Las tres copas
Aquella noche el ambiente de nuestro club era especialmente acogedor. Siempre ocurría eso en la biblioteca. Afuera llovía intensamente. El viento azotaba la lluvia y la lanzaba contra las ventanas acrecentando la sensación de tibieza y tranquilidad en el interior. Los ronquidos suaves y rítmicos de Griswold eran el único acompañamiento que necesitábamos.
Traté de no pensar en mi impermeable que había quedado empapado en el guardarropa y en el momento inevitable en que tendría que retirarme para tratar de conseguir un taxi. Pero eso se vería a su debido tiempo…
Extendí las piernas perezosamente y dije:
—No sé si ustedes han pensado alguna vez en la mala prensa que tienen casi siempre los cuerpos de policía. Incluso en una sociedad donde son sin duda el muro sólido entre el ciudadano honesto y el criminal, rara vez son objeto de elogios.
—Esbirros —murmuró Baranov—. ¡Polis! ¡Cosacos! ¡Cerdos!
—No, no —dije, irritado—. No hablo sólo de esos motes. Cualquiera es capaz de gritar un insulto cuando se ofende. Hablo de lo que se dice de ellos a sangre fría. Piensen en tantos escritores de novelas policiales que adjudican toda la inteligencia y la intuición a algún aficionado, en los Sherlock Holmes, Hercule Poirots, Peter Wimseys… ¿Y dónde está la policía? No, la policía es un conjunto de asnos de Scotland Yard, sin excepción.
Jennings hizo un ruido grosero con los labios.
—Vives en el pasado, viejo —dijo—. Ahora es muy común mostrar policías brillantes, desde Appleby hasta Leopold, tenemos esbirros oficiales que resuelven los crímenes más difíciles y sutiles. En realidad, el procedimiento policial es hoy mucho más popular que el tradicional material al estilo de Philo Vance.
Los había llevado a donde yo quería.
—Si escuchamos a Griswold, dirá lo contrario —dije. Miraba a hurtadillas a la figura dormida, sentada muy derecha en su sillón Reina Ana, con el whisky con soda firmemente sostenido en una mano—. Él siempre resuelve el crimen cuando la policía es impotente. Ese viejo zorro pretende que le creamos cada vez que usurpa sistemáticamente las atribuciones de la policía.
Los ojos de un azul glacial de Griswold se abrieron al instante tal como yo esperaba.
—Este viejo zorro pretende solo que los tontos crean tal cosa, y tú tienes condiciones —me dijo—. La policía cumple sus funciones, siempre las cumplió. La única dificultad es que su trabajo es de rutina, rutina empeñosa y poco espectacular, un noventa y nueve por ciento del tiempo. Solo algún hecho ocasional se presta para provocar ese destello radiante de intuición que permite al individuo dotado mostrar sus propios méritos. Por ejemplo…
Griswold bebió un sorbo y calló.
—Por ejemplo, decías —le recordé.
En general las armas de la policía en su guerra contra el crimen [dijo Griswold] no incluyen el talento. No se trata del genio teórico que teje la cadena de lógica inexorable y hace aparecer al criminal en una especie de juego de prestidigitación que quita el aliento. Eso no dará resultado.
En primer lugar, ese tipo de práctica no tendría validez alguna ante la justicia. Da resultado en los libros, donde el acusado confiesa cuando lo descubren o se suicida, pero eso no sucede nunca en la vida real. El acusado lo niega todo y su abogado arroja la duda sobre todo. Y si todo lo que tenemos para presentar ante el juez y el jurado es el talento, el acusado saldrá impune.
La policía debe reunir pruebas pasando de cada testigo posible al siguiente y tratando de obtener declaraciones o identificaciones que, a su juicio, soporten la prueba del careo. Deben localizar armas, documentos o boletas de empeño. Y ya que hablamos de buscar, deben buscar cadáveres, efectuando pesquisas, revisando tachos de desperdicios, rastreando el fondo de las lagunas.
Se requiere el trabajo concentrado y monótono de docenas de personas a través de semanas y meses.
En realidad, quiero contarles algo sobre el instrumento aislado más importante de la labor policial, el soplón.
