El libro de biblioteca circulante

Miré por turno a mis tres amigos en la biblioteca del club (Griswold se había alisado el bigote blanco, tomado su whisky con soda y arrellanado en su sillón de respaldo alto) y dije con aire bastante satisfecho:

—Tengo un procesador de palabras y les juro que me será muy útil.

—¿Es uno de esos teclados de máquina de escribir con una pantalla vertical de televisión? —preguntó Jennings.

—Exactamente —respondí—. Escribes a máquina, el material aparece en la pantalla y lo editas allí… agregando, quitando, cambiando, hasta imprimirlo, impecable, con una velocidad de 400 palabras por minuto.

—No hay duda —dijo Baranov— de que si la revolución de la computadora ha podido penetrar en tu vida de topo, tiene que estar en vías de cambiar el mundo entero.

—Y en forma irrevocable —dije—. Lo extraño es, además, que no haya quien echarle la culpa. Sabemos todo lo referente a James Watt y su máquina de vapor, a Michael Faraday y el generador eléctrico, a los hermanos Wright y el aeroplano, pero ¿a quién debemos atribuir este nuevo progreso?

—Está William Shockley con su transistor —señaló Jennings.

—O Vannevar Bush y los comienzos de las computadoras electrónicas —dije— pero no basta. Se trata del «microchip», que mete la computadora en la línea de producción y la lleva a los hogares. ¿Quién hizo posible esto?

Fue entonces cuando advertí que por una vez Griswold no había cerrado los ojos sino que nos miraba atentamente, tan despierto como un ser humano cualquiera.

—Yo, entre otros —dijo.

—Tú, entre otros, ¿qué? —pregunté.

—Yo, entre otros, soy responsable del «microchip» —dijo con altanería.

Fue en los primeros años de la década del sesenta [dijo Griswold] cuando recibí un llamado telefónico bastante desesperado de la esposa de un viejo amigo mío que, según anunciaban las noticias necrológicas, había muerto el día anterior.

Se llamaba Oswald Simpson. Habíamos sido condiscípulos en la universidad y bastante amigos. Él era un matemático extraordinariamente inteligente y después de graduarse fue a trabajar con Norbert Wiener en M.I.T. Se introdujo en la tecnología de las computadoras desde sus comienzos.

Nunca perdí contacto con él a pesar de que, como no hace falta recordar, mis intereses y los suyos no coincidían en absoluto. Sin embargo, existe una afinidad básica entre inteligencias superiores por diferentes que sean las respectivas formas de expresarse en uno y otro individuo. Tengo que recalcarles esto a ustedes tres porque, si no lo hiciera, serían incapaces de darse cuenta. Simpson tuvo fiebre reumática durante su infancia y tenía una lesión cardiaca. Fue un golpe, aunque no una sorpresa para mí, que muriese a los cuarenta y tres años. Su mujer, por su parte, insistió categóricamente en que su muerte no había sido un simple accidente. Me dirigí, por lo tanto a toda prisa al norte del estado de Nueva York, a casa de los Simpson. El viaje llevó sólo dos horas.

Olive Simpson estaba muy perturbada y no tiene sentido repetir su historia. Le llevó algún tiempo contarla con cierta coherencia porque, como podrán imaginar, hubo muchas interrupciones: médicos, encargados de pompas fúnebres e incluso periodistas, ya que Simpson era una figura relativamente conocida. Resumiré la historia.

Simpson era un hombre reservado y poco sociable, recuerdo, aun en la universidad. Tenía tendencia a ocultar las cosas referentes a su trabajo y se mostraba suspicaz frente a sus colegas. Siempre temía que le robasen las ideas. El hecho de que confiara en mí y se mostrara tranquilo en su trato conmigo se debe, enteramente creo yo, a mi mentalidad poco matemática. Simpson estaba convencido de que mi enciclopédica ignorancia en cuanto a lo que él estaba haciendo le garantizaba la imposibilidad de que se me ocurriera robarle ideas. Y en caso de que se las robara estaba convencido de que no sabría cómo usarlas. Es probable que estuviese en lo cierto, aunque tal vez debería haber tenido presente, además, mí acrisolada honestidad.

Esa tendencia suya a la reserva se volvió más pronunciada a medida que pasaron los años y la verdad es que llegó a ser un obstáculo para que se abriera paso en la vida. Solía reñir con sus colegas inmediatos y despertaba antipatía por su insistencia en mantener en secreto todo lo que hacía. Se oían, inclusive, quejas en el sentido de que demoraba el progreso de los proyectos de la compañía al impedir el libre intercambio de ideas.

