XIII

Todos esos diarios en los que Antón colaboraba eran hojas efímeras; en esa época, pocas eran las revistas humorísticas que podían aspirar a un gran público, a un relativo éxito. Una había, sin embargo, que tenía muchos lectores; pertenecía a Nicolás Alejandrovich Leykine, se editaba en Petersburgo y se llamaba Oskolki («Los chispazos»). El mismo Leykine era un escritor bastante conocido y compenetrado de su importancia como editor y autor. Adoraba su diario y buscaba en todas partes gente joven, bien dotada y pobre que pudiera suministrarle material brillante y barato. En Petersburgo, los escritores eran mimados y exigentes. Leykine pensaba que en Moscú tendría más oportunidades de encontrar lo que le hacía falta. Así, un día de invierno de 1882, Leykine, después de un buen almuerzo, mientras fumaba un excelente cigarro, habló con su amigo, en el trineo que los llevaba a ambos, de las dificultades de su profesión, de las pretensiones de la juventud y de su deseo de descubrir un colaborador inteligente y modesto. Aún era de día. La nieve cubría las calles. El amigo de Leykine lo escuchaba y miraba distraídamente a los transeúntes. De pronto, divisó a dos jóvenes mal vestidos y los saludó. Leykine preguntó:

—¿Quiénes son?

—Son dos hermanos, los Chejov: Antón y Nicolás. Uno dibuja, el otro escribe cuentos cortos; últimamente ha publicado algo muy gracioso.

— ¡Ajá! —exclamó Leykine—, ¡podrían serme útiles!

Detuvieron el trineo. Los dos hombres se bajaron. No se podía hablar mucho tiempo en la calle: el frío era cruel. Leykine, su amigo y los Chejov entraron en una taberna cercana. Pidieron cerveza.

—¿Pueden darme algo para publicar, cuentos o dibujos? —preguntó Leykine.

¿Si podían? Escribían y dibujaban tan fácilmente… Antón, sobre todo, estaba seguro de sí mismo. Nicolás prometía todo lo que querían, pero era demasiado perezoso para terminar sus caricaturas, para entregarlas en la fecha señalada. A su alrededor todos pensaban que malgastaba los dones más seguros. Descuidaba su porvenir. Pero ese muchacho corroído por la tuberculosis presentía sin duda que un porvenir muy corto le había sido asignado. Muy distinto era Antón; no temía el trabajo, y mirando, contemplando a ese estimable señor Leykine, autor conocido y apreciado, por fin se despertaba en él la ambición. Quizá él consiguiera, algún día, un renombre semejante… Alegremente, le dijo al señor Leykine que podría mandarle en seguida cuatro o cinco relatos.

—Muy breves, naturalmente. Y graciosos. Al público le agrada sólo eso. La censura vigila. Evite lo serio. Que sea ligero, cómico, rápido, vivo…

Antón consentía todo. La vida era hermosa. ¿Y cuánto le pagarían?

—Ocho kopeks la línea. Cuatro o cinco rublos por narración.

Era magnífico.

—También puede enviarnos sainetes, vaudevilles… Antón pensaba en todos sus manuscritos rechazados… ¡Qué regalo del cielo! Y en los de Alejandro. Porque mentalmente no separaba su destino del de los suyos. No le bastaba que Nicolás compartiera su suerte. Había que pensar en el mayor, ausente de Moscú.

«Mañana le escribiré», pensaba Antón; que despache cuentos que oscilen entre cincuenta y ochenta líneas… Que escriba en seguida cinco o diez. ¿Por qué no? Escribir era tan fácil cómo hablar, como respirar. El joven Chejov no se detenía ante nada; si era necesario, ponía en escena aristócratas húngaros y el demi-monde de París, él, que jamás había salido de Rusia y no conocía más que a estudiantes, comerciantes y el pueblo de Moscú. ¡No importa! Al público todo le vendrá bien. «El público moscovita carece de gusto, de cultura».

Repentinamente, Chejov se dirige a Leykine:

—¿Puede darme uno de sus libros? Lo conservaré con sumo cuidado. Lo haré encuadernar.

Sonriendo, Leykine prometió: se sentía halagado por esa muestra de atención. Antón estaba cada vez más contento. Los nuevos amigos se separaron.

