XV
Era la una de la mañana de un mes de agosto. Antón escribía. Por las noches, en una casa rusa, a nadie se le ocurre dormir. El té de la tarde se prolongaba mucho; al pasar bajo las ventanas y ver luz, los amigos subían; después, ni pensarían en irse. El viejo Chejov leía en voz alta un folletín que le gustaba particularmente. Podía leer así, sin cansarse, durante horas. La única que lo escuchaba era su mujer. Los hermanos menores de Antón reían y hablaban entre sí. Alguien hacía sonar una caja de música. La tonada de «La bella Helena» se mezclaba con los gritos del niño de la pieza de al lado. Era el hijo de Alejandro. El mismo Alejandro dormía en la cama de Antón; éste se instalaría donde pudiera. La hospitalidad rusa no tiene límites.
Alejandro se había desembarazado por fin de su primera amante, pero en seguida se habría juntado con otra. Se trataba nuevamente de una mujer casada y, por añadidura, judía. Trabajaba en la aduana de Taganrog («mi hermano Alejandro es un humorista, escribía Antón: entró en la aduana de Taganrog cuando ya todo había sido robado…»). ¡Pobre Alejandro! Las deudas y las borracheras transformaban su vida en un infierno. Sobrio, era ágil, espiritual y encantador, un amable compañero y un hombre honrado. Pero a partir del primer vaso de vino perdía la cabeza; le sacaba dinero a su familia, a sus amigos, a desconocidos y jamás devolvía un centavo; se endeudaba cada vez más; les contaba sus desgracias a todos. Esa mujer que sacara del arroyo, Dios sabe por qué motivos caballerescos, sentimentales, tal vez por dejadez o por amor (él mismo no lo sabía), esa mujer se le hacía odiosa; la injuriaba, la maltrataba a veces. Y él lloriqueaba, mentía, pretendía querer a sus hijos, pero los descuidaba y les pegaba. Nicolás no valía mucho más; su querida y la de Alejandro eran hermanas. Nicolás también bebía, y escupía sangre. Pero lo veían menos a menudo que a Alejandro, quien, cuando las cosas iban demasiado mal, partía para Moscú, llevando consigo a su mujer, la sirvienta, los muebles, los canastos de ropa blanca y los chicos. Se instalaban todos en casa de Antón y vivían a sus expensas.
Antón escribía, a pesar de la caja de música, a pesar de la voz monótona del padre y los gritos del chiquito enfermo. Pero aquella noche, Alejandro se sentía más desgraciado que de costumbre. Le era absolutamente necesario contar sus cuitas a alguien, hacerse consolar; ¿y quién podría escucharlo mejor que Antón? Bostezando, gimiendo, entró en casa de su hermano. Le habló largamente del niñito. «Es seguro que tiene cólicos. Por eso llora». Además, Antón era estudiante de medicina: se le podían sacar algunos consejos gratuitamente. Después comenzaron los eternos suspiros, las quejas. Había echado a perder su vida. Era culpable, es cierto, pero nadie tenía compasión de él, nadie lo comprendía. Habló de su salud (mala), de la de su mujer, de su aburrimiento, de su existencia vacía, de sus camaradas insolentes o serviles, de la vida en general, de las costumbres, de la política, de Dios. Antón, resignado, lo escuchaba. El chico daba tales gritos que tapaban hasta la voz del viejo, hasta la musiquita de «La bella Helena», hasta los eternos razgovors del comedor. «Tener una pieza tranquila, pensaba Antón, un rincón para uno…» Había dejado de lado la página comenzada; Alejandro no lo soltaría hasta el alba. Mientras su hermano hablaba, Antón ponía los cuentos terminados en un sobre, lo dirigía a Leykine y garabateaba estas palabras:
«Este envío se cuenta entre los malogrados. Las observaciones son descoloridas y el relato demasiado corto. Tengo un argumento mejor y hubiera escrito más, pero esta vez la suerte está contra mí». (Moscú, agosto de 1883).
Llegado el verano, los Chejov dejaban Moscú. Padre, madre, hijos, con los dibujos de Nicolás, los papelorios de Antón, el samovar, los tarros de dulce y las cacerolas de la casa, se ponían a la búsqueda de un rincón barato en los alrededores de la ciudad. En 1885 alquilaron un pabellón en una propiedad llamada Babkino. En un extremo del parque se encontraba la casa de los dueños y en el otro estaba la vivienda de los Chejov, una construcción de madera larga y baja.
