XXIII
Chejov, cuando escribía, estaba siempre apremiado por el tiempo; sus manuscritos debía entregarlos en las fechas fijadas de antemano entre él y sus editores, y era demasiado escrupuloso como para faltar a sus compromisos. La obligación de terminar un relato un día definido, a toda costa, era dura.
«… Por esta razón, decía, el principio está lleno de promesas, como si iniciara una novela; la parte central, tímida, deslucida, y el final… un fuego artificial.»
La existencia entera del escritor parece haber sido hecha «a la Chejov». La infancia y la adolescencia, ricas en personajes, en escenas, en apariencias de toda clase; después la juventud, en la que el destino se apresura, entrevera sin orden ni concierto el éxito y los fracasos, mil tareas, la enfermedad, los viajes, los duelos, y, para terminar, el amor. Su vida debiera proseguir, larga y fecunda, pero todo sucede como si alguien hubiera pronunciado la frase tan a menudo escuchada por Chejov: «La obra debe estar lista para tal fecha…» En la página ya trazan la palabra «fin».