Melodía misteriosa
Baranov hizo crujir su diario con decidido ademán de fastidio. Esa noche estábamos como de costumbre sentados en el augusto ámbito de nuestro club.
—Hubo otro asesinato por una pandilla en Brooklyn —dijo.
—¿Qué otra novedad hay? —pregunté, sin mostrarme muy impresionado.
—Lo que pasa ahora —dijo Baranov— es que destinarán quién sabe cuántas horas de trabajo policial a este caso, mientras las tareas de verdadera utilidad se van al diablo. ¿A quién le importa que un pistolero mate a otro? ¡Que se maten todos…!
—Se crea un mal precedente —dijo Jennings con tono sentencioso—. El asesinato es el asesinato y no puedes dejarlo pasar. Además, no sabes en realidad si se trata de un asesinato entre pistoleros hasta que lo investigas.
—Por otra parte —intervine—, casi ninguno de estos crímenes llega a resolverse nunca, de modo que tal vez la policía no pierda demasiado tiempo.
—Sí que lo pierde —respondió Baranov con vehemencia—. Se pierde muchísimo tiempo, demasiado, por poco que sea. Nadie de los involucrados hablará y a la policía no se le permite arrancarles la verdad a golpes. Ni siquiera los parientes más cercanos a la víctima quieren hablar, los muy tontos… Se diría que no quieren que el asesino sea atrapado.
En ese instante Griswold se movió. Sus suaves ronquidos terminaron con una nota estrangulada. Al recobrarse se atusó el bigote blanco con la mano en la que no sostenía su vaso de whisky con soda.
—Por supuesto que quieren que el asesino tenga su merecido, pero no por los procedimientos policiales. Quieren que su merecido sea la venganza de la banda, que, dicho sea de paso, es la más segura. La ética criminal se apoya en bocas cerradas. De lo contrario, las fuerzas de la sociedad sabrían demasiado para mal de todos. Una vez hubo un caso… —Griswold comenzaba así otra historia.
Por un instante dio la impresión de quedarse dormido otra vez, pero Jennings, el más próximo a él, le dio un pequeño puntapié en el tobillo. Los ojos de Griswold se abrieron de par en par. Después de un «¡Ay!» pronunciado muy bajo, comenzó a hablar.
Hubo una vez… Fue el caso de Jinks Ochenta y Ocho. Su nombre de pila era Christopher, creo, pero tenia talento como pianista y su manera de acariciar esas ochenta y ocho teclas le valió el apodo. Por lo menos, nadie lo nombró nunca por otro, que yo sepa.
Podría haber llegado a ser un gran pianista, según muchos. Era capaz de tocar cualquier cosa que hubiese oído una vez, de cualquier estilo y los acordes que improvisaba partían el alma. Tenia asimismo una hermosa voz. Pero le faltaba algo. Carecía de toda iniciativa. Y bebía con la mayor pericia también, malogrando así sus posibilidades.
A los treinta y cinco años, se ganaba la vida con bastante dificultad tecleando en los pianos de diversos bares y clubes nocturnos de segundo orden, y haciendo, además mandados para las bandas. Era un hombre bondadoso, aunque cuando bebía tenía mal vino —y bebía sin parar— el alcohol no parecía interferir su destreza en el teclado.
La policía lo conocía bien y en general lo dejaba tranquilo. Jamás molestaba, de manera que no había la menor oportunidad de levantarle cargo por ebriedad ni escándalo. Nunca consumía drogas ni las distribuía. No participaba en las actividades de las damas de la noche que llenaban los locales donde ejecutaba su música y los encargos que solía cumplir para los «muchachos» eran en verdad completamente inofensivos.
A veces la policía intentaba arrancarle algún dato, pero nunca hablaba.
En una ocasión dijo: «Escuchen, muchachos. No me hace ningún provecho que me vean con ustedes. No se trata de mí, solamente. Tengo una hermana que trabaja mucho, es casada y tiene un hijito. No soy motivo de orgullo para ella, y el solo hecho de que yo viva es un grave estorbo en su existencia. No quiero ser causa de que lo pase peor. No quiero que la molesten y, cualquiera con que advierta que frecuento mucho la compañía de ustedes, los policías, la molestará».
Esa es, desde luego, una de las razones por las cuales la gente no abre la boca, aun en los casos que cualquiera diría que les conviene hablar. Hablar de más es el pecado imperdonable y la venganza se vuelve no sólo contra quien habla sino contra todos los que lo rodean.
La policía lo dejaba, pues, tranquilo, porque lo comprendían y sabían que nunca hablaría y que, además, no tenía nada que decir.
