Había una vez una joven
Jennings permitió que su diario crujiese, cosa que no condecía mucho con la sombría magnificencia de la biblioteca de nuestro club, por lo cual el gesto constituyó una prueba de su indignación.
—Murieron cinco caballos en el último atentado del IRA en Londres —dijo—. Sabían que morirían esos caballos ¿Por qué tienen que pagar los caballos por las locuras de los hombres?
—Siempre pagaron —dijo Baranov tranquilamente—, desde que existe la caballería. ¿Sabes cuántos caballos murieron durante la carga de la Brigada Ligera?
Entonces tuve que intervenir:
—Mientras la humanidad se divida en grupos separados por triviales diferencias de cultura y considere que vale la pena morir por ellas…
Baranov me interrumpió, como suele hacer cada vez que trato de decir las cosas como son.
—Ha sucedido durante los cinco mil años de nuestra historia escrita. ¿Cómo lo impides?
Jennings hizo crujir el diario otra vez y murmuró:
—Israel en el Líbano, Irán en Iraq, rebeldes en el Salvador y en Honduras, terroristas en todas partes…
—Bastaría con tomar un concepto más decente de la que debe ser la humanidad, unir esfuerzos contra la ignorancia y la miseria —continué—, los verdaderos enemigos de…
—¿Y entre tanto?
Griswold que había estado tratando de cruzar las piernas, con cierta torpeza porque, parece, dormía profundamente, murmuró algo entre dientes y dijo:
—Entre tanto, se hace lo que se puede, actuando en cada caso según se presenta.
—Como lo has hecho tú, seguramente —dije, poniendo en mis palabras todo el sarcasmo que pude.
—A mi modesto entender, sí… de vez en cuando —dijo Griswold y, abriendo los ojos, me miró, con cara de pocos amigos.
El punto neurálgico que provoca más malestar al gobierno de los Estados Unidos es sin duda Irlanda del Norte [dijo Griswold]. Gran Bretaña es nuestro aliado más importante y, sin embargo, tenemos gran cantidad de ciudadanos de origen irlandés políticamente activos y con gran capacidad de expresar su punto de vista dentro de nuestras fronteras. Al gobierno le resulta casi imposible adoptar alguna medida de acercamiento a cualquiera de las partes sin ofender profundamente a la otra. Ni siquiera los deseos piadosos dejan de ofrecer peligros.
En consecuencia, si bien es sabido que el Ejército Republicano Irlandés, el IRA, obtiene buena parte de sus recursos y armas de los Estados Unidos, no hay nada que pueda hacer abiertamente nuestro gobierno. Sin duda Gran Bretaña lo sabe y extraoficialmente, expresa amargura frente al hecho. Por su parte, nuestro gobierno debe hacer todo lo que puede por disminuir esa ayuda, pero no puede hacerlo en forma abierta. Abierta, nunca.
El jefe del Departamento no tuvo necesidad de explicarme nada de esto cuando vino a visitarme una noche a mi casa después de la cena. Comprendí la situación.
—Hay una nueva ruta para el envío de armas —dijo— desde aquí hacia Irlanda y tenemos que acabar con ella. No podemos condonar el terrorismo por ninguna causa.
—¿Hay colaboración del gobierno de Irlanda?
—Abiertamente, no —respondió mi amigo.
Hice un gesto de asentimiento. Era fácil de comprender. Irlanda no quería que sus dificultades se desbordaran más allá de las fronteras entre el norte y el sur. Debía hacer lo posible para desarmar a los más exaltados miembros del IRA. Pero al mismo tiempo no podía hacerlo sin dar la impresión de estar aliándose a sus antiguos amos británicos para combatir a quienes luchaban por liberar la isla entera.
—Entiendo —dije— que no han logrado cerrar esta ruta y que solicitan mi ayuda.
Algo incómodo, el jefe dijo:
—Vine a mostrarle esto.
Me entregó entonces un papel en el que había cinco renglones reproducidos por una Xerox que decían:
Había una joven llamada Alicia que decía: Sin querer ser dura diré que no aguanto a los palurdos de barrio, ni aun de Los Ángeles, Houston ni Dallas.
Algunas de las letras eran ornamentales y estaban rodeadas por unos garabatos borrosos.
—No está mal-comenté. —Y supongo que el autor provenía del nordeste, o del centro del país.
—De Boston.
