No era él
La noche estaba muy avanzada y una pesada sensación de aislamiento se respiraba en nuestro club. Los cuatro amigos, refugiados en la biblioteca, disponíamos del recinto para nosotros solos.
Jennings debió percibir, seguramente, esa sensación de aislamiento del mundo, pues comentó con aire soñador:
—Me pregunto si alguien vendría a buscarnos si decidiéramos quedarnos aquí.
—Nuestras mujeres extrañarían quizás nuestra presencia al cabo de una semana o dos —dije irónico—. Y se iniciaría la redada.
—Mira —dijo Baranov—. No se puede contar con las redadas. En 1930, un juez llamado Crater salió a la calle en Nueva York y nadie volvió nunca a verlo. En cincuenta años… ni un indicio de su paradero.
—En nuestros días —dije—, con los números de previsión social, las tarjetas de crédito y las computadoras, no es tan fácil desaparecer.
—¿No? —preguntó Baranov—. ¿Y el caso de James Hoffa?
—Me refiero a desaparición voluntaria. A gente que siga viva.
Desde el fondo de su sillón Griswold se agitó y emitiendo gruñidos pareció resucitar.
—En cierto modo —dijo— diría que hoy es más fácil desaparecer. Con la sociedad cada vez más heterogénea, con individuos cada vez más egocéntricos, ¿a quién puede importarle que una persona más, una menos, se escurra sin ruido a través de los movimientos mecánicos de una mínima participación social? Yo conocí una vez a un hombre en el Departamento por cuya identificación se hubiera dado cualquier cosa pero no era él…
—¿Qué Departamento? —preguntó Jennings, pero Griswold nunca respondía preguntas como esa.
Me pregunto [dijo Griswold] si alguna vez han pensado ustedes en la prolija cadena de coincidencias que forman la red con la cual se aísla al agente extranjero y se neutraliza su acción. No es necesario arrestarlo y ejecutarlo al amanecer. Lo que necesitamos saber es, en cambio, quién es y dónde está. Una vez descubierto, el agente deja de ser un peligro. En realidad se convierte en una verdadera ayuda para nosotros, en particular si no sabe que lo han identificado. En ese caso podemos tratar de que obtenga información falsa. Se convierte así en nuestro canal en lugar de ser el canal del enemigo.
Pero no es fácil. Por lo menos, no siempre es fácil. Hubo un agente extranjero que siempre se las arreglaba para mantenerse justo en el límite de nuestro campo visual. Lo apodábamos «Fuera de Foco».
Sin embargo, poco a poco, fue posible ir estrechando el círculo hasta que llegamos a la conclusión de que el centro de sus operaciones era un edificio determinado medio derruido. En otros términos, localizamos su oficina.
Con infinita cautela, tratamos de seguir sus pasos sin provocar su huida a una nueva base, lo cual nos hubiera obligado a repetir la fatigosa tarea de ubicarlo. Encontramos rastros de su existencia en los comercios de alimentos de las inmediaciones, por ejemplo, en los quioscos de venta de diarios y en la oficina de correos. Pero nunca conseguimos una descripción precisa de su aspecto físico ni pruebas concretas de que fuera el hombre que buscábamos.
Para nosotros siguió siendo el señor Fuera de Foco. Dimos con el nombre que usaba: William Smith y el nombre nos dio una idea para intentar tenderle una trampa. Supongamos que un abogado hubiese estado buscando a un tal William Smith por ser el beneficiario de un importante legado de dinero. En ese caso, los vecinos colaborarían encantados. Si alguien a quien conocemos tiene probabilidades de obtener una herencia inesperada, deseamos ayudarlo, aunque sólo sea porque hacerlo podría despertar su gratitud y darnos la posibilidad de pedirle un préstamo. Smith podría no reaccionar instintivamente por unos instantes si la posibilidad de obtener dinero apareciese inesperadamente delante de sus narices, como la zanahoria frente al asno, y aun cuando creyera que no era el beneficiario no cuestionaría la busca.
Después de aleccionar prolijamente a un abogado le indicamos que buscara la manera de dar con William Smith. No fue posible. Hacía días que nadie lo veía. Nadie tenía información alguna. El único que mostró curiosidad fue el encargado del edificio que teníamos ubicado. Era de suponer que la posibilidad o no de cobrar alquiler del mes siguiente sería una de sus preocupaciones inmediatas. El hecho de que hubiera desaparecido —aunque provocara nuestra frustración— nos dio por lo menos la oportunidad de iniciar una busca policial justificada. Nada dramático: simplemente se abrió el caso de un desaparecido. Un detective de la repartición pidió con aire aburrido ver el departamento. El encargado lo autorizó a entrar.