Al parecer nada de esto hacía mella en Simpson, que también llegó a convencerse cada vez más de que la compañía estaba estafándolo. Como todas las compañías, la suya deseaba reservarse el derecho de propiedad de todos los descubrimientos efectuados por el personal, cosa totalmente comprensible desde su punto de vista. Cualquier investigación que se hiciera no sería posible sin el trabajo previo de otros miembros de la compañía ni sin el uso de instrumentos, locales y procesos intelectuales de la compañía en general.

Lo cual no quita que cada vez que se llegaba a algún resultado satisfactorio, el éxito significara millones de dólares para la compañía y sólo unos cuantos miles para el investigador.

En consecuencia no había nadie que no se sintiera explotado y Simpson pensaba que abusaban de él más que de los demás.

La descripción del estado de ánimo de Simpson en los últimos años, hecha por su mujer, indicaba a las claras que sufría ya de una forma de delirio de persecución. No había manera de razonar con él. Estaba convencido de que la compañía lo perseguía y atribuía todos los éxitos de esta a su propio trabajo, aunque la empresa estuviera empeñada en despojarlo de todo reconocimiento y de toda recompensa económica. La idea lo obsesionaba.

No dejaba de tener cierta razón al suponer que su trabajo era esencial para la compañía —que a su vez reconocía el hecho pues, de lo contrario, no hubiesen retenido con tanta insistencia a alguien que, con los años, estaba volviéndose cada vez más difícil.

La crisis se produjo cuando Simpson descubrió algo que consideraba básicamente revolucionario. Estaba seguro de que ese elemento colocaría a la compañía a la cabeza de toda la industria internacional de computación. Además, se trataba a su juicio de algo que no podría ocurrírsele a nadie más en años, posiblemente en décadas, no obstante ser tan simple en su esencia que era posible enunciarlo por escrito en un trocito de papel. No pretendo comprender qué era, pero hoy tengo la certeza de que era el embrión de la tecnología del «microchip»

Decidió callar acerca de su descubrimiento hasta que la compañía se comprometiese a compensarlo ampliamente con una suma muchas veces mayor que la habitual así como con otros beneficios. Es fácil ver la motivación detrás de esta exigencia. Sabía que podía morir en cualquier momento y quería dejar a su mujer y a sus dos hijos en buena situación. Conservaba la documentación escrita del secreto en casa para que su mujer tuviese algo que ofrecer a la compañía en el caso de que muriera antes de completar su trabajo, pero era característico en él no decirle a ella dónde guardaba los documentos. Su manía del secreto sobrepasaba todos los límites. Una mañana, al partir para su trabajo, preguntó a su mujer, muy nervioso:

—¿Dónde está mi libro de la biblioteca circulante?

—¿Qué libro? —preguntó ella a su vez.

—Exploración del Cosmos. Lo tenía aquí mismo.

—¡Ah! —repuso ella—. Estaba vencida la fecha de devolución. Ayer devolví ese libro y varios más.

Simpson se puso tan pálido que su mujer temió que se desmayara allí mismo. Hablando a gritos, preguntó:

—¿Cómo te atreves a hacer tal cosa? ¡Era mi libro! ¡Lo devuelvo cuando se me antoja! ¿No te das cuenta de que la compañía es capaz de entrar a robarnos la casa y revisarlo todo? En cambio, no se les ocurriría tocar un libro de una biblioteca pública. No sería mío.

Logró dar a entender, aunque sin decirlo expresamente, que había ocultado su precioso secreto en el libro de la biblioteca circulante y la señora Simpson, muerta de miedo al verlo jadear y tratando de respirar, dijo, desesperada:

—Iré ahora mismo a la biblioteca, querido y volveré con él. En pocos minutos estaré de vuelta. Por favor, cálmate. Todo saldrá bien.

La señora me repitió una y otra vez que debería haberse quedado con él hasta que se calmara. Que podría haber llamado a un médico, pero habría sido inútil aun cuando hubiese venido. Estaba convencido de que alguien de la biblioteca, alguien que pidiese ese libro descubriría su importantísimo secreto y se guardaría los millones que correspondían a su familia.

La señora Simpson fue corriendo a la biblioteca, no tuvo ninguna dificultad para retirar el libro y volvió a toda prisa. Era demasiado tarde. Simpson había sufrido un ataque cardíaco, el segundo, y estaba agonizando. Murió, en efecto, en los brazos de su mujer, a pesar de que llegó a ver que ella tenía otra vez su libro, lo cual puede haberle servido de consuelo. Sus últimas palabras, pronunciadas con trabajo, fueron «dentro… dentro…» mientras señalaba el libro. Luego murió.

