Escondidas
—Conozco el caso —dijo Baranov, mirando con astucia a Griswold— de dos agentes condenados por haber hecho un allanamiento sin la correspondiente orden.
Baranov calló y ni Jennings ni yo dijimos nada. Griswold estaba a un costado de nosotros, contemplando la chimenea donde ardía un leño. La noche era bastante fría. Por un milagro no estaba dormido, ya que su vaso de whisky con soda se movía lentamente hacia sus labios y luego se apartaba. Tampoco él decía nada.
Baranov hizo otro intento.
—Actitudes como esa dificultan la tarea de las organizaciones destinadas a hacer cumplir la ley, en especial cuando deben trabajar en secreto y en interés de la seguridad nacional.
Hubo otra pausa. Jennings dijo con un tono un poco más alto:
—Por otra parte, no puedes permitir que las organizaciones destinadas a hacer cumplir la ley la infrinjan, cuando han jurado defenderla. Con ello corren peligro las libertades del pueblo.
En ese punto Griswold giró en su asiento y nos miró a los tres de frente, las cejas bajas sobre sus ojos de un color celeste porcelana. El bigote se le agitaba levemente.
—Están tratando de lograr que yo reaccione, pero pierden el tiempo —dijo—. No se trata tanto de una cuestión legal como de una cuestión de prudencia. Podrían haber hecho lo que hicieron con otra impunidad, si hubieran recibido un mandato directo de quienes tenían títulos para juzgar cuándo está involucrada la seguridad nacional. Lo que les faltó fue ese mandato, no la orden de allanamiento. Les diré. ¿Qué puede reprimir a una organización mucho más que las simples limitaciones legales? Su propia actitud intelectual, actitud que puede ser tonta. Por ejemplo… —Antes de proseguir, Griswold bebió un pequeño sorbo de su whisky.
Por ejemplo [dijo Griswold] en los viejos tiempos, cuando la agencia de informaciones estaba bajo la dirección de ya saben quién, no había un solo agente que osase levantar la voz frente a ningún ucase, por arbitrario que fuese. Después de todo, los senadores solían tenderse sobre las charcas para que el jefe pudiese pasar por ellas sin embarrarse los zapatos y, cada vez que él fruncía el ceño, los presidentes se acurrucaban muertos de miedo en un rincón.
En aquel entonces se podía reconocer a un agente a dos kilómetros de distancia por esa especie de uniforme que les imponía el jefe. Nadie más tenía camisas tan blancas ni corbatas tan angostas y tan cuidadosamente centradas; trajes tan discretos ni talles tan delgados; pelo tan corto ni raya tan perfecta; perfumes con aromas tan varoniles ni apariencia tan joven y osada. En suma, podría habérselos tomado por misioneros mormones, pero no por ninguna otra cosa.
Y claro, vivían en un estado de terror constante. No era tanto el miedo de cometer un error. Eso podría perdonarse. El verdadero temor era el de poner en ridículo a la agencia o al jefe. Un traspié en ese sentido implicaba la inmediata decapitación. Para esos casos no había perdón y los agentes lo sabían.
Como es lógico, oficialmente nunca pude llegar a ningún entendimiento con la agencia. Me negaba a afeitarme el bigote que en aquel tiempo era oscuro y casi tan importante como ahora, y también a vestir el uniforme. Y lo peor de todo era que en una oportunidad tuve el atrevimiento de mirar por encima de la cabeza del jefe, cosa fácil, y de fingir no haberlo visto. El jefe podía olvidar cualquier otra cosa, pero jamás olvidaba un desaire relacionado con su talla, por disimulado que fuese.
Terminé por no preocuparme. Cuando las cosas se ponían difíciles, más de un miembro de la agencia acudió a mí en busca de ayuda.
Jack Winslow vino a verme una vez, recuerdo, con una sonrisa zalamera y unas reveladoras gotas de sudor en la frente, a pesar de la regla que prohíbe que los agentes transpiren. Dicho sea de paso, Jack Winslow se llamaba realmente así, lo cual le resultaba muy útil en la agencia. Un hombre mejor aún podría sólo haber sido Jack Armstrong.
—Mira, Griswold —me dijo—, hoy sucedió la cosa más increíble y me gustaría mucho que me dijeras qué opinas.
—Dime qué sucedió —respondí— y te diré si se me ocurre algo. Además, no le diré al jefe que me consultaste.
Me lo agradeció con la mayor sinceridad, pero desde luego, no había manera de que yo pudiese contarle nada al jefe aun si hubiese deseado hacerlo. No nos hablábamos, cosa que me venía muy bien.
No tiene objeto contarles la historia de Winslow con todos los detalles porque es un hombre sumamente aburrido. Sigue siendo aburrido, según me dicen, a pesar de estar ahora jubilado. Les daré brevemente los datos esenciales.
