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La casa de los Chejov estaba aún en construcción cuando ya faltaba el dinero. La vivienda era estrecha e incómoda: el viejo Chejov fue engañado por los constructores, los arquitectos y los albañiles. Todos se pusieron las botas a sus expensas. Los nuevos propietarios tenían apenas de qué vivir. Se apresuraron a alquilar todos los cuartos disponibles. La familia se conformó con cuatro piezas; las demás fueron ocupadas por extraños. Una viuda con sus dos hijos, un varón y una mujer, vivió durante algunos, meses en lo de Chejov. Antón, de catorce años de edad, le hacía repasar las lecciones al muchacho y festejaba a la chica. Ambos reñían tan a menudo como se besaban, pero era con todo, una forma de amor y resultaba grato esconderse por la tarde entre la sombra de los árboles, en el patio, mientras los padres, bajo la lámpara, bebían grandes vasos de té.

Alejandro y Nicolás estaban en Moscú. No les enviaban ni un centavo. ¿Cómo vivían? La madre lloraba y rezaba, pero en nada podía ayudarlos. Le pedía al padre, quien contestaba con la mayor frialdad que esos bribones debían bastarse a sí mismos, que él ya tenía bastante con sus propios problemas. Cuando insistían, se hacía el sordo o montaba en cólera. «¿Acaso no tienen dieciocho y veinte años esos dos papanatas? Yo, a su edad…»

Los dos jóvenes, exasperados, se dirigían a Antón:

«Dile a papá, escribía Alejandro, que desde hace mucho tiempo hubiera debido pensar en el sobretodo de Kolia. Nosotros no tenemos dinero. Mamá teme siempre que yo lo maltrate, pero es ella quien lo hace al no preocuparse de la compra de un sobretodo; y papá combina milagros; nos escribe que pidamos prestado a alguien dinero para un gabán, y, todavía, con cuello de marta. Kolia no tiene botas. Sus ropas están destrozadas. Va a la escuela (Nicolás era alumno en la Escuela de Bellas Artes) con la nieve hasta las rodillas, las botas agujereadas… En Taganrog lo extrañan, pero nadie piensa en su situación. Bien saben todos que él no puede pensar en sí mismo…» (Moscú, 1875).

También sabían en Taganrog que ambos bebían y que al no tener la, solidez del padre, «dos, tres vasos de vino los volvían locos». No obstante, los abandonaban a su suerte con toda tranquilidad, con la apatía resignada del eslavo.

—Ya se las arreglarán —decían, derramando, sin embargo, algunas lágrimas por ellos.

Para terminar su casa, el viejo Chejov se había hecho adelantar quinientos rublos por un banco, local. Al no poder devolverlos, corría el riesgo de ser detenido y encarcelado, ya que en ese tiempo existía en Rusia la prisión por deudas. Decidió huir. Apenas tuvo tiempo para despedirse de los suyos; no tomó el tren en la estación de Taganrog para evitar que lo reconocieran; caminó hasta la estación siguiente; allí, todavía ocultándose, subió a un vagón y partió para Moscú al encuentro de sus hijos mayores. No sabía bien lo que iba a hacer en Moscú, pero así como había esperado que alguien apareciera para comprar, en su lugar, un sobretodo para Nicolás, así también pensaba que «gente buena» o un milagro le sacarían de apuros. ¿Y la mujer? ¿Y los cuatro hijos que se quedaban en Taganrog, de los cuales el mayor, Antón, tenía dieciséis años y el menor once, qué iba a ser de ellos?

«Ya se las arreglarán», pensaba el padre, acariciando su barba mientras contemplaba la estepa a través del vidrio del vagón.

Y se las arreglaban: vendían las cucharas de plata, los chales, las ollas y los platos.

Esto sucedía en verano; hacía tanto calor que no se podía dormir en los cuartuchos asfixiantes. Antón y sus hermanos armaban carpas en el jardincito, delante de la casa, y allí pasaban la noche. Cada cual tenía su refugio preferido; el de Antón estaba bajo una parra silvestre plantada por él. Se despertaban al amanecer y era Antón el encargado de hacer las compras. Iba al mercado, muy serio, con su hermano Miguel corriendo detrás de él. Un día compró un pato y lo hizo gritar a lo largo de todo el camino «para que todo el mundo sepa, decía, que nosotros también comemos pato».