—Y expresaba su profundo desprecio por las grandes ciudades de la «Costa Dorada». Para él (o para ella), por muy dorada que sea, sus pobladores siguen siendo unos palurdos…
El jefe se encogió de hombros.
—Eso no tiene importancia, Griswold —dijo—. Lo importante es que esto fue escrito por uno de nuestros agentes, un joven que se infiltró en la red de contrabando de armas del IRA. Tenemos buenos motivos para creer que había descubierto los detalles de la ruta seguida por el tráfico.
—¿Hay algún motivo para no preguntárselo?
—Bastante bueno. Está muerto.
—En efecto, es un buen motivo. ¿Dónde encontraron esto?
—En su cuarto de hotel. Lo escribió la última noche de su vida. Tenemos la certeza de ello, así como una serie de elementos de evidencia circunstanciales que nos indican que debió de haberlo escrito durante una conferencia con la gente responsable de la ruta. Tres horas más tarde, mataron a nuestro agente en el cuarto que ocupaba en un sórdido hotel.
—Lo mató quizás algún intruso que no tiene nada que ver con el caso.
—Creemos que no, porque tampoco creemos en las coincidencias. El cuarto estaba en desorden y posiblemente obtuvieron buenos resultados porque, en el curso de nuestro propio allanamiento, no encontramos ningún indicio útil, excepto, tal vez, ese versito que acabo de mostrarle. El papel estaba doblado varias veces y metido debajo de la vieja bañera, uno de esos modelos con patas. Es posible que lo haya arrojado allí al advertir que sus amigos habían descubierto su identidad y golpeaban la puerta.
—¿Y con esto creyó que podría ayudarlos a ustedes? ¿Cómo?
—Era muy aficionado a hacer garabatos. Lo sabemos. Siempre se ponía a garabatear mientras observaba o escuchaba algo. Ni siquiera tenía conciencia de su hábito. Suponemos que, cuando hablaban de la ruta, se puede haber mencionado, digamos, «Alice de Dallas». Lo puede haber tentado la rima de ciertas palabras y escribió el versito.
Reflexioné algunos instantes.
—¿Alice de Dallas? ¿Para qué nos sirve? Dallas es, como reza el verso, una ciudad grande. Las Alicias que puede haber serán miles. Es un nombre bien común.
—Tiene razón —concedió el jefe—, pero no trabajamos completamente a ciegas, ¿sabe? Tenemos pistas independientes y también áreas sospechosas. Pudimos restringir muchísimo la zona de investigación cuando buscamos a Alice de Dallas. A pesar de lo cual… no encontramos nada. No apareció ninguna Alice en ningún lugar ni en ninguna situación que nos permitiera advertir de inmediato que estábamos con el ojo puesto sobre la ruta buscada ni mucho menos.
—¿Están seguros?
—Sí —dijo con firmeza.
—¿Está así completa la historia?
—No. Nuestro agente mencionó tres ciudades. Teníamos que considerar las otras dos.
—¿Los Ángeles y Houston? Son más grandes aun que Dallas. Y ya que hablamos de todo esto ¿qué hay de Alice de Dallas, la estrella de esta brillante pieza poética?
—Puede que no se haya tratado de un indicio directo. Podría haberse aludido a Alice de Houston, digamos, y que el hombre haya pensado, al pasar: «Qué lástima, de haber dicho Alice de Dallas, habría rimado», con eso comenzó su versito.
—Habrán investigado bien Los Ángeles y Houston, ¿no?
—Desde luego. Sucede que ninguna de esas dos ciudades es centro de apoyo al IRA, lo cual simplifica un poco el problema. De haberse tratado de Boston y Nueva York, habría sido mucho más complejo.
—¿Encontraron algo en Los Ángeles o en Houston?
—Nada.
—Puede ser que el verso no quiera decir nada, entonces.
—No podemos creerlo. Nuestro agente lo arrojó debajo de la bañera. Sin duda consideró que aunque hubiese escrito aquello sin pensar en otra cosa que garabatear algo al azar, tenía algún interés para nosotros. ¿Por qué no podemos descubrirlo?
—¿Hay algo en el dorso del papel? —pregunté.
—Nada.
—¿Señales de…?
—No hay tinta invisible, si es lo que quería decir. ¿Cómo diablos iba a escribir con tinta invisible sentado en una conferencia? Bien puede ser que, en esa ocasión sus garabatos hayan despertado sospechas contra él.