Dos habitaciones, una pequeña cocina, un cuarto de baño. Nada más. Nada que nos revelara nada acerca del ocupante, salvo que quizá fuera escritor cosa que, por otra parte, nos había dicho ya el encargado.
Pasaron los días sin que se lograse el menor rastro de William Smith. Ya no era simplemente Fuera de Foco, había desaparecido del todo, y teníamos la ingrata sospecha de que la desaparición era definitiva —como la del juez Crater—, y de que su peligrosidad sería mucho mayor mientras no lográsemos localizarlo.
Y entonces fue cuando nuestro jefe hizo lo que debería de haber hecho desde el principio.
Me envió a mí a inspeccionar el departamento. Siempre, desde que era joven, tuve mucha habilidad para adoptar el aspecto de individuo atolondrado. Es una cualidad útil, además, porque hace que la gente baje la guardia. Yo tenía la seguridad de que el encargado hablaría con mucho mayor libertad cuando le diera lástima verme medio perdido en ese departamento.
El hombre no hizo ademán de retirarse una vez que me dejó entrar y, desde luego, yo no le pedí que se retirara.
—Siguen buscándolo, ¿eh? —me preguntó.
—Sí —respondí—. Tengo que redactar un informe.
—Su familia debe estar muy preocupada. No sé si sabe usted que recibió un legado o algo así. Pienso que la familia debe de querer el dinero aun cuando no lo quiera a él.
—Seguramente —convine y seguí revisando el departamento.
Uno de los cuartos era una pequeña biblioteca, quiero decir, que ni el cuarto era grande ni los libros eran muchos. En su mayoría libros de consulta y de ciencias. Decidí que Smith podría ser un escritor de temas científicos. Necesitaban aparentar algún oficio. Los libros no eran flamantes y algunos parecían bastante usados. Había además un sofá tapizado, una mecedora de madera y una mesa. Eso era todo, salvo los anaqueles de los libros.
El otro cuarto tenía también varios anaqueles, inclusive el que guardaba la Enciclopedia Británica. En él había un gran escritorio, un sillón tapizado, varios archivos, una máquina de escribir eléctrica sobre una mesita especial con su correspondiente silla giratoria, un globo terráqueo y además todos los elementos propios del oficio de escritor: resmas de papel, lapiceras, clips de alambre, papel carbónico, pisapapeles, sobres, estampillas y demás.
El hombre era muy cuidadoso. Todo estaba guardado en los estantes o bien en los ficheros, en cajones del escritorio o sobre él. Con excepción de las piezas de moblaje que acabo de mencionar, no había nada en el suelo. Tampoco había fotografías de ninguna clase en las paredes desnudas de todo objeto enmarcado.
No se habían encontrado huellas digitales útiles.
—Usted no retiró nada de aquí, ¿no? —pregunté.
Después de todo, el encargado disponía de una llave.
—¿Quién, yo? ¿Con la policía merodeando? ¿Está loco?
—¿Está seguro de que no podría identificar al hombre? —insistí.
—Todos ustedes me lo preguntaron mil veces. Traté de decir cómo era, pero no es gran cosa. ¿Sabe cómo es? Como otros mil.
Contuve un rezongo. El agente exitoso tiene que tener el aspecto de otros mil pues, de lo contrario, no sirve para nada. Habían hecho comparecer al encargado a la estación de policía, donde debió mirar una serie interminable de fotografías con el fin de localizar a alguien que se pareciera a William. El hombre terminó por elegir seis, pero ni una de ellas tenía parecido alguno con las otras cinco. Smith seguía fuera de foco.
En la oficina había dos armarios de pared. Ropas, claro. Nada fuera de lo común.
Entré en el cuarto de baño. Los artículos de tocador habituales, más o menos usados.
En la cocina, dispuesta contra una pared, había una pequeña colección de comestibles en frascos o en latas. También algunos cubiertos y un abrelatas. Nada parecía muy usado.
El encargado se encogió de hombros y dijo:
—Pienso que comía afuera la mayor parte del tiempo. Es lo que les dije a los otros.
—¿Pero no sabe usted dónde?
El hombre volvió a encogerse de hombros.
