Doce años de edad

Cuando llegué a nuestro club esa noche, Jennings estaba sin duda fastidiado. Fue el último en unirse al grupo.

—En este momento —dijo sentándose muy despacio en su sillón y levantando para pedir por señas su habitual martini seco— lo que más me gustaría es darle a ese sobrinito mío unas cuantas palmadas en el trasero.

—Te molesta, ¿eh? —preguntó Baranov.

—¿Te molesta un mosquito zumbándote alrededor? Ese enanito tiene la repelente costumbre de estar siempre en lo cierto en las cosas más insignificantes y de tomarle a uno el pelo. No me importa que un niño sea inteligente, pero no tiene por qué empeñarse en humillar a todo el que se le cruce en el camino.

—Doce años, diría yo que tiene —dije.

—Sí, doce. ¿Cómo lo adivinaste? —preguntó Jennings. Suspiré.

—Mira, soy conferenciante profesional y durante la parte dedicada al debate final, trato de localizar a los que complican las cosas y de no dirigirme a ellos. Cada vez que me equivoco en la apreciación y uno de esos enanos de rasgos agudos y voz de soprano me hace una pregunta deliberadamente embarazosa, le digo: «Tienes doce años, diría». La respuesta invariable es: «Sí. ¿Cómo lo adivinó?»

—Vamos, ¿qué es eso? —rezongó Jennings—. ¿Una ley cósmica?

—Así parece —respondí—. Antes de los doce años, no han acumulado suficientes conocimientos irritantes. Después de los doce, les han inculcado a golpes un poco de sentido común y tacto. A los doce, en cambio, son insoportables. Mira, cuando tenía doce años, yo también era insoportable.

—Y sigues siéndolo —dijo Baranov amablemente.

Pasé por alto el comentario con el desprecio que merecía y dije:

—Pregúntaselo a Griswold. Verás que está de acuerdo conmigo.

A juzgar por su aspecto, Griswold parecía dormir profundamente en su sillón, pero yo lo conocía bien.

Se movió un poco, se llevó a los labios el vaso de whisky, se limpió el bigote blanco y dijo:

—Los niños de doce años inteligentes tienen bastante espíritu de colaboración si los convencemos de que somos sus iguales desde el punto de vista intelectual. Claro está que esto los deja a ustedes tres fuera de juego. En mi caso, por otra parte…

—Si conocieses a mi sobrino… —dijo Jennings irritado.

—En mi caso —repitió Griswold levantando un poco la voz y abriendo bien los ojos azules y fríos— me las arreglo muy bien.

Ocurrió hace pocos años. Mataron a tiros a un diplomático del Medio Oriente en las calles de un suburbio de Washington. Podría haberse tratado de un asalto común, pero el Departamento tenía otra opinión.

Se ha vuelto muy común librar las guerras internas de cualquier nación en las calles de los países que tienen poco o nada que ver directamente con la cosa. Es muy difícil adoptar medidas, además. Aunque existan elementos de prueba válidos —cosa que no ocurre a menudo— siempre intervienen ciertas consideraciones diplomáticas.

Por una parte, no podemos condonar la actividad terrorista ni los asesinatos políticos dentro de nuestras fronteras. Por la otra, no deseamos agregar complicaciones innecesarias en relaciones ya de por sí sensibilizadas con otras potencias. Sin embargo, por lo menos deseamos siempre saber qué ocurrió, para poder dar los pasos más acertados bajo determinadas circunstancias y basarnos en información correcta en lugar de hacerlo sobre la base de supuestos. Ha habido casos en los que hemos actuado sin elementos de juicio suficientes para ir a caer de cabeza en un escándalo diplomático o en una situación difícil frente a la opinión pública.

El asesinato al que me refiero (y no puedo entrar en detalles porque, por diversas e importantes razones de seguridad se acalló el episodio) tenía que ver con un área especialmente sensibilizada y por suerte hubo un testigo. En cierto modo, fue el testigo perfecto. Un par de ojos que lo presenciaron todo desde una ventana. Eran los ojos de un muchacho muy listo de doce años. Sin duda había visto exactamente lo sucedido y era capaz de describirlo en sus menores detalles.

Es verdad que los asesinos ignoraban las especialísimas características del testigo. Pero también es verdad que, dada la desesperada situación en que se encontraban, no tenían demasiadas alternativas. Cuando lo vieron en la ventana dispararon contra él, pero no dieron en el blanco. Durante los dos días subsiguientes, atentaron dos veces contra su vida sin resultado. Después el muchacho tuvo una custodia a su disposición. Lo llamaré Eli. Hubo policías apostados junto a su casa.