Esa juventud abandonada, ese padre escapando a la prisión por deudas, recuerdan la infancia de Dickens; pero el muchacho ruso no sufría, por su pobreza y su decadencia, del mismo modo que el inglés. Sin lugar a dudas, Antón no sintió nunca la vergüenza que torturaba a Carlos Dickens cuando recordaba su pasado. Era menos orgulloso, más simple que un occidental. Era infeliz, pero no sutilizaba sobre su desgracia; no la envenenaba con una vanidad herida. No ocultaba avergonzado sus ropas usadas, sus botas rotas. Sentía instintivamente que eso no era esencial, ni aun muy importante, y que no menoscababa en absoluto su verdadera dignidad. Y de esta dignidad tenía, sin embargo, una elevada y hermosa idea.

Por ese tiempo, al escribirle Miguel desde Moscú, firmaba su carta:

«Tu insignificante hermano».

«Eso no me gusta, contestaba Antón; ¿por qué te calificas así? Tu insignificancia sólo debes reconocerla ante Dios».

Hay algo cómico, pero que no se puede dejar de admirar, en esta lección de altivez humana dada a un chiquillo de doce años por otro de diecisiete.

Porque Miguel, en 1877, ya estaba en Moscú. Un amigo de los Chejov había prometido proteger a la mujer y a los hijos de Pablo Egorovich y salvar su casa; la salvó, efectivamente, pero para sí: tenía que ser vendida en subasta pública; dicho amigo se ingenió para rescatarla; pagó quinientos rublos y sin más ceremonias puso en la calle a los antiguos propietarios. La pobre madre partió hacia Moscú llevando consigo a Miguel y María y dejando abandonados a Antón e Iván. Después, una pariente tuvo lástima de Iván y lo recogió. Antón quedó solo.

Solo a los dieciséis años, sin recursos, no habiéndole dejado sus padres más que una vaga recomendación: «¡Termina tus estudios y gánate la vida!», en una casa que ya no le pertenecía y cuyos muebles fueron rematados, hubiera sido una situación paradójica e inhumana en todas partes menos en Rusia.

En Rusia era duro pero soportable: cuando no se tenía cama, se dormía en casa de los amigos. Cuando no había qué comer, se comía en casa de los demás. Llegado el verano, se iba a pasar uno o dos meses a lo de un compañero de gimnasio, y cuando éste iba a su vez a casa de otros amigos, se le acompañaba. Uno llegaba así a instalarse entre gente totalmente desconocida pero que ni por un instante se asombraba de esa presencia ni la juzgaba indiscreta. Por fin, un muchacho a los dieciséis años, en aquel tiempo y país, era un hombre hecho y parecía muy natural que se ganara la vida.

Antón se arregló de la siguiente manera: el nuevo propietario de la casa le ofreció vivienda y comida a cambio de lecciones para su sobrino. Este último tenía más o menos la misma edad que Antón. Antón había sido despojado por el tío; se hizo amigo del sobrino y, al parecer, no experimentó ninguna humillación, ninguna amargura, por tener que vivir entre esas paredes que leí habían pertenecido, en esa casa de donde su madre había sido echada.

No se quejaba de su suerte. Reconfortaba a los suyos. Quedaron en la casa algunas cacerolas viejas, frascos y vasijas. Antón era el encargado de venderlas. Se desempeñaba muy bien; el mísero dinero que le pagaban se lo mandaba a la madre, junto con cartas alegres y alentadoras. Porque seguía riendo. Sin duda, a menudo se sentía apesadumbrado, pero tal vez no fuera desgraciado. Nunca había sido mimado y por primera vez en su vida era libre. No más padre. No más tienda aborrecida. No más iglesias, Se sentía un adulto responsable de sus actos y no un muchacho amenazado por el látigo. Era embriagador. Eso le permitía creer en el progreso.

«Desde la infancia tuve fe en el progreso, escribía más tarde, con ese tono mitad jovial, mitad triste, que le era habitual, porque la diferencia entre el tiempo en que me corregían y el tiempo en que dejaron de corregirme era inmensa».

Podía pasar sus horas libres en la biblioteca, rezagarse en casa de los amigos, correr al Jardín público, festejar a las muchachas. Ellas miraban complacidas a ese joven buen mozo y distinguido. Era más feliz que sus hermanos, quienes tenían una existencia tan dura como la de él y ninguna independencia. Los menores lo trataban con respeto y Miguel le escribía desde Moscú y lo consultaba sobre sus lecturas. Con mucha seriedad, Antón le daba buenos consejos. ¿Había llorado Miguel al leer «La cabaña del tío Tom»? ¡Bah! ¡Qué obra insípida! Que leyera más bien «Don Quijote»… Había también ciertos ensayos de Turguenev, pero… «no los comprenderías todavía, hermano».