—¿Y los ornamentos alrededor de las letras y otras marcas en el papel? ¿Pueden significar algo?
—No encontramos nada. Mírelo otra vez, ¿quiere? —El jefe me acercó el papel.
—No —debí admitir. Seguidamente, dije—: Le diré que es muy posible que el garabato no quiera decir nada. Lo hizo por hacerlo en cualquier momento, lo encontró en el bolsillo al llegar al cuarto, lo dobló, lo arrojó al canasto de los papeles y no lo embocó. Rodó luego al cuarto de baño y no tiene significado alguno. ¿No es esto una posibilidad?
El jefe se mostró irritado.
—Claro que es posible, pero no podemos arriesgarnos. Cuando llegue una avalancha de armamento nuevo al IRA desde los Estados Unidos, Gran Bretaña empezará a meter presión, intensa, aunque silenciosa, sobre nuestro gobierno. Y nuestro gobierno, a su vez, ejercerá la misma presión, dura y no tan silenciosa sobre nosotros. No quiero sufrir golpes como cabeza de este Departamento y decididamente no quiero perder mi empleo por culpa de este asunto.
—¿Qué piensa hacer, entonces?
—Lo único que puedo hacer, por ahora, es investigar bien esas tres ciudades otra vez. En realidad, no hemos dejado de hacerlo ni de pasar las pruebas por un cedazo, pero necesito una pista. Tiene que haber alguna información en este papel que no alcanzamos a ver. Hay algo relativo a los palurdos de barrio, aunque sean de la gran ciudad, que tiene significado, pero no sé cuál puede ser. ¿Y usted?
Volví a estudiar el papel.
—¿Pretende que yo advierta de un vistazo lo que todo el Departamento no logró ver?
—¿Podrá?
—¿Serviría mencionar una cuarta ciudad? —pregunté.
—¿Qué quiere decir? —El jefe me miró con hostilidad y, arrebatándome el papel, procedió a mirarlo atentamente—. ¿Qué algunas de las letras de las palabras, si las combinamos, dan el nombre de una ciudad?
—Por lo que pude ver, no —respondí—. Es mucho más obvio.
—No comprendo en lo más mínimo.
Se lo expliqué. El jefe me miró, resopló y dijo:
—¡Absurdo!
—Como quiera —dije a mi vez—. Es todo lo que puedo sugerir.
Se retiró furioso y nunca me comunicó lo que había sucedido después. Desde luego, tampoco yo iba a darle el placer de preguntárselo. Pero por otra parte, tengo mis amigos en el Departamento y sé positivamente que en ese momento no pasó ningún cargamento de armas hacia Irlanda. Sospecho, pues, que la cuarta ciudad era en verdad la buscada, que alguien llamado «Alice» o tal vez cuyo nombre de código fuera «Alice» estaba destacado allí. Según supuse, había llegado al nudo del problema y desbaratado esa ruta. Hecho que no me sorprendió, por supuesto.
(#)
Griswold terminó de beber con una expresión insufrible de complacencia.
—¿Por qué los veo desconcertados? —preguntó.
—Desconcertados, no —dijo Baranov—. Divertidos, sí. Esta vez has dado realmente un salto al vacío.
—No hay ninguna cuarta ciudad en ese verso —dijo Jennings.
—Como sabes muy bien, Griswold —le dije.
—Nunca dije que se la mencionase. Solo pregunté al jefe si podría ser una cuarta ciudad.
—¿Qué cuarta ciudad? —pregunté. Griswold respondió:
—Lo que me mostraron no era un simple versito ni un disparate. Era un pequeño poema de determinada estructura, lo que llaman una quintilla limerick en inglés.
—Sí, los conozco —dijo Jennings—. Los conocemos todos.
—Limerick no es solamente el nombre de una forma poética. Es el nombre de una ciudad en Irlanda, un puerto importante del sudoeste, en la desembocadura del río Shannon. El nombre del poema deriva del nombre de esa ciudad, si bien los detalles son un tanto oscuros. Si el agente oyó hablar de alguien, Alice, que desempeñaba un papel importante en el tramo de la ruta que llegaba a la ciudad de Limerick, bien es posible que se le haya ocurrido escribir un versito de los llamados limerick acerca de Alice. Al parecer, es realmente eso lo que sucedió.