La agencia había llegado hasta los límites de un operativo que era importante detener. Había localizado uno de los peones del tablero. Podrían arrestarlo en cualquier momento que eligiesen, pero no les habría sido de ninguna utilidad. El hombre no sabría lo suficiente y era demasiado fácil reemplazarlo. En cambio, sí se lo dejaba en libertad seria posible utilizarlo como cuña capaz de descubrir algo mucho más importante que él mismo. Era un trabajo monótono y delicado y, a veces en este tipo de cosa, cuando algo sale mal, es difícil que el agente quede en condiciones de reparar su error. Winslow estaba, pues, en una situación verdaderamente difícil. El objetivo de este tramo particular de la misión era localizar un pase: el de algo importante de una persona a otra. Se deseaban obtener dos datos: la forma en que se efectuaba el pase subrepticio —que podría haber ofrecido una pista importante en cuanto al sistema seguido por esta gente— y la identidad del receptor, es decir, del que recibía la información, por cuanto este receptor era probablemente mucho más importante que el transmisor.
Se había llevado al peón a la situación de aceptar algo para pasar. Se trataba de un dato de verdadera importancia, aunque no tanta como la que a ellos se les había hecho creer. Con todo, no eran tontos, y era necesario alimentarlos con algo para que mordiesen el anzuelo. Por lo menos, era vital llevar a los agentes a procurar no perder el material sin haberse apoderado de algo por lo menos de la misma importancia.
El golpe consistía en la forma del objeto que debía transferirse. De algún modo se había persuadido a la oposición de que ordenase a su peón recoger un paquete que, no obstante no ser pesado, tenía un metro ochenta de largo por unos diez centímetros de ancho. Parecía una caña de pescar embalada y no había manera de disimularla ni de lograr que no llamase la atención. Winslow estaba orgulloso de la tramoya y no me quiso decir cómo se había llevado a cabo el ardid, pero a mí no me importaba no saberlo. Sabía en cambio que, por regla general, la gente contra la cual luchamos es tan vulnerable como nosotros.
Había cinco agentes desplegados en varios lugares observando de diverso modo el paso del peón o, mejor dicho, del tan visible paquete. No se aproximaban mucho. No podrían haberlo hecho, pues los habrían reconocido de inmediato por sus camisas blancas y sus sombreros de castor gris de excelente calidad en un barrio donde nadie los usaba.
El peón entró en un restaurante barato de ese barrio de arrabal. Para pasar por la puerta debió maniobrar bastante con su paquete y Winslow contuvo el aliento por temor de que la rompiese, pero el hombre logró meter el paquete entero en el interior. Permaneció allí unos cinco minutos —cuatro minutos y veintitrés segundos, según me informó Winslow, que había estado mirando tontamente su reloj en lugar del restaurante— y luego salió. No traía consigo el paquete ni nada que pudiese haberlo contenido en forma alguna.
Se esperaba tal cosa. Sin embargo, también se esperaba que el paquete volvería a salir en manos de otra persona o por algún medio, pero el paquete no reapareció. Al cabo de dos horas, Winslow estaba en verdad inquieto. ¿Habrían ahuyentado acaso al receptor mostrándose demasiado al vigilar el lugar? No podían evitarlo, mientras llevasen aquel uniforme civil, pero no llevarlo tampoco serviría para protegerlos contra las iras del jefe.
Lo que era peor aún, ¿era posible que hubiesen dejado deslizarse el paquete de un metro ochenta de largo por diez centímetros de ancho bajo sus propias narices? En ese caso, ahí podían dar por terminadas sus carreras.
Por fin Winslow no pudo soportar más. Desesperado, ordenó a sus hombres que entrasen en el restaurante y ahí se produjo el golpe de gracia.
—No estaba —dijo, desesperado—. No era un local tan grande y el paquete no estaba allí. Tan pronto como pude apreciar la situación, vine a verte. Recordé que vivías a sólo dos kilómetros y tenía la esperanza de encontrarte en casa.
La expresión de Winslow revelaba hasta qué punto lo aliviaba que estuviese en casa.
—Pienso que si el paquete está en el restaurante, cabría confiar en la capacidad de tus agentes para localizarlo. Un paquete de un metro ochenta de largo no es exactamente un diamante ni un rollo de microfilm.
—No está en el restaurante.
—¿Podrían haberlo desmembrado, separado, ocultado en partes o, ya que estamos, retirado en partes?
—No, en ese caso, estaría roto y no tendría utilidad alguna. Tenía que estar intacto. Y recuerda que no estoy diciéndote qué es.
—Yo no te lo pregunto y probablemente tú tampoco sepas qué es. ¿Te ocupaste especialmente de las personas presentes en el restaurante?
—Por supuesto. Eran el tipo de gente totalmente carente de espíritu de colaboración que se vuelve hosca frente al menor contacto con la ley. Pero no hay manera de que una cosa como esa haya estado oculta en la persona de nadie.