Todos ustedes saben que nuestro gobierno no siempre puede detener las filtraciones de información, por muchos esfuerzos que haga. Bien, tampoco pueden hacerlo las diversas organizaciones criminales. Siempre hay alguien a punto de hablar.
¿Motivos? Son varios. Hay informantes que buscan vengarse porque se consideran víctimas de algún abuso y arden por resarcirse. Hay otros que pueden hacer uso de algún dinero extra y que cobran todo lo que pueden por la información que afirman poseer. Hay otros a los que les interesa sobre todo que les hagan la vista gorda, que les acuerden el privilegio de seguir viviendo una vida de delitos menores, como raterías o arrebato de carteras, seguros de que la policía se mostrará benévola, siempre que sean soplones útiles.
No es un oficio elegante, por otra parte. Los autores de novelas policiales que pretenden incluir soplones en sus relatos deben renunciar al elemento ingenioso y conformarse con la violencia. Habitualmente, el soplón es hallado muerto en el capítulo cuarto y sólo atina a jadear lo suficiente para dejar intrigado al detective.
Por cierto que a veces —aunque sean muy pocas comparadas con el total de las veces en que interviene la policía—, todo falla. Y, de vez en cuando, me toca a mí poder encarar esa parte final del rompecabezas que ellos no advierten porque su interminable trabajo de rutina los deja extenuados.
Tal fue el caso del sonado asunto de contrabando de diamantes que tuvo lugar hace algunos años. Seguramente ustedes se enteraron de él por los diarios. Si no se enteraron, no importa. Pueden estar seguros de que mi intervención no se mencionó para nada.
La policía no lograba establecer el método por el cual se efectuaba el transporte de los diamantes. Buscaban con desesperación en todos los vehículos sospechosos que entraban al país, pero nunca hallaron un solo diamante.
Eran piezas pequeñas, de no mucha importancia desde el punto de vista de su tamaño, al alcance de gente de clase media. Pero en su conjunto, representaban miles de quilates y millones de dólares. Además, el transporte continuaba sin interrupción.
Por fin, uno de los agentes del Departamento del Tesoro vino a consultarme. Se mostró muy nervioso, porque en ese momento yo estaba en relaciones especialmente tensas con el gobierno. Había calificado a alguien con un nombre bastante ofensivo, enteramente merecido, y me mantenían algo alejado.
No puedo culpar a los funcionarios menores, claro está, por lo cual accedí a escuchar a este hombre y a ayudarlo en lo posible. Lo que me contó acerca del contrabando de diamantes, me dio a entender que había un pequeño indicio alentador en el caso. Como cabía esperar, el indicio había sido obtenido a través de un soplón.
Sobre la base de dicho indicio el Tesoro se había informado de que estaba por entrar un paquete en los Estados Unidos, el paquete que contenía los diamantes. La forma de llegar podía ser más o menos directa. Es decir, los diamantes vendrían en el paquete o bien este contendría información sobre la fecha y el medio por el cual habrían de llegar. El informante carecía de detalles, pero tenía seguridad en cuanto a los hechos básicos, según dijo, y se trataría de un operativo de gran importancia.
El paquete llegó al lugar anunciado ya la hora prevista. Lo interceptaron y se lo llevaron a las oficinas, donde fue abierto con todas las precauciones del caso debo añadir, por si se trataba de un artefacto explosivo. No era tal cosa.
En el interior había tres copas de un hermoso cristal tallado, formas delicadas y estructura frágil. El precio de esas copas era muy alto pero su valor había sido debidamente declarado en la aduana. Una fuente respetable de la cual no teníamos motivos reales para desconfiar había pagado todos los aforos del caso.
—¿No había nada más en el paquete? —pregunté—. ¿Sólo las copas?
—Sólo las copas.
—¿Ningún diamante?
—Ni uno.
—¿Qué hicieron ustedes?
—Bien, para empezar, revisamos muy bien las copas para ver si encontrábamos algo…
—¿Quiere decir que se podrían haber incorporado los diamantes al vidrio fundido de modo que formasen parte de las copas?
—Nada de eso —dijo el agente, algo ofendido—. Los diamantes son carbono. Se oxidan a temperaturas muy elevadas y el vidrio derretido sin duda los habría dañado. Además, se harían visibles al instante al efectuarse mediciones de índice de refracción, cosa que también probamos, para no omitir nada.
