XXIX

«Vivo como un monje», bromeaba Chejov. En realidad, era el más humano de los hombres, y la belleza de las mujeres no le inspiraba en absoluto, como a Tolstoi, sentimientos de deseo, de escándalo y de odio. Mucho más normal y simplemente, gozaba de las mujeres y del amor igual que el común de los mortales. Sin embargo, durante toda su juventud, se cuidó, como del fuego, de un verdadero afecto. Aventuras breves y ligeras, amistades amorosas, tierna camaradería, así era el «tono» de su vida sentimental. «Yo querría tanto estar enamorado, decía a veces; se aburre uno sin un verdadero amor». Gustaba a las mujeres. Se sentían atraídas por su ingenio, su humour, su debilidad, esa melancolía serena que adivinaban en él; pero en cuanto el juego iba demasiado lejos, en cuanto Chejov sentía que le pedían todo su corazón, toda su existencia, se escabullía, pero tan gentilmente que resultaba imposible guardarle rencor; y la desilusionada enamorada se convertía (más o menos dolorosamente) en amiga.

Se sabía enfermo; estaba cargado de familia; tenía poco dinero; antes de los cuarenta años, se creía viejo, terminado. ¿Qué iba a hacer una mujer permanentemente a su lado?

«Yo quiero, en verdad, casarme, escribía en tono casi irónico, casi serio, pero denme una esposa que, como la luna, no esté siempre en mi horizonte. Ella en Moscú, yo en el campo…»

Las mujeres que lo rodeaban le inspiraban, tal vez, un poco de miedo. Eran cultivadas, deliciosas, finas, pero la moda de aquel tiempo era sentirse incomprendida, descontenta de sí misma y de la vida, desear algo, esperar algo, suspirar, añorar… Sin duda, algunas eran sinceras, pero en general ese estado de ánimo era afectado y Chejov no podía tomarlo en serio. En cuanto una joven daba señales de hablar «a la Chejov», de interpretar al natural el papel de la «gaviota», el escritor se tornaba reticente, irónico y extrañamente frío.

Las mujeres no comprenden hasta qué punto el deseo del hombre es simple (o si lo comprenden, es demasiado tarde: su juventud ha pasado). Él les pedía que fueran hermosas, amables y alegres, que le entregaran un poco de su corazón, sin exigir demasiado en cambio, pero ellas estaban peligrosamente dispuestas al sacrificio, como Nina, de «La gaviota», como todas sus heroínas; y él, hombre sagaz y prudente, les huía.

Kommissarjevskaïa, la gran artista que creara el personaje de «La gaviota», fue una de las mujeres que él atrajo y rechazó luego, casi sin quererlo.

Era de baja estatura; tenía grandes ojos oscuros, una voz extraordinariamente musical, un rostro fino e inspirado. No veía en el teatro ni una profesión, ni una carrera, sino algo parecido a un apostolado. Las mujeres de este tipo eran muchas en Rusia; iban al escenario como otras iban al pueblo, como se va al claustro. Para ellas el arte era un dios devorador al que tenían que entregar su vida. En 1903, Kommissarjevskaïa debía representar Monna Vanna; y escribía: «Me parece que no podré interpretarla; no podré sentirla como es preciso: estoy demasiado en la tierra, hundida en cosas mezquinas…»

Y desde Moscú, la víspera de leer «Manfred»: «Aquí estoy, enferma, sin voz, los ojos apagados, y trabada por la sensación de que me es imposible elevarme, aunque sólo fuera un peldaño, hasta la inspiración. Y tal vez tenga éxito, y el público pensará que soy yo, sin darse cuenta que es un arte automático. Es necesario que ahora me eleve muy alto para encontrarme…» Hoy en día nos resulta difícil comprender esa ardiente y sincera pasión por el teatro y el ascendiente que éste tenía entre la multitud.