—He aquí trabajo para nosotros —dijo alegremente Antón a su hermano en cuanto estuvieron solos.

Por primera vez en su vida, experimentaba orgullo, pero no por sus propias obras, sino por el diario en el que iban a aparecer. Le escribe a Alejandro:

«Debo decirte que “Los chispazos” es, en este momento, el diario de moda… En todas partes se lee… Ahora tengo derecho para mirar por encima del hombro a los demás diarios». Naturalmente, habría que trabajar más. Hasta ahora, ni siquiera se había tomado el trabajo de pasar en limpio sus manuscritos. Estaba dispuesto a hacerlo; a retocarlos, si fuera necesario, pensaba. Era tiempo lo que le hacía falta, y un cuarto tranquilo. Y sosiego. Tenía veintidós años y a veces debía pedir prestados cinco, diez rublos, un saco, un par de botas. ¡Bah! Alguna vez eso terminaría bien. Cuando fuera médico. La literatura era sólo un pasatiempo. Su verdadera vocación estaba en otra parte. Y en el comedor lleno de gente, oyendo reír y hablar a sus camaradas, riendo él mismo, bebiendo grandes vasos de té, sobre un rincón de la mesa Chejov escribía sus primeros cuentos.

También realizaba para Leykine tareas de reportero. Eso lo divertía. Todo le inspiraba curiosidad. Teatros, procesos, escenas de la calle, de las tiendas, asaltos, autopsias, le proporcionaban tema para sus relatos y contribuían a aumentar su experiencia. Era muy joven y ya había visto, sin embargo, tan diversos tipos de la inmensa Rusia… En Taganrog: los tenderos, los popes, los maestros, los campesinos, los marineros. En Moscú: los comerciantes, los funcionarios, la pequeña burguesía necesitada, los estudiantes, la gente del pueblo, empleados, cocheros, dvorniks. En 1883, su hermano Iván fue nombrado maestro en la escuela de una pequeña ciudad próxima a Moscú y los Chejov vivieron allí durante el verano. Antón conoció a los militares del cuartel, a las señoritas de provincia. Un poco después trabajó en un hospital. Allí encontró todavía más tipos diferentes. No muy lejos de la ciudad había un monasterio. Antón lo visitaba, hablaba con las monjas. La gente, las situaciones, los acontecimientos que a otros le hubieran sido indiferentes, apenas dignos de ser señalados, a Antón le interesaban. Con una cáscara de nuez creaba un mundo. Un día un escritor le comentaba que era difícil encontrar tema para cuentos o novelas:

—¿Qué dice? —exclamó Chejov—. Yo escribiría acerca de cualquier cosa, de cualquier persona…

Sus ojos brillaban. Miró alrededor de él buscando algún objeto; agarró un cenicero:

—¡Fíjese! ¡Mire esto! Yo puedo escribir mañana una novela llamada «El cenicero». ¿Quiere que lo haga?

Joven, alegre, ardiente, la mente ávida, miraba el mundo con el único deseo de encontrar materia para relatos ligeros. Así los quería el público. A veces se le ocurría un argumento serio o triste. Le pedía disculpas al redactor: «Yo creo, escribía, que una cosita seria, de un centenar de líneas, no puede desagradar demasiado (textualmente: no romperá los ojos del público)», pero él mismo sentía que era necesario tener cuidado, que una vez se lo perdonarían, pero que le seguirían pidiendo material cómico por toda la vida. Era una lástima, porque esa obligación de hacer reír a toda costa terminaba por cansar el alma y despertar un no sé qué de triste en el fondo del corazón. Sin embargo, el Chejov de los años juveniles hubiera deseado ocuparse de la vida como de una amiga sonriente y amable, y reír con ella; pero… para escribir, aunque no fueran más que «fruslerías, necedades», es necesario mirar alrededor de uno, observar la realidad, y la realidad era bastante fea y triste. Con maridos engañados («No se corren dos liebres a la vez», 1880), padres ignorantes y brutales («Papá», 1880), casamientos estúpidos («Antes de la boda», 1880), campesinos maltratados («Por unas manzanas», 1880), a menudo la risa termina en mueca. Pero la gente reía. ¿Qué más se necesitaba?