Hice todo lo posible por consolarla, por asegurarle que ella no habría podido nunca evitar lo sucedido. Más por distraerla que por otra cosa, le pregunté si había encontrado algo en el libro.

Me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—No, nada. Pasé una hora… es lo menos que podía hacer por él… su último deseo, ¿sabe?… Pasé una hora estudiándolo, pero no hay nada.

—¿Está segura? —pregunté—. ¿Sabe qué está buscando?

La señora Simpson titubeó.

—Suponía que podría ser un papel con algo escrito. Algo que dijo me hizo pensarlo. No me refiero a esa última mañana, sino a antes. Muchas veces me dijo «Lo tengo escrito». Pero no sé cómo puede ser el papel, si era grande o pequeño, blanco o cremoso, liso o doblado… ¡Cualquier cosa! De cualquier manera, revisé todo el libro. Volví cada una de las páginas con el mayor cuidado, pero no había papeles de ninguna clase entre ellas. Después lo sacudí tomándolo por el lomo y no cayó nada. Por último miré todos los números de las páginas para estar segura de que no había dos pegadas. No las había.

—Después pensé que quizá no se tratase de un papel sino de algo que hubiera escrito en un margen. No tenía mayor sentido, pero pensé que debía verificarlo. Revisé cada una de las páginas. Había una o dos manchas que parecían accidentales, pero no había nada escrito ni tampoco subrayado.

—¿Está segura de haber retirado el mismo libro que antes, señora Simpson? La biblioteca podría haber tenido dos ejemplares o más.

Se mostró sorprendida.

—No se me ocurrió. —Levantando el libro, lo miró y dijo—: No, tiene que ser el mismo. Hay una manchita de tinta debajo del título. El libro que devolví tenía la misma manchita. No podría haber dos iguales.

—¿Está segura? —insistí—. Me refiero a la manchita de tinta.

—Sí —dijo con tono categórico—. Pienso que el papel se cayó en la biblioteca o que alguien lo retiró y con seguridad lo arrojó al canasto. No importa. Con Oswald muerto, no tendría fuerzas para librar una batalla contra la compañía. Aunque habría sido grato no tener dificultades de dinero y haber podido enviar a los hijos a la universidad.

—¿No contará con una pensión de la compañía?

—Sí, en ese sentido son muy generosos, pero no alcanzará con la inflación que tenemos. Y con su historia de trastornos cardíacos, Oswald nunca se aseguró debidamente.

—Entonces, vamos a encontrarle ese papel y también un abogado. Y por último, algún dinero. ¿Qué le parece?

La señora Simpson suspiró varias veces haciendo un esfuerzo por sonreír.

—Es muy gentil —dijo—, pero no veo cómo va a lograrlo. No puede hacer que el papel aparezca de la nada.

—Sí que puedo —dije, aunque admito que corría un riesgo al asegurarlo. Abrí el libro, conteniendo el aliento, y dije:

—¡Aquí lo tiene! —El papel estaba, sin duda, allí. Se lo entregué.

Lo que siguió fue un proceso prolongado y fatigoso, pero las negociaciones con la compañía terminaron bien. La señora Simpson no se convirtió en multimillonaria, pero consiguió cierta seguridad económica y los dos niños son hoy estudiantes graduados en la universidad. La compañía salió ganando, también, pues el «microchip» estaba en marcha. Sin mí no se habría lanzado y, por lo tanto, como les dije al principio, el crédito me corresponde.

Y con el consiguiente fastidio nuestro, Griswold cerró los ojos.

(#)

Di un grito.

—¡Vamos! —Dije. Abrió un solo ojo—. ¿Dónde encontraste el papel? —le pregunté.

—Donde Simpson dijo que estaba. Sus últimas palabras fueron: «dentro… dentro…».

—Del libro, claro —dije.

—No dijo «dentro del libro» —recordó Griswold—. No pudo terminar la oración. Dijo solo «dentro…» y el libro era de una biblioteca circulante.

—¿Y?

—Los libros de las bibliotecas circulantes tiene algo que no tienen los comunes. Tiene un bolsillito en el que se guarda la tarjeta de la biblioteca. La señora Simpson describió todo lo que hizo, pero nunca mencionó el bolsillo. Pues bien, yo recordé las últimas palabras de Simpson, miré dentro del bolsillo, y… ¡Allí estaba!