También en Occidente los grandes actores eran adorados y admirados, pero en Rusia esta veneración tenía un carácter más puro y más salvaje a la vez. En Occidente los mejores artistas se consagraban a su arte, a su profesión, a su público. En Rusia era algo más llevado aún lo que ellos buscaban: una especie de verdad que fue igualmente el sueño supremo de Tolstoi, de Chejov, de los más grandes; una verdad al mismo tiempo ética, social y artística, casi una religión. Naturalmente, esto no evitaba ni las intrigas ni los malos artistas, pero el teatro en su conjunto se veía enaltecido por este idealismo. Los actores ganaban poco dinero: a Kommissarjevskaïa le pagaban en su juventud, en las provincias, ciento cincuenta rublos por mes. En el Teatro Artístico de Moscú un artista como Moskvine cobraba cien rubios por mes; Knipper y Meyerhold, setenta y cinco. Claro está que no se puede llamar simplemente éxito a eso que el público les daba a cambio de sus esfuerzos, de su larga paciencia: era amor. No podía compararse ni siquiera con los triunfos de Sarah Bernhardt, porque los espectadores en Europa eran distintos: más refinados, menos cándidos que el público ruso. Encontramos en un viejo diario del siglo XIX la crónica de una representación dada por Kommissarjevskaïa. La reclamaron cincuenta veces. Lloraban; le arrojaban flores; no querían dejarla partir. Volvió a saludar, ya vestida de calle, con sombrero y abrigo, y los gritos de adoración resonaban todavía: «¡No se Vaya! ¡Deténgase! ¡Quédese con nosotros!». Ella, temblorosa, deshecha en lágrimas, murmuró: «Soy de ustedes». Parecía a punto de desvanecerse. Sollozaba. En la sala, las mujeres se desmayaban.

El espectador europeo tal vez hubiera sospechado algo de ficticio en las palabras de la actriz y en el histerismo colectivo de la sala. Pero no era así; se trataba de una sinceridad absoluta por una y otra parte, una perfecta comunión de almas y el deseo de algo ideal, inaccesible, que no tenía nombre en ningún idioma. Kommissarjevskaïa, más que ninguna de las actrices de su tiempo, estimaba esos sentimientos de exaltación y de ternura en el corazón de quienes la aplaudían.

Pero a pesar de sus triunfos no era feliz. Tenía una naturaleza inquieta; enfermiza, nerviosa. Dudaba sin cesar de sí misma; el menor contratiempo en la vida o en la escena era suficiente para abatiría. Había un extraordinario parecido físico entre ella y «La gaviota», imaginada por Chejov; la mujercita estremecida, pálida, de rostro trágico e infantil, de grandes ojos, parecía predestinada al papel de Nina. Y por una rara coincidencia, la vida imaginaria de la actriz Nina y la vida real de la actriz Vera Kornmissarjevskaïa se parecían.

Vera Fedorovna había sido desdichada en su juventud. Casada a los diecinueve años, fue engañada casi en seguida y de manera tremenda: su propia hermana se convirtió en amante de su marido. Por el hijo que iba a nacer de este adulterio, Vera Kommissarjevskaïa consintió en el divorcio; de naturaleza romántica, triste y apasionada, ella, que buscaba el exceso en todas las cosas, cargó sobre sí todas las culpas, y en seguida creyó morir de dolor. Sólo después de ocho años de este drama entró en el teatro; tenía veintinueve años, edad en que las actrices rusas ya habían llegado a la mitad de su carrera.

Después de haber representado en escenarios de provincias fue admitida en el teatro Alexandra, en San Petersburgo. Era tímida, sensible; los teatros imperiales estaban dirigidos de manera fría, impersonal. Por otra parte, el repertorio, la mise en scéne, el juego de los actores, todo era viejo, muerto; Kommissarjevskaïa fue recibida con desconfianza por los actores y el público… Apenas actuó dos meses; sólo conoció un éxito, en una pieza de Ostrovski, y le propusieron el papel de Nina, en «La gaviota», de Chejov. Leyó la pieza en una noche, con profunda emoción, y aceptó interpretarla, pero interiormente temblaba: temía un fracaso.