Pero había un obstáculo. Eli se negaba a hablar. Yo estaba ya jubilado, de modo que no estaba directamente involucrado en el caso, pero vino a verme Jerry Bastwell murmurando algo entre dientes y enjugándose la calva.

—Ese bandido —dijo—. Se queda allí sentado y se ríe de nosotros. «Ustedes no quieren saber nada» dice. «De cualquier modo, lo estropearían todo».

—¿Hablaste con sus padres? Que ellos lo interroguen —dije.

—¿Sus padres? —repitió Jerry, indignado—. Dicen que no pueden manejarlo. Dicen que es demasiado listo, que lee como si fuera un preuniversitario y que están preparándolo con profesores privados para ingresar a la universidad. En fin… que no pueden controlarlo. Yo creo que le tienen miedo. Para mí es un niño mudo que se las da de genio. Menos maestros privados, menos privilegios y unos cuantos bofetones le vendrían muy bien y lo convertirían en un niño como todos.

—Bien, golpéenlo —dije—. Háganle un «hábil interrogatorio» y mátenlo a golpes.

Jerry no era hombre de captar ni siquiera la más burda ironía.

—No podemos —dijo—. El niño tiene su psiquiatra que dice que si ejercemos presión sobre él, se refugiará en un silencio total. Dice que tiene tendencias autistas. No sé qué quiere decir eso. Tenemos que manejarlo con cuidado.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunté.

—En el Departamento hay quien cree que tú deberías hablar con él. Sabes tratar a la gente, tienes ciertas… ciertas…

—¿Rarezas? ¿Quieres que un loco atrape a otro loco?

Jerry suspiró, aliviado.

—No sabía como expresarlo, ¿sabes? Es exactamente eso.

Era también exactamente el cumplido capaz de movilizarme de inmediato. El muchachito me inspiraba curiosidad y acepté entrevistarlo.

Era delgado y de poca talla; se movía con la viveza característica de los niños de doce años muy inteligentes. El mundo no se abre para ellos con suficiente velocidad y se impacientan. Su acogida fue desdeñosa.

—¿También usted viene a hacerme preguntas?

—Puede ser —respondí, sentándome—. Pero más me interesas tú.

—¿Por qué?

—Porque te encuentro interesante. Dicen que sabes mucho. Tal vez puedas enseñarme cosas que yo no sepa.

—¿Sabes algo de cosmogonía?

—Bien —dije con cautela—. En inglés, por terminar con «y», es la única palabra que tiene solo «os» como vocales. Están además «Cosmología», «Lobotomía».

Era una forma sutil de aceptar mi ignorancia, pero el muchacho me pescó al vuelo.

—En las palabras que señaló la «y» suena como vocal. Un ejemplo mejor es «colofón», para palabras con «o» como única vocal. En «Syzygy» las tres «y» actúan como vocales. ¿Le interesan las palabras?

—Muchísimo —respondí.

—Tenemos suerte con tener el idioma inglés —dijo Eli con mucha seriedad—. Es el que tiene más palabras que ningún otro y la ortografía es tan loca que uno se divierte con ella. Casi nadie conoce bien la ortografía hoy, pero yo gané un concurso intercolegial cuando tenía siete años.

—Yo soy bastante bueno en ortografía —observé.

—Deletree «schism», cisma.

—«Schism» —dije—. La «ch» es muda, aunque algunos diccionarios dicen que puede pronunciarse y decirse «skizm».

Eli hizo un gesto enfático.

—En inglés —dijo— la combinación s-c-h al principio de la palabra siempre se pronuncia «sk», como por ejemplo, en schedule, scheme, schizophrenia, scholar, schooner, Schenectady y Schuyler.

—¿Y schlemiel, schlock y wiener schnitzel? —pregunté. Eli se rió con voz chillona.

—No son palabras inglesas —dijo—. Son préstamos del yiddish o del alemán.

—Los británicos dicen «shedule», y no «skedule» —le recordé.

—Están locos —dijo Eli categóricamente—. Una vez oí a un inglés en un programa de televisión que dijo «schoolschedule» pronunciando la segunda palabra como usted dijo. Pero las dos empiezan con «sch», de modo que ¿por qué no pronunció ambas como nosotros?

—Ahí tienes tú el idioma inglés, Eli. Como dijiste, la ortografía es loca, pero también lo es la pronunciación. ¿Alguna vez tiraste un billete de un dólar de un cuarto a otro?

