Caza del zorro
—A mi juicio —dijo Jennings con aire pensativo— las drogas son exclusivamente un problema del siglo XX. A través de toda la historia la gente ha masticado plantas para obtener hachís, cocaína, nicotina o cualquier cosa que les haga sentirse bien en un mundo espantoso. Nadie se ha preocupado por la adicción, el daño físico, la vida acortada. La expectativa de vida, de todos modos, era de sólo treinta y cinco años.
—Es verdad —dijo Baranov—. A veces creo que… si la quieren, que la tengan. Nadie golpeó nunca a nadie porque tuviera su dosis sino porque no la tenía y necesitaba dinero para obtenerla. Yo no quiero perder la vida para evitar que alguien consiga su dosis. Que se muera él, no yo.
Me costó mucho trabajo no romper el silencio de la biblioteca de nuestro club, pero conseguí controlar el tono de mi voz.
—Ustedes dos, alcornoques, hablan así porque imaginan que las drogas tienen que ver solamente con vagabundos, estudiantes raros o gente de los guetos. No es posible aislar el problema así. Una vez que tenemos una sociedad invadida por las drogas, todos somos víctimas potenciales, tú, yo, nuestros hijos. Además, hoy tenemos drogas peores que las que se hayan preparado nunca con plantas, gracias a nuestros excelentes químicos.
—Escuchen a Don Liberal —dijo Baranov con tono irónico—. Todo es culpa de la sociedad o bien responsabilidad de la sociedad. Por ello fracasamos. ¿Y?
—En todo caso, fracasamos, pero debemos seguir luchando —dije muy serio—. Si renunciamos a la lucha, si abandonamos el campo sin resistirnos…
Desde las profundidades del sillón de Griswold surgió su voz de bajo.
—¿Estaban luchando contra las drogas o simplemente charlando? —preguntó.
—Y tú, ¿has estado luchando? —repliqué, ofendido.
—En una o dos oportunidades.
—¿Ah, sí? —dijo Jennings—. ¿Tuviste alguna misión contra las drogas?
—No, pero me ha consultado la gente encargada de hacerlo. Solían consultarme acerca de toda clase de cosas. Desde luego también en materia de drogas. Pero claro está, no creo que les interese a ustedes.
—Fingiremos que nos interesa, Griswold —dije—. Habla.
La dificultad de las teorías grandiosas sobre el crimen [dijo Griswold] es que no ayudan nada al funcionario responsable de hacer cumplir la ley.
Un policía, un funcionario del ministerio del Tesoro, un agente de los servicios secretos no puede realizar su trabajo teniendo presentes los efectos de la reforma social ni las sutilezas psiquiátricas. Invariablemente se ve frente a un hecho criminal concreto, un crimen determinado, un criminal individual. La respuesta, también tiene que ser concreta.
Todo parece reducirse al juego del gato y el ratón, lo demás no cuenta.
Tal fue el caso del teniente Hoskins —diré que no es este su verdadero nombre— en un cuerpo de policía que tampoco nombraré y qué debió encarar un problema de drogas en cierta ciudad.
Comenzó con un amplio despliegue general de divulgación. Los diarios empezaron a comentar la enormidad del problema y a hablar de la degeneración de la sociedad. La cuestión llegó a convertirse en el tema principal de la campaña electoral para alcalde. El candidato triunfante prometía una lucha firme para poner fin al escándalo y velar para que los criminales estuviesen por fin entre rejas. El jefe de policía anunció que dedicaría todos los recursos del departamento para cumplir con ese fin.
Pero fue Hoskins quien debió determinar qué hacer con los casos concretos de uso de drogas, comercialización y transporte desde los proveedores en gran escala hasta el nivel de consumo al por menor.
Fue sencillo arrestar a los consumidores de menor cuantía, casi al borde de la degeneración, explotados por los traficantes, pero ¿de qué servía? Aun cuando se consiguiera cruzar las barreras protectoras levantadas por abogados-y-miembros de la justicia, las prisiones estaban ya atestadas y no había fondos para construir nuevas unidades.
Era esencial detener la corriente de drogas mucho más cerca de sus fuentes de origen y esta era la misión de Hoskins.
Con el correr del tiempo Hoskins consiguió descubrir una importante vía de entrega de drogas, un aspecto clave en la distribución que afectaba a su propia ciudad. Las entregas se hacían al parecer en automóvil y estaban a cargo de un único individuo. Poco a poco, mediante un complejo análisis de los hechos, se consiguió arrancar información a los informantes y completar los detalles de las operaciones.
Eran la esencia de la simplicidad. No se intentaba esconder la mercadería. Se la llevaba en una especie de receptáculo debajo del asiento del conductor. Se la trasladaba, simplemente, del punto A al punto B, en general en las primeras horas de la madrugada.