Pero si bien esta libertad nueva consolaba a Antón, no lo volvía seco ni indiferente. En esos tres años de soledad creció, se fortificó en cuerpo y alma. Estaba en la edad en que el adolescente, sangrando aún de las heridas de la infancia, se libera penosamente, como desembarazándose de las ataduras que han destrozado su carne.

Es la edad en que se mide lo que se ha sufrido y se juzga a los padres y maestros que han causado ese sufrimiento.

El dictamen de Antón sobre su padre fue benévolo. Pensaba, por cierto, como le escribió después a su hermano Alejandro (no se franqueaba con extraños), que «el despotismo y la mentira habían torturado su infancia a tal extremo que el recordarlo era terrible: y repugnante»; pero no sentía rencor. El rencor es propio de las almas pequeñas. En cuanto a su madre, siempre la había querido. Ahora le era más querida aún. Sabía muy bien que ella no lo olvidaba, que se preocupaba, que estaba agobiada por el trabajo. Se dirigía a uno de sus primos residentes en Moscú para pedirle que velara por esa pobre mujer, que la apoyara; y lo hacía con un tono tan ansioso y tierno… «¡Mi padre y mi madre, nada hay en la tierra que nos sea más preciado!» Tal vez el padre entraba por añadidura… Y la madre sentía a la distancia esa solicitud.

—Escríbele a Antón —le decía a Alejandro cuando la vida se tornaba realmente inaguantable—; escríbele, háblale de mí. Él sólo tiene piedad de mí.

En el colegio, Antón era aplicado, aunque nunca sus notas fueron muy buenas. Leía a Spielhagen, a Víctor Hugo, y escribía; siempre redactaba el famoso periódico «El tartamudo»; lo remitía a Moscú, a sus hermanos, y componía piezas. El teatro le apasionaba todavía. Probaba sus fuerzas, tan pronto en el vaudeville como en los dramas donde los ladrones de caballos, las jóvenes raptadas, los ataques a los trenes, formaban una red asombrosa de intrigas. Durante esos tres años pasó algunas semanas en Moscú y a la vuelta ¡qué pequeño y pobre le pareció Taganrog! Qué tedio en esa ciudad, durante las tardes de verano, en esas calles desiertas, en las que se respiraba un olor a estiércol, a polvo y a rosas, que es la atmósfera particular de la provincia rusa. Pequeñas luces aparecían en los vidrios. A esa hora, en cada casa se tomaba el té, girando siempre las mismas noticias sosas, bostezando, jugando a las cartas desdeñosamente, atiborrándose poco a poco con pesados alimentos, y eso hasta las dos o tres de la mañana, como si el esfuerzo de ir de la silla a la cama estuviera por encima de las posibilidades humanas. Y entre tanto, en Moscú, los carruajes corrían sobre el empedrado, por las calles llenas de gente. Iban al teatro, a los conciertos. Las mujeres tenían, belleza e ingenio. «¡Ah, Moscú, Moscú!» No se le ocurría conquistar la capital. Estaba maravillosamente despojado de ambición. Lo que él reclamaba era un alimento para su imaginación y su corazón. Alguien a quien admirar: los profesores de las universidades de Moscú, los escritores, los sabios, esto es lo que él hubiera querido conocer. ¿Alguien a quien amar? Con mirada indiferente seguía a «las muchachas de Taganrog que pasaban sonriendo con mucha coquetería. Algunas eran lindas, pero tan amaneradas; tan vacías; su lenguaje era vulgar; sus pensamientos peores». ¡Oh «muchachas de Taganrog», qué ingrato era para con vosotras el joven Chejov! Ese adolescente no tenía afán de dominar ni de seducir, sino de respetar. ¿Y quién era respetable en esa ciudad estancada? Sentía estimación por su tío Mitrófanes. En su infancia, a menudo se había burlado de él, como su hermanos. Igual que Pablo Egorovich, Mitrófanes era comerciante, pero el pariente rico de la familia, aquél a quien se recurría en los malos momentos; sermoneador, mortalmente fastidioso con sus consejos, su moral, su tono meloso, pero sinceramente piadoso caritativo. Sí, el tal Mitrófanes, por más ignorante, supersticioso y ridículo que fuera, le parecía a Antón el único hombre de Taganrog digno de respeto, y él daba la pauta de los otros…

¡Irse!… ¡Qué sueño!… Pero no había nada que hacer. Sólo tener paciencia y obtener ese diploma que le permitiría ingresar en la Universidad de Moscú.

