Envío de una señal
—¿Han notado ustedes —dijo Baranov, levantando la vista del diario— que hoy todo el mundo manda señales? Nadie dice nada. Todo son señales.
Jennings, que sorbía su martini seco con aire lánguido, comentó:
—Es parte de la mentalidad de novela de suspenso. Nos invaden los relatos de espionaje e intriga y resulta imposible para nosotros rebajarnos a la simple comunicación. Todo está en código.
—Todo está desviado —dije—. Vivimos en un mundo de relaciones públicas y nadie quiere arruinar su imagen. Comenzó con Wallace durante su primera campaña presidencial. Pidió a los votantes que «enviasen una señal» a Washington. En otras palabras, si votaban por Wallace enviarían una tácita señal en el sentido de que estaban en favor de la supremacía de los blancos sin que hubiese sido necesario expresar en palabras concretas ese punto de vista horroroso.
Griswold, inusitadamente apacible hasta ese momento y sin haber roncado siquiera, nos miró fijamente como si jamás se hubiese quedado dormido.
—Sin duda alguno de ustedes debe vivir en el mundo de la realidad. Todo lo que decimos, todo lo que hacemos, cualquier movimiento de un músculo, cualquier desliz al hablar es una señal de algún tipo y siempre lo fue. No creo que piensen que nos comunicamos exclusivamente mediante el lenguaje formal, ¿no? El hombre sabio debe aprender a interpretarlo todo.
—Por sabio —dije con tono sardónico— te refieres, desde luego, a ti.
—Con toda seguridad no me refería a ninguno de ustedes tres —replicó Griswold—. Recuerdo algo que viene al caso…
Era el año 1966 [dijo Griswold] y el Departamento estaba recargado de trabajo. Me llamó el jefe, hecho que en sí, ya que hablamos de señales, era una señal de la desesperación del Departamento, pues nunca recurrían a mí sino como último recurso. Solían decir que no era confiable, con lo cual querían significar que no estaba de acuerdo con ellos casi nunca —cosa muy grave— que vocalizaba mi desacuerdo —que era lo peor—; y que, en general, en definitiva, tenía razón lo cual era por cierto, lo peor de todo.
En ese momento, no obstante, el jefe estaba dispuesto a consultarme. En ese momento, como ustedes recordarán, había una crisis de creciente gravedad en el Medio Oriente y los Estados Unidos decían desplegar grandes precauciones en su apoyo a Israel. Hasta entonces no dependíamos todavía del petróleo del Medio Oriente, pero estábamos al borde de hacerlo. Y al parecer no debíamos confiar en uno de nuestros agentes. Los estados árabes tenían por lo visto acceso directo a nuestras decisiones políticas y el Departamento sabía que los árabes habían ubicado a uno de sus propios agentes entre nosotros o comprado a uno de nuestros propios hombres. Hasta tenía el nombre de código del agente, se tratase de uno plantado en nuestro medio o bien de uno de los nuestros. Era «Granito» y los árabes usaban la palabra en idioma inglés.
—¿Cómo lo descubrieron? —pregunté. El jefe sonrió de mala gana.
—Por el momento, no es esencial que usted lo sepa. Acéptela tal como se la doy.
Sin duda un nombre en código tiene utilidad en el sentido de que el sector que utiliza al agente sabe con quien está tratando mientras que el otro no lo sabe. El otro sector no puede traducir el nombre en código al nombre real. Pero como en cualquier código, hay posibilidades de descubrirlo.
El jefe manifestó:
—Por el carácter de la información que según sabemos se ha filtrado, la sospecha recae en cinco de nuestros agentes. Sería útil que pudiésemos tener una idea razonable de cuál de ellos puede ser el culpable, y con la mayor rapidez posible. Desde luego podríamos separar a los cinco, pero si lo hacemos, perderemos a cuatro buenos agentes y si lo hacemos por mucho tiempo, mancharemos la reputación de cuatro funcionarios sin justificativo alguno y les provocaremos daños que nunca será posible reparar.
—¿Conozco a esos agentes?
El jefe reflexionó un instante.
—Probablemente, no —respondió—. Le recuerdo que usted no trabaja muy cerca de nosotros. Le daré sus nombres y le contaré algo sobre cada uno de ellos.
—Buena idea —dije con ironía—. Es difícil llegar a una decisión sobre la base de una falta total de datos… Incluso en mi caso.
El jefe se ruborizó, pero dejó pasar el comentario.
—El primero de los agentes es Saul Stein. Padre, Abraham Stein. Nombre de soltera de la madre, Sarah Levy. Nombre de soltera de su mujer, Jessica Travers. Nacido en Nueva York en 1934. Concurrió a la Universidad de Nueva York. Especializado en estudios semíticos. Habla el árabe y el hebreo con gran fluidez.