El conductor era maestro en la confección de disfraces sencillos. Cambiaba de sombreros o de peinado. Usaba lentes de contacto o anteojos de carey; pulóveres o chaquetas deportivas; a veces camisas de trabajo. Nunca tenía el mismo aspecto dos veces seguidas y lo único que lo caracterizaba era su capacidad para pasar inadvertido.
Tampoco usaba nunca el mismo automóvil ni seguía la misma ruta ni cubría, siempre idénticos puntos A y B.
Dieron en apodarlo El Zorro. Era un apodo secreto usado por la policía y simbolizaba la lucha privada entre Hoskins y El Zorro. Sospecho que El Zorro estaba al tanto del apodo y gozaba con él, complaciéndose más de una vez en derrotar a Hoskins más que de disfrutar de sus ganancias.
En cuanto a Hoskins, estoy seguro de que habría estado dispuesto a dar piedra libre para el tráfico de drogas en la ciudad, con tal de poder cazar al Zorro. Hoskins no estaba movido por la justicia en abstracto. Simplemente ansiaba una oportunidad de atrapar a ese individuo en particular.
En una ocasión compartiendo un trago, perdió los estribos y me lo contó todo. Estoy seguro de que no se proponía hacerlo, siendo como era un hombre con mucho amor propio, que habría deseado atrapar a su adversario sin ayuda de nadie. Finalmente, se vio obligado a solicitarla. La necesidad de ganar su partida a cualquier costo y de cualquier manera lo llevó a recurrir a mí.
—Lo malo es —me dijo— que ese canalla tiene un sexto sentido. Estoy seguro. En cierto momento supimos con exactitud la ruta que pensaba seguir. Colocamos entonces vallas en determinado punto donde la carretera era algo más angosta, y allí deteníamos los automóviles y los revisábamos. No encontramos nada y, cuando abandonamos el operativo, la nueva remesa de droga estaba ya entregada. Siempre intuía la existencia de una pinza con tiempo suficiente para tomar otro camino. Creo que si detuviésemos todos los vehículos de la ciudad, optaría por no moverse o descubriría la única brecha que hubiéramos descuidado. O se volvería invisible, el maldito.
Y no sería tan grave, Griswold —prosiguió Hoskins— si aplicase una técnica inteligentísima, pero el hombre se limita a introducir su automóvil con drogas sin intentar siquiera ocultarse. ¡Qué desprecio debe sentir por nosotros…!
—¿Qué saben acerca de él?
—Nada muy preciso. Tenemos una cantidad de datos provenientes de uno u otro informante, pero todos son vagos o especulativos y no sabemos hasta qué punto podemos confiar en toda esta información. Tiene talla mediana y ninguna seña particular. Era de suponer. Una vez me dijeron que cojeaba un poco, pero no nos fue posible saber de qué pierna. Otra vez nos dijeron que era daltoniano. El informante era un soplón bastante confiable a quien nunca volvimos a ver, de modo que no fue posible obtener detalles que lo confirmasen. Otra vez nos dijeron que es muy educado y habla como un profesor universitario, pero el informante, con toda seguridad no había oído jamás hablar a un profesor universitario.
—¿Conduce sin compañía en estas operaciones? —pregunté.
—De eso estamos casi seguros —respondió Hoskins—. No es de los que confían en un compinche ni comparten de buena gana las ganancias.
—Se me ocurrió porque es daltoniano, tiene que serle difícil distinguir las luces de tránsito y podría preferir que condujera otra persona.
Hoskins agitó una mano con gesto de fatiga.
—No. Las luces nunca son idénticas, aun para la gente con daltonismo. Nos dicen que captan una diferencia en el tono y en la intensidad.
—¿Le es difícil a un daltoniano el obtener permiso de conductor?
—En absoluto. En esta ciudad no se hace prueba de daltonismo.
Me quedé reflexionando sobre el asunto. Al cabo de unos minutos y después de haberme bebido otro whisky con soda, pregunté:
—¿Pueden saber de antemano la hora y la ruta de la entrega?
—Hay ciertos indicios, algunos datos fragmentados. A veces podemos adivinar con bastante certeza la hora en que se moverá y aun la forma. Pero como le dije, nunca pudimos atraparlo.
—¿Y podrían adivinar realmente qué ruta va a tomar?
—Bueno, con un cincuenta por ciento de probabilidades.
—No está mal. ¿Y podrían aguardar para sorprenderlo?
—Lo hemos intentado. Se lo dije ya. Nunca lo atrapamos.
