¡Pruebas… pruebas!

En nuestro club reina siempre una atmósfera de profunda tranquilidad, cualquiera que sea el volumen del ruido que haya en la calle. Los ruidos del tránsito, las sirenas, hasta los relámpagos y el tronar de la tormenta parecen quedar prisioneros y amortiguados entre las vetustas cortinas.

A menos, claro está, que se nos ocurra darnos por enterados de los suaves ronquidos de Griswold mientras duerme en su imponente sillón.

Jennings echó una ojeada a la figura dormida —con ese aire de estar alerta en medio del sueño y su eterno vaso de whisky con soda aferrado con la firmeza de una roca— y preguntó:

—¿Será fácil llegar, me pregunto?

—Se requiere un corte fundamental en el depósito de genes —opinó Baranov.

—Quiero decir, cómo llegas a ser «alguien» en el dichoso Departamento, sea el que sea.

—Nunca lo nombra —dije, malhumorado— y, personalmente, dudo que exista.

—Bien, supongamos que existe —dijo Jennings—. ¿Cómo llegó a trabajar en él? ¿Cómo llenó las condiciones? ¿Se limitó a enviar una carta en la que decía que quería dedicarse a «solucionar enigmas insólitos»… o algo así?

—¿No recuerdan —pregunté— que una vez afirmó que durante la Segunda Guerra Mundial tenía el don de identificar espías o algo así?

—Es lo que dice él -dijo Jennings, —pero si se lo preguntases, con seguridad te saldría con cualquier otra cosa. Te apuesto a que si se lo preguntas…

Griswold se agitó y uno de sus ojos azules como témpanos se abrió. Como de costumbre y por algún proceso ignorado por nosotros, había comenzado a oír tan pronto como nuestra conversación se orientó hacia un tema que le interesaba.

—Si quieren saberlo —dijo—, la respuesta es bien sencilla. Vinieron a buscarme. Ellos vinieron a buscarme a mí. Tenían pruebas de mi brillantez durante la época de la Segunda Guerra Mundial pero, por lo visto, no les bastaban y titubeaban. Desconfiaban de esa misma brillantez precisamente.

—¿Cuál podía ser la razón? —pregunté con tono hostil.

—Un agente brillante tiene poco que hacer. La mayor parte del trabajo requiere la representación prolongada y paciente de un papel y, para hacerlo sólo es necesario tener la mediocre capacidad de sumergirse en dicho papel. En realidad, el agente más exitoso que yo haya conocido jamás era un asno y le tocó a él ponerme aprueba en el momento decisivo.

Griswold bajó gradualmente el tono y debí decirle:

—Y pasaste con varios largos de ventaja, seguramente.

—Por supuesto —dijo Griswold y se reacomodó sin salir apenas de su estado de incipiente somnolencia—. Pero como esto no puede ser una sorpresa para ustedes, no tiene mucho objeto contárselo, ¿no?

—Vamos —le dijo Jennings—. Ni a la fuerza podríamos impedirte que nos lo contaras. —Mirando su reloj, añadió—: Te doy cincuenta segundos para que empieces a hablar.

La verdad es que Griswold se tomó solo cinco.

Como les dije alguna otra vez [comenzó diciendo Griswold] y siempre me atengo en forma rígida a la verdad, había alcanzado fama cuando era muy joven, durante la Segunda Guerra Mundial. Había gente en Washington que no quería perder mi pista en los días que siguieron al conflicto y que deseaba ubicarme en un puesto donde fuese útil.

Yo no sentía mayor entusiasmo, ya que la vida del agente empleado en el gobierno me resulta difícil y paralizante. Conocía a muchos de ellos y sabía que era así. Sin embargo, me movieron ciertos sentimientos de patriotismo y no tenía mayores inconvenientes para servir al gobierno en calidad de consultor, de modo que me dejé persuadir para que me trajesen a Washington y pudieran estudiarme más de cerca.

Sabía que no sería nada agradable y no me equivoqué. Comenzaba la guerra fría y en las cuevas de los diferentes departamentos oficiales reinaba un intenso desorden a medida que la gente empezaba a localizar a los funcionarios indeseables. Como es natural, el hecho de ser inteligente lo convertía de inmediato a uno en sospechoso. El agente debía tener un cociente intelectual de 120 como mínimo… y también como máximo.

Como era lógico, no me entendí muy bien con los funcionarios más antiguos, que se inclinaron más bien a cobrarme antipatía a primera vista. Quizá les sorprenda, al verme ahora como hombre muy digno y maduro —cosa por otra parte previsible— pero, cuando era joven, era más bien rebelde, y las personas convencionales se erizaban sólo de verme.

Recuerdo que me recibió en los vestíbulos del Departamento un hombre de talla mediana con un rostro liso y sonrosado, vestido con tanta meticulosidad y falta de imaginación como un maniquí de tienda. Me dirigió una única mirada, me señaló con el dedo y me dijo: «¡Usted!»

Probablemente no marchaba muy erguido, pero no me molesté en sacar las manos de los bolsillos ni en ponerme tieso. No estaba en el ejército. Con la mayor cortesía posible, respondí:

—Así es. ¿Cómo se llama usted?

El hombre fingió no oír.