Por un instante, Eli me miró con recelo.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque si lo tiraste, yo diría que lo hiciste por una puerta. O sea «dough through», que pronunciamos «dou zru» a pesar de que las dos palabras terminan con «ough». Podría pronunciar las dos del mismo modo, ¿no? Con un sonido de «ou» final. O de «uo» final. «Udu zru», o bien «udo zro».

Eli rió y por primera vez se mostró amistoso.

—Qué bueno. ¿Le molesta si lo uso más adelante?

—Claro que no.

Se levantó luego de su asiento y acercándose rápidamente, me señaló el pecho con el índice.

—Mire, tengo una adivinanza para usted.

—Muy bien —dije, tratando de no mostrar irritación por el dedo de afilada uña que me había clavado—. Luego me tocará a mí.

—¿También tiene un enigma?

—Más o menos. Referente a una muerte. Tú me haces tu pregunta y luego yo te haré la mía. Y si te doy la respuesta correcta, tendrás que darme la tuya también correcta. ¿De acuerdo?

Eli calló un instante, me miró con atención y por fin dijo.

—No es el mismo tipo de adivinanza.

—Tienes razón. Pero no somos la misma clase de persona. Tú eres joven, enérgico y rápido; yo soy viejo, poco vital ya y lento, de modo que tú tienes tu enigma y yo tengo el mío y si puedo enfrentarme con el tuyo, sin duda tú puedes enfrentarte con el mío.

Después de reflexionar un poco, el muchacho dijo:

—Muy bien. Trato hecho —y me extendió la mano. Se la estreché largamente y luego añadió—. Apuesto a que no adivina esto.

—Haz la prueba —le dije, sonriendo.

—Apuesto a que escribo una palabra con letras mayúsculas y usted no sabe pronunciarla.

—Me estás queriendo hacer la vieja broma de pedirme que diga la palabra «otorrinolaringología» para después decirme que lo que me pedías era que dijera «la palabra»…

Eli hizo una mueca.

—Ese es un chiste tonto. Yo hablaba de una palabra que usted no puede pronunciar. Es una palabra corta, muy familiar y que todos tenemos siempre a la vista. Y tampoco pienso mostrársela. Lo que digo es que si yo escribiese esa palabra tan corta y familiar con letras de imprenta usted no podría pronunciarla.

—¿Cómo voy a pronunciar la palabra si no me la muestras?

—Tendrá que adivinar qué palabra es. ¿Qué palabra es impronunciable aunque esté escrita con letras de imprenta y no sea muy larga ni tampoco tan difícil?

—Si te lo digo, ¿responderás a mis preguntas?

—Sí.

Dije la palabra y el niño lanzó una carcajada de alegría y saltó sobre mis rodillas, para abrazarme con alivio, supongo, por haber encontrado a un adulto con una mentalidad tan ágil como la suya.

Desde aquel momento, nos dijo todo lo que queríamos saber y logramos que una determinada embajada hiciese un poco de limpieza interna luego de haber mantenido nosotros algunas conversaciones bastante ásperas con esa nación. No quiere decir que haya renacido la calma para siempre pero, por el momento…

(#)

Intervine con aire belicoso.

—Bien sabes que no te vas a salir con la tuya, sin decirnos cuál es la palabra impronunciable.

Griswold me miró con desdén.

—Préstame tu lapicera —dijo. Tomando un bloque de papel que había sobre la mesa, escribió cuidadosamente la palabra «polish»—. Pronúnciala —indicó.

Obedecí antes de observar:

—¿Dónde está el enigma? La pronuncio cada vez que me hago lustrar los zapatos.

—Cuando la escribes con minúsculas, no hay problema. Eli dijo tres veces que no podría pronunciarla si estuviese escrita con mayúsculas. Subrayó la importancia de las mayúsculas.

Baranov objetó:

—¡Pero escribirla con letras mayúsculas no cambia la pronunciación! —Seguidamente escribió «POLISH» bajo la versión «polish» en el mismo papel.

Griswold dijo:

—Te equivocas. No hay modo de estar seguro de cómo pronunciar «POLISH» escrito con letras mayúsculas, porque no sabes si en cualquier caso, comienza o no con mayúscula. Cuando todas las letras son mayúsculas, no sabes cómo iría esa primera letra si la palabra estuviera escrita en mayúscula y minúsculas. En lengua inglesa, una palabra cuya pronunciación cambia al escribirla con mayúscula es «polish». Pronunciada así es lustre o cera para lustrar. Dime ahora cómo se pronuncia «Polish» o sea polaco: «poulish»… ¿no?