—Yo me ocupo de mis cosas. En este barrio es lo mejor que se puede hacer.
—La gente de la estación de policía afirma que usted dice haber hablado con él alguna vez.
—Le diré… Cuando subía a cobrar el alquiler o a arreglar la flor de la ducha cuando goteaba. Cosas así.
—¿Qué tipo de cosas escribe?
—No lo sé. Nada de lo que yo leo, puedo asegurarle.
El hombre dejó escapar una risita maliciosa.
—No veo libros con su nombre aquí —comenté.
—Una vez me dijo que escribía mucho para las revistas. Tal vez no escribiese libros. No creo que haya usado su nombre real. Creo que me lo dijo una vez.
—¿Para qué revistas escribía?
—No lo sé.
—¿Bajo qué nombre escribía?
—Tampoco lo sé. Nunca me lo dijo y yo no se lo pregunté. No es asunto mío.
—¿No molestaba a los vecinos cuando escribía a máquina?
—Nadie se quejó nunca. Escuche, en esta casa podría pegarle a su vieja a las tres de la madrugada y ella gritar como un cochino y nadie se quejaría de nada.
—¿Oyó alguna vez el ruido de la máquina?
—¿Quiere decir, desde mi departamento? No. Estoy dos pisos más abajo.
—¿Y al pasar por el vestíbulo exterior?
—Claro. Alguna vez. Muy bajo. Un edificio antiguo como este tiene buenas paredes.
—¿Lo vio escribir a máquina alguna vez?
—Por supuesto. Venía a arreglar alguna cosa y oía el «tap, tap, tap» de la máquina. Como le dije, muy pocas veces. Él me dejaba entrar, volvía a sentarse y seguía escribiendo. Probablemente no ganaba mucho, de lo contrario no habría vivido aquí. —El encargado volvió a encogerse de hombros.
Murmuré algo y me retiré. Había allí tres vecinos más. Ninguno supo describir al hombre desaparecido y todos insistieron en que no sabían nada acerca de él. Una vecina creía haber oído escribir a máquina algunas veces, pero nunca había prestado mucha atención.
—Mire, señor, nosotros no nos metemos con nadie —declaró.
Y no mentía. Allí evidentemente, ya no tenía nada que hacer.
Ni falta que hacía. Era obvio que Smith estaba ya dentro de foco. Sin que él se enterase sabíamos quién era y dónde estaba. A partir de ese momento Smith dejaría de serle útil al enemigo y sería de gran utilidad para nosotros hasta que… hasta que el enemigo supiera que habíamos descubierto el secreto de su identidad. Cuando lo supo lo detuvimos, antes de que ellos consiguiesen que el hombre sufriera un accidente fatal.
Si no les molesta, voy a reforzar un poco mi whisky.
(#)
Griswold hizo ademán de levantarse, pero Jennings empujó su sillón hacia él y le dijo:
—Tendrás que morirte de sed, ni más ni menos, hasta que nos digas dónde estaba y quién era.
Griswold junto las cejas blancas con gesto de fastidio.
—¡No me digan que no les resulta obvio! William Smith nunca existió. Era un truco creado por el enemigo para desviar la atención del Departamento en caso de que llegase a aproximarse demasiado. Casi les da resultado. Pero gracias a un detalle descuidado, me resultó claro que nadie usaba nunca el departamento para escribir nada y, como el encargado llegó a afirmar que había visto escribir a Smith, la conclusión fue que quien mantenía la superchería era el mismo encargado y que él era nuestro sospechoso. Eso es todo. Lo más sencillo del mundo.
—No, no es sencillo —dijo Baranov—. ¿Cómo supiste que no se usaba nunca ese departamento?
—Le faltaba lo esencial. Es posible escribir sin una biblioteca y sin libros de consulta. Se puede escribir sin un escritorio. Se puede escribir sin máquina de escribir. Ni siquiera es necesario contar con papel. Se puede escribir en el reverso de los sobres, en las bolsas de papel del mercado, o en el margen de los diarios.
En cambio, señores, cualquier escritor podrá decirles que existe un objeto sin el cual no puede pasarse el escritor y ese objeto no existía en este departamento. Les dije todo lo que había, pero no lo mencioné.
—¿Qué era? —pregunté, impaciente. El bigote blanco de Griswold se erizó.
—Un canasto de papeles —dijo—. ¿Cómo puede ningún escritor profesional arreglarse sin él?