—Supongo que es judío —comenté.
—Sí.
—Entonces, ¿no parece ridículo que pueda estar trabajando en secreto contra Israel?
—No es necesariamente ridículo —dijo el jefe—. No todos los judíos son sionistas. Y cómo sabemos si es judío, dicho sea de paso, cuando bien puede haberse inventado una identidad falsa… Es algo que estamos investigando, pero debemos movernos con cuidado. La sospecha injustificada es precisamente lo que deseamos evitar… si es posible.
—¿Está circuncidado?
—Sí. Pero también lo están los musulmanes. Y millones de cristianos. Tiene un conocimiento profundo del judaísmo y es practicante religioso pero todo ello podría ser un disfraz.
—Su mujer no tiene un apellido ostensiblemente judío. ¿Es gentil?
—Por nacimiento. Se convirtió al judaísmo al casarse. Todo parece demasiado perfecto, ahora que me detengo a pensarlo.
Murmuré algo, sin comprometer una opinión.
—¿Quién sigue? —pregunté.
—Es una mujer. Roberta Ann Mowery. Padre, Jason Mowery, diputado durante dos períodos en la década del cuarenta. Madre, Betty Benjamin. Marido, Daniel Domenico. Nacida en Fairfax, Virginia, en 1938. Estudió en Radcliffe y se especializó en economía. Es una mujer bastante enérgica.
—¿Es judía su madre? ¿Betty Benjamin?
—No es judía. Metodista. También es metodista la señorita Mowery.
—Conque usa apellido de soltera.
—Tiene derecho legal. Se casó con la condición de seguir usándolo.
—¿Podría tener motivos para cometer una traición? ¿Qué actuación tuvo su padre como diputado?
—Enteramente limpia. Recto. Con todo, Mowery es una de esas mujeres que está convencida de que existe prejuicio contra ella por ser mujer y que este prejuicio la perjudica en todo momento…
—Existe el prejuicio, ¿no?
El jefe carraspeó.
—No tanto como ella imagina. En realidad se debe a su personalidad. Es rígida, autoritaria y nadie la quiere, pero es una agente extraordinaria, de modo que la conservamos. Con todo, su resentimiento puede inducirla a vengarse. Podría ser ese tipo de mujer.
—¿Número tres?
—John Wesley Thorndyke. También metodista, como puede adivinar por su nombre. Su padre es un predicador metodista, Richard Arnold Thorndyke. Nombre de soltera de su madre, Patricia Jane Burroughs. Thorndyke nació en Olympia, estado de Washington, en 1931. Concurrió a la Universidad de Washington. Se especializó en filosofía y durante un tiempo, jugó con la idea de ser pastor. Sumamente religioso y profundamente interesado en lo que llama la «Tierra Santa». No es uno de nuestros agentes más brillantes, pero tiene coraje y es altamente confiable.
—¿Tan confiable es que ustedes consideran imposible que sea un doble agente?
—Nadie es nunca confiable hasta ese punto. Supongamos que su profundo sentimiento religioso lo lleve a creer que es una herejía que la Tierra Santa esté en manos judías.
—¿Sería mejor que estuviese en manos musulmanas?
—Posiblemente querría que la región se desestabilizase al punto de que sea necesario colocarla bajo un cuerpo internacional que represente las tres religiones para las que el lugar es sagrado. Tenemos, en realidad, un informe en el que se afirma que así lo dijo en una oportunidad, expresándolo como un ideal más bien que como una posibilidad práctica. Pero… ¿Quién sabe? Como doble agente, puede considerar que está trabajando por la consecución de ese ideal.
—¿Y el número cuatro?
—Es Leigh Garrett, hijo. Padre del mismo nombre, como es obvio. Nombre de soltera de la madre, Josephine O’Connell. Nació en Concord, New Hampshire en 1925 y concurrió a la Universidad de Dartmouth, diplomándose como químico. Trabaja en el sector científico con nosotros. Su familia es católica, pero él mismo no es practicante.
—¿Algún motivo para sospechar de él?
—Pues bien. Es sumamente conservador y si no pertenece al grupo nacionalista llamado «John Birch», decididamente les muestra simpatía.
—Personalmente —dije muy serio— no creo que esto moleste mucho al Departamento.
Sin inmutarse, el jefe dijo:
—Siempre que no afecte su trabajo, aunque le diré que no aprobamos los extremos de ninguna clase. El elemento emocional no resulta positivo en nuestro trabajo. Hay motivos para sospechar que Garrett es antisemita, por ejemplo.
—No es ninguna originalidad…
—Sin duda, pero la cuestión es… ¿Es bastante antisemita como para desear la destrucción de Israel cumplida por otro grupo de semitas, los árabes, aun cuando la política del Departamento es hacer todo lo posible por asegurar la existencia de Israel? No podemos estar seguros en cuánto a eso.