«La gaviota» era un drama de concepción particular, completamente nueva para la época; la mise en scéne tendría que haber sido también nueva. Aquí no se necesitaban ni largos pasajes, ni ademanes ampulosos, ni gritos de pasión, sino silencios, mesura y un tono melancólico y tierno. Una pieza de este género no se contentaba con una primera actriz; exigía un conjunto perfecto, una revolución en el arte teatral, que vendría solamente dos años después con Stanislavski, Nemirovich Danchenko y el Teatro Artístico de Moscú. Sabemos que tuvo el más inmerecido de los fracasos. Vera Fedorovna había trabajado con toda su alma; «La gaviota» era un poco ella misma. Un buen actor se confunde siempre con el papel que interpreta. Aquí había algo más: una verdadera comunión de almas. El fracaso fue una profunda humillación para el autor y un gran dolor para la artista.

Lloraba al retirarse del escenario y cuando llegó a su casa sollozó en brazos de su madre. «Lloró, dice esta última, por Chejov, por “La gaviota”, por ella misma».

Algunos meses después se enteró de la grave enfermedad de Antón Pavlovieh. Le escribió. «Esto que le pido hágalo por mí. Es una locura escribir. ¡“Por mí”! Usted debe darse cuenta de cómo se lo pido… En Rostov del Don hay un doctor Vassiliev. Usted debe partir hacia allá y atenderse en su casa: él lo curará. ¡Hágalo! ¡Hagalo! ¡No sé cómo pedírselo! ¡Que Dios lo guarde!» (1898).

¿Qué puede contestar un hombre a una carta así? Chejov fue muy cortés, muy suave; reconocido, contestó que le agradecía mucho, que era muy buena, que no dejaría de seguir su consejo. Naturalmente, no hizo nada.

Ella fue a verlo a Crimea, algunos años después, durante una gira. Le había enviado su retrato, junto con estas pocas líneas (una frase que pronuncia Nina en «La gaviota»): «Qué bueno era todo antes… Qué vida clara, amable, alegre y pura; qué sentimientos parecidos a tiernas, graciosas flores…»

En Petersburgo, durante los ensayos de «La gaviota», en los sombríos pasillos del teatro Alexandra, un día Antón Pavlovieh se le acercó, la miró y le dijo:

«Mi Nina tenía ojos como los suyos».

Después la dejó. Cuánta dulzura en esas pocas palabras… «parecidas a tiernas y graciosas flores…» Había tenido una vida sentimental tan amarga, tan atormentada, y él… él nunca había sido feliz… Ella le tenía compasión; estaba enfermo, débil, solo; le agradecía que hubiera creado esta leyenda, esta gaviota que no era ella misma, pero que se le asemejaba como una gota de agua. El éxito vulgar, material, le era indiferente; quería hacer vivir eternamente una imagen que, a su parecer, también le pertenecía un poco. Y ahora por su culpa —era tan dolorosamente tímida, tan nerviosa e inquieta que ni lo dudaba— la pieza había fracasado. No sufría su amor propio, sino su corazón. Presentía que Chejov jamás la perdonaría, o, mejor dicho, no se trataba de perdón: simplemente no lo olvidaría; entre ellos, el recuerdo espantoso de aquella noche no se borraría jamás. Ahora, en Gursuv, volvían a verse como dos extraños. Eran sólo desconocidos el uno para el otro. No había pasado nada entre ambos. Sin embargo…

La mujercita de ojos grandes, tan sencillamente vestida, y el hombre envejecido, de rostro fatigado con su pequeña y descolorida barba y sus lentes de maestro de escuela (el escritor famoso, la actriz adorada por el país entero), caminaban suavemente a orillas del mar, en una playa de Crimea. Él tenía que partir al día siguiente. Ella, le dijo:

—No, no se vaya.

Él pidió:

—Recíteme algo.

