siempre lo había amado. En sus relatos describía sin cesar esas viviendas «poéticas y tristes, abandonadas», y sentía por ellas una fúnebre y voluptuosa predilección. Un verano alquiló un piso en una casa semiderruida; dormía «en una inmensa sala con columnas, donde no había ni un mueble, salvo un amplio diván para acostarse y una mesa…» Aun durante los días tranquilos, algo resonaba en las viejas estufas, y cuando arreciaba la tormenta la casa entera temblaba y parecía quebrarse, y daba un poco de miedo, sobre todo por la noche, cuando súbitamente los relámpagos iluminaban los diez ventanales.

Ya en su juventud tenía el sueño de la casa propia:

—Nunca hemos tenido un rincón nuestro —decía a sus hermanos—; ¡qué lástima!

A partir de 1892 fue dueño de una propiedad: Melilkovo.