(Aquí pueden ver ustedes el valor del trabajo policial. Yo no tengo equipo para realizar esas pruebas ni tampoco la preparación necesaria).
—¿Qué más hicieron? —volví a preguntar.
—Era cristal tallado. Tenía formas abstractas y se nos ocurrió que podría contener información codificada. No contenía nada. Fotografiamos las copas y estudiamos las fotografías con microscopio. No encontramos nada, ninguna irregularidad en la simetría de las formas… y la simetría perfecta nunca proporciona información.
—Las copas tienen que haber estado envueltas en algo. ¿Pensaron en eso?
—Desde luego. Estaban envueltas en papel de seda, varias capas. Sacamos el papel y lo revisamos minuciosamente, hoja por hoja, de ambos lados. Lo sometimos al calor, a la magnificación, a los rayos ultravioleta. No apareció nada. Nuestros expertos en tintas invisibles lo trataron a fondo. Nada.
—¿La caja?
—Puedo asegurarle que no la descuidamos. Revisamos la caja centímetro por centímetro, por dentro y por fuera, con el mismo cuidado que al papel de seda. Hasta retiramos la tira adhesiva utilizada para asegurar la caja, así como los diversos rótulos y estampillas, para estudiar lo que pudiera haber debajo, para no hablar ya de la tira adhesiva, los rótulos y las estampillas mismas.
—Y supongo que no encontraron nada.
—Absolutamente nada.
Reflexioné un poco antes de preguntar:
—¿Se les ha ocurrido que el informante puede e equivocado o mentir?
El agente hizo una mueca.
—Se nos ocurrió en seguida. Lo hicimos comparecer. No sé si su madre tiene tumba, pero juró por ella. Nos pareció que podíamos confiar con él.
—Tal vez recogieran ustedes un paquete equivocado.
—Armoniza en todos sus detalles con la descripción hecha por el informante. Las probabilidades de que nos hayamos equivocado son infinitamente lejanas.
—¿Qué tamaño tenía el paquete?
—Unos treinta centímetros por quince, más o menos.
—¿Y las copas?
—Unos quince centímetros de alto. Unos siete de diámetro.
—¿Alguna de las tres estaba astillada, rajada o dañada de alguna manera?
—No, no. Estaban en perfectas condiciones.
—¿Y tiene el paquete aquí, exactamente como estaba al llegar?
—Por supuesto —respondió el agente con tono melancólico—. Debemos devolvérselo al dueño legítimo, diciéndole alguna mentira. Que se extravió o que fue dejado en otro lugar. En realidad, no teníamos derecho a incautarnos de él.
—¿No tenían autorización?
—No.
—Bien, no se preocupe. Hay una pequeña probabilidad de que le encuentre esos diamantes.
Y claro está, los encontré. De una manera que seguramente ustedes han adivinado ya. Fue una de las pocas oportunidades en que un instante de lucidez vale por el paciente trabajo de todo un laboratorio de criminología.
Griswold bebió otro sorbo de su vaso y se arrellanó en el sillón.
(#)
Al unísono, gritamos:
—¿Dónde estaban los diamantes?
Griswold se mostró sorprendido.
—Increíble —murmuró—. Me oyeron decir que había preguntado por el tamaño de la caja y de las copas. Copas de ese tamaño, colocadas en una caja de éste tamaño, no dejarían de moverse en el interior y, a pesar de la envoltura de papel de seda, se harían trizas. Sin embargo, no estaban ni quebradas ni rajadas a pesar de que el agente había señalado que eran frágiles.
Eso quería decir que estaban muy bien embaladas. Hoy en día, como saben ustedes, el embalaje más usado es el de los trozos de goma pluma. Los que yo prefiero son los que tienen aspecto de granos de maní.
Sea como sea, la tendencia es no tener en cuenta el embalaje. Apenas nos fijamos en él, nos limitamos a desecharlo. Pero mirémoslo. Revisé la caja, estudiando cada uno de los trozos de material plástico y muchos de ellos mostraban indicios de haber sido abiertos, de que les habían introducido algo duro antes de apretar el orificio para cerrarlos otra vez.
Abrimos esos pedacitos y allí anidados, estaban aquellos bonitos diamantes. ¡Qué cosecha logramos!