—Claro está que no, si usan patrulleros con faros que enceguecen a cualquiera y levantan vallas camineras por todas partes. Lo único que les falta es colocar carteles fluorescentes que digan: «Somos la policía».
—Bien. ¿Qué propone que hagamos?
—No aparecer con ningún patrullero. No levantar ninguna valla.
—¿Para qué puede servir eso?
—Puede ubicar a dos o tres hombres a cien o doscientos metros de la intersección prevista, ¿no? Puede ubicarlos en los tejados provistos de binoculares. Puede destacar uno o dos patrulleros a varios cientos de metros de la misma intersección y cuando un automóvil determinado pase por ella, alertar al patrullero correspondiente. Otro podría avanzar detrás del vehículo cuando pase y otro colocarse delante.
Hoskins suspiró.
—¿Cómo vamos a saber cuál de los autos que se desplazan por la intersección es el que buscamos? Si no lo es lo habremos detenido inútilmente, y puedo jurar que El Zorro se enterará al instante y cambiará de ruta o se quedará en casa.
—No —dije—. Tendremos el automóvil buscado. Por lo menos, existe la probabilidad de que lo tengamos, si el hombre es daltoniano y si ustedes siguen mis instrucciones al armar la celada.
Le expliqué todo y debo reconocer que comprendió rápidamente. La cosa era desde luego sencillísima.
Debimos esperar, como es natural, hasta que Hoskins supiera o creyera saber, que se efectuaría un traslado de mercadería por determinada ruta ya determinada hora. Tendríamos que elegir entonces una intersección que, a nuestro juicio, atravesaría El Zorro y que no estuviese muy transitada en las primeras horas de la madrugada.
Organizamos pues todo en forma tan disimulada como nos fue posible y por fin Hoskins y yo nos encontramos esperando en un tejado. Los dos teníamos binoculares.
—¿Cree que dará resultados? —preguntó Hoskins.
—Si no los da, no le cobraré nada —dije—. Habremos perdido el tiempo para nada. Pero, a lo mejor, los da.
Estábamos muy solos allí. Amanecía lentamente y la tensión fue creciendo a medida que un automóvil tras otro pasaba por la intersección. Por fin, cuando faltaba apenas media hora para el alba, se detuvo frente a la luz de tránsito un automóvil que no se diferenciaba en lo más mínimo de los demás.
—Allí lo tiene —dije. Cambió la luz. El automóvil reanudó la marcha y cayó en la trampa. Supimos que estábamos en lo cierto cuando el conductor intentó bajar y huir. No lo consiguió y encontramos la droga debajo del asiento.
El episodio no puso fin al mercado de las drogas en la ciudad, pero consiguió hacerle un buen agujero. Pero además Hoskins tuvo la satisfacción de haber cazado al Zorro que, finalmente pasó en la cárcel un buen número de años.
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Griswold calló, pero inmediatamente Jennings le dijo:
—¡Vamos! ¡Ni se te ocurra que vas a dormirte otra vez! ¿Cómo pudiste distinguir ese auto de los otros?
Griswold arqueó las cejas blancas.
—Era cuestión de azar, pero dio resultados —dijo—. Si el hombre no distinguía el rojo del verde, su mejor manera de distinguir las luces de tránsito era recordar que la roja está siempre arriba y la verde, siempre abajo. Así como nosotros esperamos automáticamente «rojo-verde», él esperaba automáticamente «arriba-abajo».
Por ello elegimos esa intersección, bloqueamos una esquina a una cuadra de distancia para que nadie pudiese tomar esa calle y luego invertimos las luces, colocando la luz verde arriba. Y después, la dejamos permanentemente verde.
Supongamos que hubiésemos colocado una luz roja permanente debajo. Es posible que el hombre hubiese parado pensando que era verde, pero esto no sería prueba concluyente de nada. Muchos conductores suelen pasar una luz roja en una calle desierta y en horas de la madrugada. En cambio, nadie se detendría frente a una luz verde en ninguna circunstancia, salvo que sea daltoniano y creyera que era una luz roja, como habría supuesto si poníamos la luz verde arriba.
Cuando llegó a la intersección, se detuvo automáticamente ante lo que imaginó una luz roja, aun con la calle casi desierta y sin otros vehículos en la intersección. La persona afectada por este defecto óptico aprende con toda certeza a conducir con particular cuidado en este sentido, en especial cuando se trata de un delincuente que no puede permitirse dejar que lo detengan por una infracción menor de tránsito.
Después, manejamos en forma manual los controles para pasar a rojo la luz de abajo y él reanudó la marcha en seguida, creyendo que se había puesto verde. Entonces tuve la seguridad de que lo teníamos en nuestras manos, como en efecto sucedió.