XXVIII

En el campo, Chejov cuidaba de los campesinos, se ocupaba de ellos, creaba escuelas, mejoraba los caminos. Pero en Rusia un hombre inteligente no podía sentirse satisfecho de su actividad, por más grande y beneficiosa que fuera. El país era demasiado vasto, la miseria demasiado profunda. Eso desanimaba a cualquiera. ¿De qué sirve lavar y curar un rasguño en un cuerpo cubierto de llagas mortales? Se salvaba a algunas decenas de seres humanos y morían millares. ¿Qué significaba un camino en el inmenso imperio? ¿Una escuela para un pueblo salvaje? La política lo complicaba todo. Durante el hambre que asolaba a Rusia cada cinco o seis años, precediendo al cólera, los ricos negaban su dinero porque entre ellos circulaban rumores más o menos exactos acerca de la malversación de los fondos de beneficencia. Hasta se llegó a asegurar que la Cruz Roja sustraía las sumas que le eran confiadas. Por otra parte, el gobierno impedía la iniciativa privada. Chejov intentó en vano formar una especie de comité de socorro. Chocó con la mala voluntad de unos y la desconfianza de otros. El gobierno terminó por prohibir toda acción privada. Nuevamente un sentimiento de tristeza, de irritación, de fatiga, se apoderaba de Chejov, como a la vuelta de su viaje a la isla de Sajalín. Además, su mal empeoraba.

Corría el mes de marzo de 1897. Chejov estaba pasando algunos días en Moscú; y Suvorine lo invitó a comer, pero en cuanto llegó al restaurante, aquél se sintió mal: empezó a escupir sangre. Pidió hielo, trató de chupar algunos trozos, pero la sangre no se detenía, «esa sangre roja y amenazadora como una llama».

Sus amigos lo rodeaban, consternados. No sería nada, le decían. La garganta sola estaba enferma, afirmaba Suvorine, pero Chejov sabía ahora que la sangre venía del pulmón derecho. Recordaba la muerte de Nicolás. Esta verdad entrevista, olvidada después, reaparecía ahora, «… cruel, espantosa… Si una vez muerto el individuo desaparece, la vida no existe. No puedo conformarme con la idea de que habré de mezclarme con los suspiros y tormentos de una vida universal cuya finalidad desconozco… Es terrible volverse nada. Te llevarán al cementerio, después la gente volverá a su casa y beberán té… Es espantoso pensar en esto».

Mientras tanto, la hemoptisis no se detenía. En su casa se sintió mejor; después, pasadas algunas horas, la sangre volvió a aparecer. Tuvieron que transportarlo a una clínica de Moscú. Cuando la fiebre bajaba y se detenía la hemorragia, trataba de bromear, según su costumbre, pero los médicos lo hacían callar; permanecía acostado, sin hablar, las manos cruzadas detrás de la nuca, sumamente pálido. Le traían flores, y los escritores noveles le hacían llegar sus manuscritos, mientras le pedían consejos y correcciones. Ya que estaba enfermo y no podía escribir, valía la pena aprovechar…:

No se quejaba. Jamás, ni entonces ni después, trató de llamar la atención sobre sí mismo, de inspirar compasión. Cuando le preguntaban cómo se sentía, contestaba: «No del todo mal», y cambiaba de conversación. ¿Se aburría en el hospital?

—No —decía—, estoy casi acostumbrado.

Para distraerlo, le traían noticias de afuera. Era primavera. El hielo se rompía.

—Cuando se cuida a un campesino tuberculoso —le decía a Suvorine—, éste contesta: nada me curará, me iré con las lluvias de la primavera.

Pero pasó la primavera y se creyó curado. Los médicos aconsejaron un cambio de aire. Partió hacia Biarritz, de donde lo echó el mal tiempo. Después se fue a Niza. Gozaba con ese viaje, aunque su desconocimiento de los idiomas extranjeros fuera una molestia. «Cuando en el exterior hablo alemán o francés, los conductores de tranvías se burlan de mí, y en París ir de una a otra estación es como jugar al gallo ciego». Pero, para comenzar, le gustó Francia. Pasó en Niza todo el invierno. Sin embargo, este hombre enfermo, fatigado, melancólico, amaba la vida como hay que amarla: con las alegrías, pequeñas y pasajeras, que ella otorga. El buen tiempo, «el mar emocionante, acariciador», de Niza, las caras nuevas, las costumbres distintas («tendríamos que vivir aquí para aprender cortesía y delicadeza. La sirvienta sonríe como una duquesa en la corte, aunque se vea en su semblante que está cansada por el trabajo. Al entrar en un vagón de ferrocarril hay que saludar…; aun a los mendigos hay que decirles “señor, señora”»), el carnaval, los libros franceses, hasta los almanaques, que leía con deleite, todo le interesaba. Se apasionaba por Dreyfus y de aquel tiempo data su frialdad con Suvorine, que era reaccionario y antidreyfusista. Tenía gran simpatía por Francia y parecía comprenderla y apreciar sus virtudes mejor que la mayoría de los europeos. «¡Cómo sufre, cómo paga por todos este pueblo que va a la cabeza de los demás y es ejemplo de la cultura europea!».

A pesar de todo, no podía soportar durante mucho tiempo ni siquiera el más dulce de los exilios: extrañaba a Rusia. En octubre de 1898, su padre murió; vendieron la casa de campo y Chejov fue a vivir a Crimea, en Yalta.