Eso fue lo más triste de su muerte. Lo encontraron en un callejón con un cuchillo clavado en la espalda. Cuando llegó la policía estaba vivo aún. Por excepción, el crimen había sido denunciado. Hubo un llamado anónimo avisando que se oían gritos pidiendo socorro en el callejón. El informante, desde luego, no dio su nombre y cortó inmediatamente la comunicación. En general se encuentran los cadáveres sólo horas después del crimen, cuando toda la vecindad responde con ojos vidriosos cualquier pregunta y uno se encuentra con que muchos de ellos ni siquiera hablan nuestro idioma.
La policía no descubrió nunca por qué acuchillaron a Ochenta y Ocho. Nadie podía considerarlo un hombre peligroso. Por otra parte, en las bandas hay siempre rencillas internas como sucede en todos los grupos de cualquier sociedad y es posible que alguna gestión cumplida por Ochenta y Ocho hubiese provocado el enojo de uno de los miembros de la que lo rodeaba.
Los policías que aparecieron en la escena del crimen conocían bien a Ochenta y Ocho y, como el infeliz todavía estaba vivo, pidieron con urgencia una ambulancia. Ochenta y Ocho los miraba con expresión apacible, sin mostrar la menor preocupación en los ojos.
—Te sacaremos de esto, Ochenta y Ocho. Te salvarás.
Ochenta y Ocho sonrió.
—¿De qué habla, policía? Me muero. ¿Que me salvaré? Sí, cuando me muera me salvaré de muchas cosas. Estaré allá abajo, en el infierno, con todos mis amigos y mis esperanzas y si hay un buen pianito, me las arreglaré.
—¿Quién te hizo esto, Ochenta y Ocho?
—¿Qué le importa ni a usted ni a nadie?
—¿No quieres que atrapemos al canalla que te dejó así?
—¿Para qué? Si lo atrapan, ¿quiere decir que voy a vivir? No, me muero lo mismo. Tal vez me haya hecho un favor. De haber tenido valor ya me lo habría hecho yo a mí mismo hace años.
—Tenemos que atraparlo, Ochenta y Ocho. Ayúdanos. Si vas a morir, a ti no te hará nada. ¿Qué puede hacerte ya? ¿Bailar sobre tu tumba?
Ochenta y Ocho les dirigió una sonrisa exangüe.
—Seguramente no encuentre ninguna tumba. Me arrojarán a alguna pila de desperdicios. Y no van a bailar allí. Bailarán sobre mi hermana. No puedo permitirlo. Les agradecería que le dijeran a todo el mundo que no dije nada.
—Lo diremos, Ochenta y Ocho, no te preocupes. Pero que sea mentira. Danos tan sólo un nombre, un dato, una señal con la cabeza. Cualquier cosa. Mira, me ayudaría en mi trabajo y yo nunca diré que me dijiste nada.
Ochenta y Ocho parecía divertido.
—¿Quieres ayuda? ¿Qué te parece esto? —Movió los dedos como quien golpea teclas invisibles y tarareó unos pocos compases musicales.
—¿Qué es? —preguntó el policía.
—Tienes tu dato, policía. No puedo hablar más.
Dicho esto, Ochenta y Ocho cerró los ojos y murió durante el trayecto al hospital.
Al día siguiente me llamaron. Estaba haciéndose costumbre en la policía y no me hizo ninguna gracia. Yo tenía mis propias obligaciones y ayudar a la policía solo me significaba el honor de que me lo agradecieran. Recompensas más palpables… ninguna. Ni siquiera conseguí nunca que me perdonasen una infracción de tránsito.
—¿Asesinato entre bandas? ¿A quién le importa? ¿Qué diferencia hace que lo resuelvan o no?
Fue mi lógica reacción. Estaba conversando con Carmody, un teniente de la sección Homicidios.
Con un gruñido, Carmody respondió:
—¿Cree que merezco esa respuesta? ¿No basta con que sea la que nos dan todos los idiotas? En primer lugar, el hombre que se bajaron era un pobre infeliz que nunca le hizo mal a nadie salvo a sí mismo y que mereció algo mejor que lo que le tocó en la vida… pero no nos pongamos sentimentales. Veámoslo desde otro punto de vista… Si logramos identificar a alguien, estaremos tocando a la organización a la que pertenezca. Podría ser útil. Quizá no consiguiéramos que la condenaran. Es posible que la banda continuara sin él. Pero hay una probabilidad, solo una probabilidad, de que el baquetazo provoque algunos agujeros en la organización, agujeros que aprovecharíamos para meternos, destrozarla y recoger los fragmentos hasta en Newark, bien lejos de Nueva York. Tenemos que jugar esa carta, Griswold, y usted debe tratar de ayudarnos.
—¿Cómo? —le pregunté.
—Tiene que llevarnos hasta el asesino. Quiero que hable con Rodney, un oficial que estuvo con Ochenta y Ocho, la víctima, momentos antes de que muriese.
El policía Rodney no parecía muy feliz. Tener una pista que no lograba comprender no era el camino del ascenso.