Cuando se cansaba del Jardín público, partía hacia los alrededores de Taganrog, pero éstos eran tan poco amables como la ciudad misma. Existía a orillas del mar un lugar llamado «La cuarentena», en memoria de una epidemia de peste que había estallado en tiempos remotos. Entonces, los habitantes de Taganrog fueron desplazados hacia ese pueblo. En la actualidad se habían construido algunas villas. La gente adinerada poseía propiedades en la estepa o en Ucrania; era la pequeña burguesía la que debía conformarse con «La cuarentena» durante la estación cálida. «Es un bosquecillo pelado… Está situado a cuatro verstas de la ciudad, y se llega a él por un suave y buen camino. Avanzas y ves: a la izquierda, el mar azul; a la derecha, la estepa taciturna, infinita…».

En un pequeño pabellón de columnas gruesas y sin gracia, construido a orillas del mar, Antón soñaba, solo o con muchachas. Sobre la arena de la playa «ronroneaban tiernamente las olas». Las columnas estaban cubiertas, a la altura de un hombre, por nombres trazados con lápiz o grabados con un cortaplumas. ¿Tal vez los nombres de Antón Chejov y de una chiquilla desconocida subsistieron algún tiempo uno al lado del otro, antes de ser borrados por la lluvia o tapados por otras inscripciones cándidas o por groseros dibujos? En ese pabellón encontraba también a sus camaradas, y mientras éstos hablaban de política con mucho celo e inocencia y mantenían esas conversaciones inflamadas impuestas por la edad y la moda del momento, Antón escuchaba bajando algo la cabeza, sin decir nada, porque toda su vida prefirió escuchar a hablar.

Por fin, en el tiempo bendito de las vacaciones de verano, Antón volvía a la estepa. Pasaba un mes en casa de unos amigos, un mes en la de otros. Durante el viaje dormía ya en un coche, ya en alguna miserable posada, en una de esas paradas donde se detenían los comerciantes y a veces los ladrones de caballos.

Al derretirse las nieves, la llanura se cubría de brotes verdes, pero tan bien la quemaban y la desnudaban el sol y el viento, que a menudo, hacia fines de mayo, sólo quedaba una hierba seca y amarilla; todo se había consumido, las frescas anémonas, las tiernas flores rosadas de los durazneros silvestres y esos «viajeros» arrebatados por la tormenta y que atraviesan en bandadas la estepa, sobre el ala del viento.

Tan vastas eran las extensiones de tierra, que tras, alegrar el alma con un sentimiento de libertad sin límites la abrumaban con su silencio, con su monotonía; una comarca sin bosques, sin montañas, donde los pájaros son mudos, las llores muertas, los arroyos escasos, perdidos en un suelo tórrido, sin fuerzas para deslizarse hasta el mar.

En algunas propiedades se vivía aún una existencia primitiva, casi asiática. Antón pasó algún tiempo en una de ellas, aprendió a montar a caballo, a cazar. Los perros, a los que no se alimentaba, sino que debían buscar ellos mismos su presa, más bien parecían lobos que animales domésticos. Hasta las aves de corral eran derribadas a balazos. Eso no podía compararse con Moscú, pero era una vida más dichosa que la de la melancólica Taganrog.

Un día Antón se paseaba solo, por el campo, cuando encontró un pozo en la estepa. Se acercó y miró largamente su imagen en el agua. Era un día sereno y caluroso; el cielo aparecía «extraordinariamente profundo y transparente», como lo es cuando se extiende como una cúpula, sin nubes que lo turben; encima de la planicie desnuda. ¡Qué silencio! De pronto, apareció una mujer; llevaba un cántaro qué iba a llenar con agua; fresca. Cuando llegó cerca de Antón, éste vio que sólo era una adolescente. Quince años, tal vez, y linda…; sus pies desnudos aplastaban las hierbas altas. Dejó su cántaro sobre el brocal. No se hablaron; ni siquiera se miraron, pero ambos veían sus caras sonriendo en el agua oscura. Sin pronunciar palabra, Antón abrazó a la campesina y se puso a acariciarla, a besarla; ella no intentó huir; no decía nada; cerraba los ojos como todas las enamoradas de la tierra; sus labios no se abrían para quejas o risas, sino solamente para besos. El tiempo pasaba. Tuvieron miedo de ser sorprendidos; desenlazaron sus brazos, pero no podían separarse. Él la tomó de la mano y ambos se asomaron, siempre callados, al pozo. El sol, al reflejarse allí, parecía oscurecido como plata negra y el cielo tenía un color ceniciento. Pero era tarde; la chica debía volver al pueblo. Se fue silenciosamente, llevando en la mano el cántaro, que olvidó llenar.

Algunos meses después, Antón abandonaba Taganrog por Moscú: la infancia quedaba lejos.