—Ahora que recuerdo —dije—. ¿Tienes una orden de allanamiento?
Winslow se ruborizó un poco.
—Tenemos una especie de orden general para casos de violación de la seguridad. No te preocupes.
Yo creo que no habría tenido valor legal alguno, pero en aquella época cosas como esta nunca se cuestionaban.
—Tal vez lo llevaran arriba —dije.
—No hay piso alto. Es un restaurante sórdido y sucio de una sola planta, flanqueado por dos casas de vecindad.
—En ese caso —dije— tiene que haber un acceso a una de esas dos casas de vecindad. O a ambas.
—No. Medianeras gruesas en los dos lados.
—¿Sótano?
—Lo revisamos. Un depósito de desperdicios con algunas reservas de comestibles. Lo que buscábamos no estaba allí.
—¿Entradas a las casas de vecindad adyacentes a través del sótano?
—No. Qué diablos, Griswold, podrías reconocernos un poco de inteligencia.
—¿Cocina?
—Muchas cucarachas, pero nada de lo que buscábamos.
—¿Salida de la cocina?
—Había una puerta sobre un callejón de los fondos, por donde sacan la basura, es decir, la que no sirven en los platos, pero teníamos un hombre apostado allí y te aseguro que es de toda confianza. Salía gente el tiempo suficiente para depositar los desperdicios y luego volvía a entrar. Y antes de que me lo preguntes, nuestro hombre revisó los tachos, cosa que no requirió un trabajo minucioso ya que un paquete intacto de cerca de dos metros habría…
—¿Sobresalido como una bandera? ¿Retretes?
—Lo revisé yo mismo con el mayor cuidado. Personalmente. Dos compartimientos. Miré dentro de los dos y ambos estaban vacíos, gracias a Dios. Y te juro que revisé dentro de los mingitorios, por si acaso estuviesen lo suficientemente flojos como para permitir deslizar un paquete como el que buscamos hacia fuera de la pared. Había una ventanita cubierta de polvo y pintura vieja. No había manera de abrirla y el vidrio estaba intacto.
—Si el peón entró el paquete y no lo sacó al exterior, tiene que estar aún en el restaurante —dije.
—No está. Te lo juro.
—Entonces, si no está allí, tiene que haber sido sacado sin que lo advirtieran los cinco agentes que observaban.
Winslow se mostró afectado.
—Imposible —dijo.
—Una u otra alternativa —señalé.
Pero como Winslow parecía tan abatido, no pude menos que sentir compasión.
—Deja de sufrir, Winslow —le dije—. Te salvaré el pellejo. Sé dónde está.
Y el paquete estaba donde yo sabía que estaba. Y le salvé el pellejo a Winslow.
(#)
Griswold nos contemplaba a todos con fanfarrona sonrisa fatua. Luego se arrellanó en su sillón, como si tuviese la intención de dormitar un rato.
—Vamos, Griswold —le dije yo—. Esta vez has ido demasiado lejos. Es absolutamente imposible que hayas sabido dónde estaba. Te desafío a que te expliques.
—¿Me desafías? ¡Vaya desafío! Hombre, fue facilísimo. Te dije cómo eran los agentes y cómo los había adiestrado su jefe. Eran capaces de lanzarse sin el menor temor contra el fuego enemigo, de allanar un lugar sin el menor derecho legal. Pero nadie entre los hombres del jefe osaría jamás hacer nada que indicase falta de modales o torpeza. Buscarían en todas partes, salvo en un lugar… un lugar que probablemente no se permitieran siquiera sospechar que existía.
—¿De qué estás hablando? —pregunté.
—Winslow dijo, respecto de los retretes, «lo revisé yo mismo con el mayor cuidado». Lo revisé. Singular. Era para hombres, puesto que tenía dos mingitorios. Los mencionó. Bien, ningún restaurante puede tener un retrete para hombres sin tener asimismo uno para damas. Nuestra cultura exige esta simetría. Pero ¿a qué agente respetable podría ocurrírsele nunca meterse en un retrete para damas, aunque se tratara de un restaurante de arrabal?
—¿Quieres decir que el peón lo escondió allí?
—Claro. Me imagino que escuchó un instante para asegurarse de que estuviera vacío y luego abrió la puerta y metió el paquete allí. Ninguna mujer que hubiese entrado al retrete habría tenido tiempo ni interés en revisar el contenido del paquete ni habría hecho nada, salvo entrar y salir. Aun cuando el retrete hubiese estado ocupado, el hombre podría haber actuado con tanta rapidez que la mujer no tuviera tiempo de gritar. De todos modos, fue allí donde Winslow y sus hombres encontraron el paquete cuando juntaron bastante valor para mirar.
—¿Pero por qué habría de ponerlo allí?
—Sucedió que, como en otras ocasiones, quien iba a recibir el paquete era una mujer, de modo que… ¿por qué no?