Con mucho cuidado nos relató la conversación con Ochenta y Ocho, la que acabo de describir. No sé qué exactitud tenía su versión, pero diré aquí que sin duda lo que contaba era el tema musical.
—¿Qué tema musical? —Le pregunté.
—No lo sé. No eran más que unas pocas notas.
—¿Lo reconoció? ¿Lo oyó alguna vez con anterioridad? ¿Lo identifica?
—No, señor. Nunca lo oí con anterioridad. No sonaba como algo popular. Fueron unas pocas notas sin significado.
—¿Puede recordarlas? ¿Tararearlas?
Rodney me miró, horrorizado.
—No canto demasiado bien.
—No es un recital. Haga lo que pueda.
Después de varios intentos, Rodney renunció a cantar avergonzado.
—Perdone, señor. Lo cantó sólo una vez y no era nada que yo hubiese oído antes. No me sale nada.
Dejamos las cosas allí y Rodney se mostró aliviado al librarse de un interrogatorio que lo colocaba en posición desventajosa.
Carmody me miró preocupado.
—¿Qué podemos hacer? ¿No podríamos someterlo a la hipnosis? Quizá lo recordaría.
—Suponiendo que lo hipnotizáramos —dije—, que recordase el tema, que nosotros lo reconociéramos y descubriéramos su relación con el sospechoso. ¿Podríamos presentar esto como evidencia? ¿Sobreviviría Rodney a un interrogatorio en la corte? ¿Convencería al jurado?
—Tres veces no. Pero si lográsemos descubrir quién es, podríamos tratar de hacerlo confesar: establecer motivo, medios y oportunidad.
—¿Tienen sospechosos? —pregunté.
—Hay una banda que actúa en el barrio, por supuesto. En ella hay tres hombres que, según sospechamos, pueden haber estado implicados en otros tres asesinatos.
—A buscar a los tres, entonces.
—No es eficaz. Si perseguimos a los tres, ninguno sentirá miedo, pues será obvio que estamos a oscuras. Además, bien podría ser otro. Si conociéramos a un solo hombre y cayésemos sobre él y nadie más…
—Veamos —dije—. ¿Cómo se llaman los tres sospechosos que mencionó?
—Moose Matty, Ace Begad y Gent Diamond. El apodo de Ace se refiere a que siempre que saca un as en las cartas, dice: «¡As, por Dios!»
—En ese caso —repuse—, quizá no sea tan difícil. Traiga al oficial Rodney y vayamos todos juntos al piano más próximo.
En un comercio de enfrente localizamos un piano y le dije a Rodney:
—Escuche esto, Rodney, y dígame si es lo que tarareó Ochenta y Ocho. —Seguidamente, toqué varias notas.
Con aire sorprendido, Rodney dijo:
—¡La verdad es que suena lo mismo, señor! ¿Quiere tocarlo otra vez?
Obedecí.
—Una sola vez más, Rodney —dije—, pues comenzará a convencerse de que ese es realmente el tema que oyó. ¿Es este?
—Sí, es ese —exclamó Rodney, entusiasmado—. Es ese, ni más ni menos.
—Gracias. Trabajó muy bien y no hay duda de que le harán una mención especial. Teniente, sabemos quién es el asesino o, por lo menos, sabemos a quién acusó Ochenta y Ocho. Bien, no sé si las repercusiones llegaron hasta Newark, porque no seguí el caso a partir de entonces, pero entiendo que atraparon al asesino y hasta lograron encarcelarlo, lo cual es un desenlace feliz. El oficial Rodney recibió una mención especial. El teniente Carmody se quedó con la fama. Yo volví a mi propio trabajo. Y todos ustedes, claro, se habrán dado cuenta de cómo era la cosa.
(#)
—No vemos nada —vociferó Jennings—. Y no te nos duermas. Esta vez, Griswold, has ido demasiado lejos y estás provocándonos. ¿Cómo pudiste reconstruir las notas y cómo las utilizaste para localizar al asesino?
Griswold resopló con marcado desdén.
—¿Que falta hace una explicación? Existen solo siete notas y luego recomienza la serie en la octava con la primera. Do, re, mi, fa, sol, la, si, y luego recomienza la serie. También es posible expresar estas notas con letras: C, D, F, G, A, B y por último C recomienza la serie. Habrán oído hablar de «C media». Y de la «clave de G» o de «D menor» y demás…
Muy bien, Es posible, aunque no habitual, que un nombre consista tan sólo de las notas desde A hasta G inclusive. Un ejemplo es «Ace Begad» y tan pronto como oí el nombre, tuve la certeza de que se trataba del asesino. Formé el nombre con notas musicales: la, do, mi, si, mi, sol, la, re, o sea A, C, E, B, E, G, A, D, con una breve pausa entre la tercera y la cuarta nota y Rodney reconoció el conjunto como el tema musical cuando lo ejecuté… Eso es todo.