XII

Un muchacho de diecinueve años, Antón Chejov, llega a Moscú. Está pobremente vestido, con un traje estrecho, que apenas le cierra; lleva puesto un ridículo sombrero, demasiado chico. En fin, ya no es un escolar. Es un estudiante, inscrito en la Facultad de Medicina; no está constreñido a la estricta disciplina del colegio; como signo de independencia, no se corta el pelo, que cae en desorden sobre el cuello.

Un bigote incipiente aparece bajo la nariz fina y recta; su cara es muy rusa, muy campesina: un semblante de Cristo, de mirada profunda y tierna, pero con un rictus burlón en los labios.

En esa época su familia habita un subsuelo húmedo, bajo una iglesia. Por las ventanas sólo se ven la calle y los pies de los transeúntes. ¡Qué oscuridad allí dentro! ¡Cuántos olores densos! Pero Antón es feliz porque vuelve a ver a los suyos y sobre todo porque vive en Moscú. No está solo; dos camaradas de Taganrog van a alojarse con él, y esos inquilinos permitirán a los Chejov mejorar la comida, mudarse —una vez más— y establecerse en una vivienda más decente; el barrio era el de los prostíbulos, pero el joven no le daba importancia. Estaba lleno de esperanzas en un porvenir mejor, lleno de energía. Ya saldría del aprieto. «Seré rico, decía: eso es tan seguro como dos y dos son cuatro». Sin embargo, no era vanidoso ni codicioso. Para él la riqueza significaba simplemente alimentarse todos los días, mantener a los suyos y, por encima de todo, llevar una existencia más tranquila, más limpia. De todos los Chejov, sólo él poseía una exigencia interior, el deseo de una vida moral más elevada.

Alejandro y Nicolás se habían ido de la casa. El padre no contaba para nada. Antón resultaba ahora ser el mayor, el jefe, e inmediatamente emprendió (en forma casi inconsciente) esa educación de los suyos y de sí mismo que sólo terminaría con su muerte.

—Eso no está bien —decía al asombrado Miguel—; está mal mentir, robar, contestar a tu madre, maltratar a los animales…

Pero no eran sólo las palabras las que inspiraban respeto —nadie fue menos amigo de los sermones que Antón—, sino su ejemplo. Siempre era cortés, tranquilo, alegre y de humor parejo.

Poco a poco la familia se enderezaba. Todos los jóvenes Chejov estaban brillantemente dotados: Alejandro escribía; Nicolás dibujaba; Iván era maestro: pronto podría bastarse a sí mismo. Hasta Miguel ganaba algún dinero copiando apuntes para los estudiantes de las facultades. Él, Antón, sería médico. La tímida y nerviosa María adoraba a su hermano, crecía y se volvía «una buena chica». La vida era más clemente, por momentos casi feliz, a pesar de las preocupaciones.

Estos jovenzuelos tenían camaradas entre dieciocho y veinte años; se reunían en casa de unos, en casa de otros, lo más a menudo en lo de Chejov, puesto que en Rusia jamás la pobreza cerró las puertas a nadie. Los huéspedes, en lo de Antón, pagaban veinte rubios por mes, lo que mejoraba la comida diaria; se armaban camas en todos los cuartos. Reían; cantaban en coro; leían en voz alta; y también escribían. Alejandro había conseguido que le aceptaran algunos cuentos en periódicos ilustrados, y Nicolás, caricaturas. Lo mismo ocurría con Antón. En 1880, en un periódico humorístico sin importancia, «La cigarra», aparece la «Carta de un propietario del Don a su vecino», que es sin duda la primera obra literaria impresa de Antón Chejov. ¡Qué modestos comienzos! La única ambición es ganar algún dinero de vez en cuando. Escribe con mucha facilidad, «casi maquinalmente», dirá luego. Todos los periódicos, todos los diarios ilustrados o satíricos de Moscú son objeto de su solicitud; no firma con su verdadero nombre; ha elegido un seudónimo: «Antocha Chéjhonté». Sus hermanos, sus amigos, escriben como él, divirtiéndose, tratando, también como él, «de que resulte corto y gracioso». A veces, los manuscritos aparecen, pero ¡cuántos fracasos! ¡Cuántas negativas expresadas con brutalidad, con desprecio! A nadie se le ocurría preocuparse por el amor propio de ese mal trajeado estudiante, tan humilde, tan persuadido él mismo de su falta de talento, de su ignorancia. A menudo se niegan a leer el manuscrito que lleva:

—¿Esto, una obra? ¡Pero si es más corta que la nariz de un gorrión!