Llegaron allí en los comienzos de la primavera.
«En este momento son las seis de la mañana. Los huéspedes duermen… El silencio es extraordinario… Cuando llegamos, ya era la una… Las puertas de la villa no estaban cerradas… Sin despertar a nuestros huéspedes, entramos, encendimos la lámpara y encontramos algo que sobrepasaba todo lo que nosotros esperábamos: cuartos enormes… Hay más muebles que lo necesario… Una vez instalados, yo arreglé mis maletas y me senté para comer un bocado. Bebí un poco de vodka, un poco de vino, y… ¿sabes?, era un contento mirar a través de la ventana los árboles que se ensombrecían, el río… Escuchaba cantar a un ruiseñor y no podía dar crédito a mis oídos…»
Era el diez de mayo de 1885. Le escribía a su hermano Miguel, que permanecía en Moscú. No le gustaba, en su correspondencia, hablar de cosas que le importaran mucho. Y su amor por la naturaleza formaba parte de esos sentimientos púdicos y profundos que no se expresan sino en la literatura. Pero entonces es distinto, naturalmente. Uno se dirige a un monstruo mítico, invisible —el público—, y no al hermano, a Miguel, testigo burlón de los primeros escritos, que ya sabe cuántas veces uno ha utilizado, para ganar algunos centavos, el canto del ruiseñor, los «árboles sombríos» y el río. Pero esa noche Antón se sentía muy feliz, las preocupaciones se desvanecían. En primer lugar, preocupaciones de dinero: «Es duro pagar veinticinco rublos de una vez» (1883). «Me escapé de Moscú, lejos de los cumpleaños, que me cuestan más caros que cualquier viaje» (1884). «Sin dinero». «La gaceta de Petersburgo» todavía no envió nada. «La diversión» me debe algunas migajas. Del «Despertador» no se podrán sacar más de diez rublos (1884). Preocupaciones de familia: «Nicolás está enfermo y gana poco. Alejandro no vale nada» (1884). Por fin, preocupaciones de salud: un día del año anterior se había sentido mal y había escupido sangre. «En esas hemorragias hay algo amenazador, como las llamas de un incendio».
Por un instante, tembló. No quería morir. La vida era dulce. Había tantas cosas encantadoras: las mujeres hermosas —porque él amaba la belleza; no era un asceta, sino el más humano de los hombres—, la naturaleza, el no hacer nada, los libros, el teatro, la amistad. Pero ese pañuelo manchado de sangre, ¿significaba la muerte? Había llamado en su ayuda no a su resignación, su orgullo o su ciencia, ni a ninguna virtud occidental, sino a la pereza eslava, que consiste en sentarse frente a la verdad, mirarla largo rato, fijamente, sin hacer ademán de huir, mirándola tan bien que termina por perder su forma, por fundirse en una especie de bruma, por disolverse y desaparecer. No pensó en cuidarse, en cambiar de vida. «He tenido una hemorragia, escribe a sus allegados, pero no tuberculosa».
No era necesario pensar en todo aquello esa noche. Tenía ante sí varias semanas de respiro. Se bañaría en el río; pescaría con su caña; los peces abundaban. Los dueños de Babkino, los Kisselev, parecían encantadores. Pese a la diferencia de caitas, no eran altaneros con los Chejov: «Ella (la señora Kisselev) le dio a mi madre un tarro de dulce, escribía Antón; es amabilísima». El porvenir parecía, en suma, bastante brillante. ¿No había terminado ese año sus estudios de medicina? Desgraciadamente, tenía demasiados amigos; siempre estaban dispuestos a recurrir a él, pero nadie pensaba en pagarle. Hasta de la provincia se dirigían a él. Era halagador aunque poco remunerativo mantener por correspondencia consultas como ésta:
«¿De qué sufre la chiquilla de Onufri Ivanovich? Mi madre me lo dijo, pero poco fue lo que comprendí. Báñenla por la mañana en agua salada (una cuchara de sal para un tacho que contenga uno o dos cubos de agua)».
Lleno de escrúpulos, agregaba:
«Por otra parte, los médicos de ustedes son más entendidos que yo».
Entre todas las ensoñaciones que en esa noche de mayo, en el silencio de la casa adormecida, poblaban su espíritu, había una, por cierto, que ni se acercaba ni lo turbaba. Era la idea de la gloria. ¡Él estaba tan lejos! Y sin embargo…