—Hábleme, entonces, del número cinco.
—El quinto es un hombre mayor, Jeremiah Miller. Nació en 1908 en Minneapolis y estudió en la Universidad de Colorado, donde se especializó en literatura inglesa. Intentó escribir, pero no llegó muy lejos y se incorporó al Departamento antes de la Segunda Guerra Mundial. Obtuvo licencia para pelear a último momento y salió de las fuerzas con antecedentes muy honorables. Lo hirieron en Anzio. Sus padres murieron y es soltero. Es protestante, de la secta episcopal y practica su religión.
—Hace cerca de treinta años que entró en el Departamento —dije— y arriesgó su vida luchando. ¿No puede eliminarlo como sospechoso?
—No, no podemos eliminarlo. Carece del empuje necesario para progresar y ha visto cómo una cantidad de hombres más jóvenes han pasado a puestos superiores al suyo. En realidad, estábamos pensando en hacerlo jubilarse antes y acordarle media pensión. Él lo sabe.
—¿Está resentido?
—¿Usted no lo estaría? Sus padres murieron. No tiene hermanos. Ni mujer. Está solo en el mundo y no hay nada que lo distraiga de la amargura que pueda sentir. Además, existe el problema del dinero. No gana mucho. Su pensión sería aun menor. Es demasiado viejo para comenzar nada. Es bastante probable que hayan podido comprarlo.
Después de cavilar unos instantes, el jefe prosiguió:
—Allí está la dificultad, como ve. Cada uno de los cinco tiene un motivo. Un motivo diferente en cada caso. No hay manera de determinar cuál de ellos tiene más peso ni cuál ha podido traducirse en acción concreta. Tenemos que descubrir algo y tiene que ser ya. Las cosas se mueven con mucha velocidad en el Medio Oriente y en cuestión de días tendremos que eliminar a los cinco a menos que podamos identificar a uno de ellos.
—Y esa tarea me corresponde a mí, ¿eh?
—Si puede hacerlo. Estudie esos motivos y dígame cuál de ellos puede dar origen a un doble agente. Puedo facilitarle todos los datos con que contamos sobre los cinco…
—No es necesario —dije—. Creo que me ha dado ya toda la información que deseo.
—¿En serio? —El jefe parecía estupefacto.
—No puedo tener la certeza absoluta, claro está, pero calculo las probabilidades en seis contra una de que he identificado al hombre.
—Quiere decir que uno de los motivos…
—Dejemos los motivos. Se ha preocupado tanto por practicar el psicoanálisis que no se ha detenido a contemplar los hechos más simples.
La verdad es que yo estaba en lo cierto. El resultado fue que le tocó a Israel sorprender a las naciones árabes en la Guerra de los Seis Días, en lugar de lo contrario.
(#)
Jennings, Baranov y yo nos quedamos mirándonos.
—Estás bromeando, Griswold —le dije belicoso—. No tenías manera de elegir entre los cinco y lo sabes.
Griswold adoptó expresión de sorpresa.
—¿No lo ven? Sin duda saben que un nombre en código para un agente no tiene ninguna utilidad cuando proporciona el menor indicio de la identidad del agente. Ninguno de los agentes aceptaría un nombre que lo delatase. En otros términos, si uno de nuestros agentes es conocido por el enemigo como «Granito» la señal que nos envía es que nuestro agente no tiene nada que ver ni siquiera indirectamente con el granito. Esto es en efecto lo que yo llamo el «envío de una señal».
Sabemos, por ejemplo, que el agente en cuestión no puede ser de ninguna manera alguien nacido en New Hampshire, al que llamamos el «Estado de Granito» y eso elimina a Leigh Garrett, hijo. También elimina a Saul Stein, ya que Stein es el término alemán para «piedra», lo cual se aproxima demasiado abiertamente al granito para que sea un buen nombre en código para este último.
—Entonces tiene que haber sido el candidato a jubilarse —dijo Baranov—. Allí no hay relación con «granito».
Griswold arqueó las cejas.
—Yo les dije que había estudiado en la Universidad de Colorado que está ubicada, como recordarán, en la ciudad de Boulder, o sea «roca».
—La mujer… —comenzó a decir Jennings. Pero Griswold lo interrumpió.
—Era una feminista que insistía categóricamente en usar su nombre de soltera. Las mujeres como ella reciben popularmente apodos que recuerdan a otras que provocaron el asombro de los Estados Unidos del siglo diecinueve por retener su nombre de soltera. Se trata aquí de Lucy Stoner y Roberta Ann Mowery era obviamente una Lucy Stoner. Queda entonces John Wesley Thorndyke, hijo, el culpable. ¡La lógica es la lógica!