Atardecía. La escuchó largo ralo. El temporal soplaba. Ella no sabía ya si era Nina, la triste enamorada incomprendida, o Vera, la gran artista. Pero él, Chejov, vivía la realidad y sabía perfectamente que al día siguiente tenía que marcharse (por ese entonces había en su vida otra mujer: Vera lo ignoraba).

Ella volvió a decirle:

—Quédese.

La noche transcurría. Permanecían callados; después ella recitó el monólogo de Nina, algunos versos de Puchkin, las páginas más hermosas de su repertorio, para él solo, con aquella voz pura y profunda que no podía oírse sin llorar.

Por fin él murmuró, mientras besaba sus manos:

—No me iré.

Pero al día siguiente partió. Entonces ella le escribió estas pocas palabras que a nosotros nos parecen patéticas e irónicas porque lo sabemos enamorado de otra:

«En Gursuv… tenía tanta piedad de usted, piedad que llegaba a la tristeza…»

Le había pedido su retrato; él se lo ofreció a «Vera Ferodovna Kommissarjevskaïa, el 3 de agosto, un día de tempestad, en el ruido del mar, de parte del tranquilo Chejov».

Tranquilidad… no era esto, sin duda, lo que ella había esperado. Cuatro días después, el 7 de agosto, le envió un telegrama: «Lo esperé dos días. Mañana nos vamos a Yalta en barco. Me entristece su falta de perspicacia. ¿Lo veré? Contésteme».

Le respondió (y ella debió comprender entonces que era tal vez demasiado perspicaz…):

«En Yalta hace frío, el mar es malvado. Cuide su salud. Sea feliz. Que Dios la guarde. No se enoje conmigo».

Pero ella no podía sospechar que «el tranquilo Chejov» pudiera pensar en otra. Se consolaba, sin duda, imaginando su tristeza, su timidez, su soledad. Ya no pedía nada. Le ofrecía todo, su amistad en vez de su amor.

«No estoy enojada, pero cuando pienso en su vida, en lo que es ahora, mi corazón se oprime».

Cualquier otra mujer se hubiera sentido herida en su orgullo, en ese «honor» femenino que no acepta la derrota. Pero ella es sincera, no le guarda rencor. Siente por él una extraña, una conmovedora ternura. Tres años después Chejov se ha casado. Vera se dirige nuevamente a él y le pide permiso para poner en escena «El jardín de los cerezos», pues ella «fundó su propio teatro».

Chejov se niega. «Este teatro, le escribe a su mujer, no durará ni un mes». Se equivocaba. Duró cinco años.

Después, no volvieron a verse más. Él murió, y ella continuó su existencia rara, atormentada. Tuvo otros amores, tan románticos como el que sintiera por Chejov, pero en los que su pareja se mostró realmente perspicaz; triunfos, grandes halagos de artista, y siempre esa inquietud, esa insatisfacción, esa angustia que no la abandonaba. Rusia entera la llamaba «La gaviota». Y, en efecto, se parecía a un pájaro herido que vuela de un sitio al otro sin encontrar descanso.

Tenía ahora cuarenta y siete años. Actuaba por las provincias, en los confines del imperio, en Asia. Repetía «La gaviota», su obra predilecta. Entró en un bazar de Samarcanda; se entretuvo eligiendo viejas alfombras y géneros. Algún tiempo después se sintió mal; había contraído una terrible enfermedad, epidémica de la Rusia asiática: la viruela. Estuvo enferma durante algunos días; el país esperaba noticias ansiosamente. Una mañana se despertó feliz, sintiéndose casi curada: acababa de tener «un sueño maravilloso», había visto a Chejov; le había hablado. Cuarenta y ocho horas después estaba muerta.

Ningún escritor, ningún artista, ningún político ruso, tuvo funerales semejantes. El frágil cuerpo fue traído de Tachkent a Petersburgo, de Asia a Europa, y en cada pueblo y en cada estación la población entera venía a su encuentro. El pueblo, ruso, llorando, le decía adiós.