—¿Por qué no lleva corbata ni chaqueta? —me preguntó.

—Porque cuando desperté esta mañana advertí que… ¡Caray! Que era verano.

—Aquí hay aire acondicionado.

—Interesante, pero no viene al caso, ya que vine aquí sólo por un rato.

—Sí, ¿eh? Deme su nombre y nos encargaremos de que no se quede mucho tiempo.

—Para usted, «usted» es suficiente. Sirve —dije y me alejé, silbando. No sabia quién era, pero desde luego, lo descubrí. Era el niño mimado del Departamento, el agente más eficaz de la década de 1940. Y era también el asno que mencioné antes. Durante toda la guerra había trabajado en Alemania, entrando y saliendo del país, afrontando a diario la muerte con el coraje de un león— debo reconocerlo —y también con el cerebro de un león, más o menos.

Cuando entraba en un salón, los senadores se levantaban en señal de respeto… Es decir, se habrían levantado, de haber sabido quién era, pero no lo sabían, ya que el sello característico del agente es el anonimato.

Había oído hablar de él, por supuesto, como todos nosotros, pero no lo conocía personalmente ni había visto su fotografía. Por cierto que de haber sabido quién era no habría cambiado en lo más mínimo lo que sucedió en el corredor.

Para entonces, yo tenia otras cosas en qué pensar. Con otros cinco compañeros, debí someterme a un largo curso acelerado. Escuchamos conferencias sobre diversos aspectos del espionaje y el contraespionaje, códigos y criptogramas —desde el Morse hasta los que requerían el uso de computadoras, pues las primeras computadoras electrónicas estaban ya en uso— y sobre muchos otros temas que resulta fatigoso recordar en mi caso y aburrido en el de ustedes.

Las conferencias se interrumpían con pequeñas situaciones imaginarias de uno u otro tipo y luego se nos interrogaba sobre ellas para poner aprueba nuestra capacidad de observación en condiciones difíciles. Un conferenciante hablaba durante media hora, por ejemplo, y súbitamente nos preguntaba cuántas veces se había frotado la frente o si se la había frotado con la mano derecha o la izquierda.

Claro está que jamás me tomaron desprevenido con ninguna de esas pruebas. Podría haber cometido un error intencional para que me expulsaran del curso, pero me costaba mucho permitir que supusiesen que era un imbécil.

Un día nos anunciaron una conferencia sobre un héroe de la guerra. Apareció entonces mi amigo del corredor. Me recordaba, pueden estar ustedes seguros. Allí estaba de pie frente al salón mirándonos uno a uno con mirada glacial. Cuando me llegó el turno a mí, ladró: «¡Griswold!»

—O «usted», si prefiere —dije con suma tranquilidad—. Como guste.

Me dirigió una mirada atenta y prolongada y comentó:

—Al parecer tiene una gran opinión de usted mismo.

—Pecaría de falta de perspicacia si pensara lo contrario —repuse.

—¿Y cómo maneja los códigos?

—No soy un criptógrafo acabado, pero soy tan bueno como cualquiera que tampoco lo sea.

El hombre se volvió hacia la clase y dijo:

—La verdad es que todos los días utilizamos códigos. Lanzamos señales visibles. Guiñamos un ojo, hacemos un gesto afirmativo, arqueamos las cejas. Hay gestos, expresiones, ruidos vagos, todos significativos. Algunos significan lo mismo para todos. Un gesto afirmativo, «sí». Un dedo que señala podría querer decir «¡Eso!»

»Sin embargo, podemos cambiar esos significados. Podemos haber convenido que alguien dispare cuando hacemos un gesto afirmativo. El gesto puede querer significar “sí” para cualquiera casi en cualquier circunstancia, pero significa “¡Fuego!” para una persona en determinada situación.

»Por cierto esto requiere un acuerdo previo. Pero… supongamos que no es posible convenir tal acuerdo. Supongamos que debemos enviar un mensaje importante sin recurrir a un código convenido de antemano. Es necesario inventar uno que suene como un disparate, de manera que desanime a cualquier persona no autorizada para descubrirlo o mejor aún, que parezca tan carente de significado que lo deseche. Sin embargo, la persona a quien se lo envía debe ser capaz de interpretarlo.

»Es complicado. Hay que desplegar mucha inteligencia, pero no tanta como para que el código que utilicemos sea impenetrable y nuestro hombre tenga que ser más listo que el enemigo. En 1943 utilicé un código semejante. Lo usé dos veces con éxito, ambas durante una emergencia en la que debía arriesgarlo todo. Pecando de excesiva confianza, lo utilicé una tercera vez y el enemigo lo captó. El resultado fue que sacasen a Mussolini de su prisión en Skorzeny y que yo mismo estuviese a punto de ser encarcelado… o algo peor.

»Ahora, voy a probar este código con Griswold —dijo con una sonrisa de lobo—. Un hombre tan brillante como él tiene la certeza del éxito y le daremos tiempo hasta el final de esta conferencia para descifrarlo. Desde luego no podrá dejar de prestarme atención, pues también lo someteremos a prueba en cuanto a este punto. El mensaje, Griswold, consiste en siete palabras que escribiré en la pizarra, una debajo de la otra: