Cómo se escribe

Jennings fue el último en llegar y cuando se sentó, extendió las piernas cómodamente y recibió su habitual martini seco con una cebollita.

—Detrás de las paredes de esta ciudad hay ocho millones de historias —comentó.

—¡Oye! —exclamó Baranov—. ¡Qué idea para una serie de televisión!

—La única dificultad es que las perdemos todas, probablemente yo mismo perdí una cuando venía de camino al club… siempre vengo a pie cuando hace buen tiempo. Es un buen paseíto y contribuye a mantenerme en forma. No como tú, gordo —dijo, dirigiéndose a mí.

Me sentí irritado.

—Te mantienes en forma dándote aire por el cerebro hasta que lo conviertes en un vacío perfecto. Ni siquiera tiene sentido nada de lo que dices.

Desde su alto sillón Griswold se movió y el suave rumor de sus ronquidos se interrumpió con un murmullo. No sé qué dijo, hablaba de una olla, creo, y de una sartén tiznada.

—Dime qué te perdiste, Jennings —dije—. En general tienes bastante poder de observación para no perderte ningún bache que haya en tu camino.

Jennings fingió no haber oído.

—Pasé al lado de una joven pareja que discutía. La muchacha, de no más de diecisiete años, diría yo, dijo en voz tan baja que apenas lo pude captar: «No debiste permitirle ver la sombra». El muchacho, de no más de veinte, respondió: «Otra cosa hubiera sido correr un riesgo».

—¿Y de ahí? —preguntó Baranov.

—Es todo lo que oí, porque seguí caminando. Pero luego me puse a pensar. ¿Qué sombra? ¿Por qué no debía haberla visto, quienquiera que fuese, y por qué habría de ser arriesgado no verla? ¿De qué estaban hablando?

—¿A quién le interesa? —pregunté a mi vez.

—A mí —dijo Jennings—. Había algo raro allí. Alguna historia de nuestra ciudad que nunca sabré cuál es.

—Pregúntaselo a Griswold —sugerí—. Él lo razonará todo y de esas dos simples frases hará una historia de intriga y acción. Vamos. Pregúntaselo.

Al principio Jennings trató de mostrarse desdeñoso, pero advertí que estaba tentado de hacerlo. Griswold tenía una inusitada capacidad para ver por debajo de la superficie de las cosas.

Miró al hombre dormido, las canas y las cejas blancas y, como siempre que se mencionaba su nombre, resultó que no estaba tan dormido como para perder lo que se decía.

El whisky con soda subió hasta sus labios. Abrió los ojos, se alisó el gran bigote con el dorso de la mano izquierda y luego dijo:

—No tengo la menor idea de a qué se refería todo ese tema de las sombras. Desde luego, alguna vez me he visto frente a pequeños hechos que pude estudiar a fondo, hechos en los que el crimen no parecía tener nada que ver y que, sin embargo, tenían algo de anormal.

—¿Por ejemplo? —le pregunté, incitándolo deliberadamente a hablar.

Siempre he tendido a inspirar confianza [dijo Griswold]. Supongo que se debe en parte a que la dignidad de mi figura hace que la gente confíe en mí y, en parte, a que la luminosa inteligencia que resplandece en mi mirada la lleva a imaginar que va a encontrarse con un pozo de sabiduría que saciará todas sus necesidades.

Sea como sea, la gente apela a mí cuando está en dificultades.

Conozco a un hombre, por ejemplo, que es escritor. Si mencionase su nombre, sabrían de inmediato de quién se trata. Cualquier norteamericano culto y aun cualquier europeo culto sería capaz de reconocerlo. Ese nombre es la esencia de esta anécdota pero, como me lo dieron en forma confidencial, no puedo revelárselo, aun en el caso poco probable de que confiara en la reserva de ustedes. Lo llamaré, por lo tanto, Reuben Kelinsky, habiendo verificado, inclusive, que ni siquiera las iniciales coinciden.

En general Kelinsky es un individuo sin preocupaciones. Tiene pocos de los estigmas del escritor. No lo atormentan los plazos de entrega; no lo amargan las críticas ni los rechazos; no lo deprimen los derechos de autor cercenados ni lo enfurece la estupidez de los editores… Para no hablar ya de la perversidad de las editoriales, agentes, revisores e impresores. Escribía siempre en un estilo llano, lo vendía todo, ganaba bastante y era un hombre feliz.