Otras veces, por el contrario, habiéndolo leído, se dan el gusto de contestar al joven escritor:

—¡Demasiado largo! ¡Insípido!

Y agregan:

—No se puede escribir sin tener el suficiente espíritu crítico como para juzgar su obra.

Sin desanimarse, Antón quemaba el manuscrito y escribía otro. Su facilidad frisaba en el prodigio. Poco a poco se adecúa al gusto de la clientela. Le publican cada vez más seguido. Se calcula que en 1880 aparecen nueve relatos, trece en 1881, y así sucesivamente. Su producción aumenta con regularidad todos los años, hasta llegar al máximo en 1885. Ese año alcanzó la cifra de ciento veintinueve cuentos, sainetes o artículos. Pero lo principal no es ver impresa su obra. Lo más importante es que le paguen; lo más importante y lo más difícil. Todos esos pequeños diarios viven al día y están periódicamente al borde de la quiebra. Es necesario mendigar, suplicar, amenazar para obtener algunos kopeks, y ¡cuántas esperas inútiles, cuántas malas acogidas!…

«A veces, vamos todos a la redacción del diario, en grupo, para que sea menos aburrido.

»—¿El patrón está aquí?

»—Aquí está. Les ruega que lo esperen.

»Esperamos una hora, dos horas, luego perdemos la paciencia, empezamos a golpear las paredes, la puerta. Llega por fin un muchachón adormilado, con plumas de la almohada en el pelo y pregunta asombrado:

»—¿Qué desean?

»—¿Dónde está el patrón?

»—Se fue hace mucho: se escabulló por la cocina.

»—¿No dejó nada para nosotros?

»—Dijo que pasaran otro día».

A menudo era Miguel el encargado de correr así de redacción en redacción. Se trataba de una deuda de tres rublos…

—Tres rublos —le respondían—; ¡pero si no los tengo! ¿De dónde quiere que los saque? ¿No le vendría, bien una entrada para el teatro? ¿O un pantalón nuevo? Puede ir al sastre fulano y encargarle un pantalón. Diga que lo pongan en mi cuenta.

Las costumbres eran patriarcales.

¿Encuentra Antón algún placer, por lo menos, en imaginar, en componer sus relatos? Ni siquiera eso. Escribe con apuro, con fastidio, teniendo cuidado solamente de no exceder la cantidad de líneas concedidas por su diario. Carece de confianza en sí mismo. De chico le inculcaron la modestia con ayuda de cachetadas y puñetazos. No puede deshacerse de ese sentimiento de inferioridad, de humildad, que siempre sintió en su casa y en la escuela. No sufre por eso. Es completamente natural. ¿Él, Antón Chejov, tener talento? ¡Vamos! Sus relatos son «fruslerías, necedades». Es cierto que son flojos: el estilo es pesado; lo cómico, trabajoso; la inventiva, exagerada, y sin embargo, sin embargo… En algunas líneas, en una media página, aparece el verdadero Chejov, con su sonrisa tierna y triste. Es de 1882 esta queja melancólica: «Ha caído la primera nieve, luego la segunda, la tercera, y comienza el largo invierno, con su frío glacial… No me gusta el invierno y no les creo a los que pretenden amarlo. Con sus mágicos claros de luna, sus troikas, sus cacerías, sus conciertos y sus bailes, el invierno nos aburre en seguida; dura demasiado tiempo; ha envenenado más de una vida sin amparo, enferma…» («Flores tardías», 1882).