XXI

Después de la muerte de Nicolás, Chejov sólo tiene una idea: huir de la familia y de los recuerdos del duelo. Pero ellos lo persiguen. Y literariamente no puede escaparse de preocupaciones sombrías, graves. Desde algunos años atrás está bajo la fuerte influencia de Tolstoi. No se trata de Tolstoi el escritor, sino del doctrinario, del pesimista que veía la muerte en el fondo de todo, que trataba con desesperada sinceridad de comprender el porqué de su existencia, que enseñaba el olvido de sí y la entrega total a la humanidad desgraciada. En una serie de obras: «Las buenas gentes» y «En camino» (1886), «El mendigo» (1887), «El encuentro» (1887), y en «La historia trivial», sobre todo, de 1889, esta influencia es predominante, singular, y ejerce tremendo efecto en el arte de Chejov. Por primera y última vez en su vida ve el mundo con una mirada que no es la suya. «La historia trivial» se parece a «La muerte de Iván Iliich», pero allí donde Tolstoi logra plenamente su propósito, Chejov, en parte, yerra el suyo. Iván Iliich es un hombre común que un buen día se enfrenta cara a cara con la muerte. Ante su aparición contempla los años idos y comprende su inutilidad y su trágico vacío. Sin amor, sin nobleza, desprovisto igualmente de pasiones pecaminosas y de ardientes deseos, ha creído vivir y no ha vivido. Es imposible leer la historia de Iván Iliich sin estremecerse de horror por la condición humana. Pero Chejov quiso ir todavía más lejos que Tolstoi. Su héroe es un profesor célebre, admirado. La vejez llega, y con ella la enfermedad; la muerte se acerca. Todo lo que ha querido le parece cansador, falso, repugnante. Su mujer, su hija, antaño tiernamente amadas, no despiertan en él más que frialdad y hastío; prefiere una huérfana educada por él, Katia. No es del todo amor paternal; ni tampoco amor a secas. Querría hacer la felicidad de esa criatura, ayudarla a vivir, enseñarle la verdad, y es incapaz de hacerlo. Ha vivido sin objetivo, sin dios, sin real deseo de vivir; es el más inútil de los seres humanos. Desgraciadamente, no nos llega, Tolstoi amaba tan ardientemente la vida, la carne, el amor, que aun queriendo maldecirlos los bendice. Compadecemos a Iván Iliich por haber desperdiciado la maravillosa, la única aventura que es la existencia, pero el viejo profesor siempre pareció haber existido en lo abstracto. No es un hombre, es un mecanismo sin alma. ¿Se va a morir? ¡Qué nos importa! Querríamos decir: es lo que se merece. Iván Iliich nos aterra, nos enternece, se nos asemeja. El profesor nos resulta ajeno.

Sí, nada ganó Chejov imitando al gran Tolstoi durante algunos años. Es imposible imaginar dos naturalezas más diferentes que las de estos dos escritores. Tolstoi está lleno de pasión, de terquedad sublimé; Chejov es escéptico y desapegado de todo. Uno quema como una llama; el otro ilumina el mundo exterior con una luz suave y fría.

Tolstoi, el gran señor, idealizaba a los humildes; Chejov, el plebeyo, había sufrido demasiado por la grosería y la debilidad de estos humildes como para sentir por ellos otra cosa que una lúcida compasión. Tolstoi despreciaba la elegancia, el lujo, la ciencia, el arte. Chejov amaba todo esto. Tolstoi odiaba a las mujeres y al amor carnal, porque el renunciamiento le resultaba difícil a su naturaleza apasionada, a su cuerpo vigoroso. Chéjov, delicado, enfermo, no comprendía la importancia del pecado, pues este pecado, en suma, no había comprendido nunca lo profundo de su naturaleza. Pero, sin duda, el abismo insalvable: que los separaba provenía del hecho de que Tolstoi; era creyente y Chejov no lo era. Uno poseía una fe torturada; el otro una sosegada incredulidad. Tolstói profesaba la desesperación y Chejov se imaginaba optimista, pero, en realidad, éste tenía razón al decir algunos años después, hablando del maestro:

—No creo que haya sido desdichado.

Tolstoi conoció una felicidad que sin duda ignoró Chejov; la plenitud siempre le fue negada. Buscó sin descanso algo que no es de este mundo; siempre tuvo miedo de entregarse completamente a la alegría y al dolor. Otra cosa era Tolstoi; su poderosa organización, su temperamento de acero, decuplicaba el sufrimiento, aunque también el placer. Pero aquello que Tolstoi amaba como hombre, no lo admitía, como escritor, para su prójimo; predicaba que el hombre no tiene necesidad ni de tierra, ni de espacio, ni de libertad, ni de amor humano para reencontrar su alma, y que por encima de todo, nada debe desear. Y Chejov, envejecido, enfermo de los pulmones, dueño de tan poca cosa en este mundo, protestaba tímidamente primero, con violencia después:

«Es el muerto quien no necesita nada: Al que está vivo todo se le hace imprescindible, la tierra entera… Dios creó al hombre para que esté despierto, para que conozca la alegría y la angustia, y la desgracia… Y tú no deseas nada; no eres un ser vivo, eres una piedra…» («En exilio»).

Pero en 1889 Chejov, hastiado, desmoralizado, inquieto, desilusionado, no se ha liberado aún de la doctrina de Tolstoi. De esta época son sus relatos más flojos y menos convincentes.