Imaginen mi asombro, pues, cuando una vez, que estábamos almorzando, lo vi particularmente abstraído. Se mordía el labio inferior, cerraba los puños y seguidamente murmuraba palabras entre dientes.

—¿Qué pasa, muchacho? —le pregunté con tono comprensivo—. Te veo alterado.

—¿Alterado? —repitió—. Estoy furioso. Hace tres semanas que estoy tratando de calmarme pero no lo consigo. Estoy tan mal, que tomo duchas heladas por la mañana y es inútil. Me siento tan acalorado y con tanto malestar que hasta el agua fría del baño sube de temperatura.

—Dime qué te pasa —dije.

—¿Me permites? —preguntó con una expresión esperanzada—. Quizás tú puedas ayudarme a sacarle algún sentido a esto.

—Cuéntame —dije.

—He conseguido una edición muy buena de la Historia de la Civilización de Will Durant por una bicoca y estaba encantado. Había leído ya la obra a medida que aparecían los volúmenes retirándolos de la biblioteca y siempre había deseado tener la serie completa. La única desventaja que tiene la que he conseguido es que le falta el Volumen 2: La vida en Grecia.

»Bien, tú sabes cómo es uno. Durante décadas he vivido sin tener ninguno de los volúmenes pero, ahora que tenía diez de ellos, sencillamente no podía vivir sin el undécimo. Es más, estaba empeñado en leer toda la serie volumen por volumen. No quería saltearme uno y tener que volver a él, y como estaba a punto de terminar el primero, me empecé a angustiar.

»Debí haber esperado hasta volver a Nueva York, donde hay muchas librerías de las que soy cliente. Todas habrían estado dispuestas a ayudarme en la búsqueda, pero debía quedarme en Washington por unos días y me daba fastidio tener que esperar. Al pasar por una librería importante camino de una cita, entré en ella, obedeciendo a un impulso.

»Tenía prisa, pues me esperaban a almorzar y estaba acostumbrado a encontrarme en la “cancha propia” por así decir, cuando visitaba una librería, de modo que me dirigí directamente a un mostrador y le dije bruscamente a la mujer que estaba allí: “¿Dónde tienen la serie de obras de historia de Will Durant?” La mujer señaló vagamente una escalera semicircular. Subí por ella y me encontré sumergido en Tolstoi y Dostoyevski. Levantando la voz, dije a la mujer: “Oiga, no veo a Durant”.

»Me señaló otro lugar y caminé en la dirección indicada. Allí encontré una estantería tras otra repletas de obras de Durant. Estaban César y Jesucristo, Nuestra Herencia oriental, la Era de la Razón. Había en verdad alrededor de una docena de ejemplares de cada volumen de la serie, excepto el Volumen 2. Perdí bastante tiempo buscándolo, porque no podía creer que no hubiese ni un ejemplar de La Vida en Grecia.

»Completamente defraudado, bajé rápidamente por la escalera circular. Estaba ya retrasado para mi almuerzo, pero seguía empeñado en conseguir ese volumen. “¿Dónde puedo encargar un volumen?” pregunté. La mujer hizo otro gesto. En ningún momento me dijo una sola palabra, la muy idiota y fui corriendo hasta otro mostrador.

»“Quiero pedir un libro”, dije agitado. Tanta carrera inútil para nada.

»El hombre detrás del mostrador me miró impávido y no dijo una palabra. Con tono impaciente, repetí: «Quiero pedir un libro. Quiero el Volumen 2, La vida en Grecia de Will Durant.’

»El hombre no hizo ademán alguno de tomar un formulario. En verdad, no se movió. Al cabo de una espera más o menos larga, me preguntó: “¿Su nombre?”.

»Con gran claridad, seguro de que quizás obtendría un poco de colaboración, dije: Reuben Kelinsky.

»Y él preguntó: “¿Cómo se escribe?”.

»Era el colmo. Tuve la sensación de estar viviendo una pesadilla. No digo que todo el mundo haya oído hablar de mí. Tampoco que el diez por ciento me conozca y sepa deletrear mi nombre al oírlo, pero creo tener derecho a que en una librería sepan cómo escribirlo. En aquel momento había seguramente una docena de libros míos allí.

»Sobre el mostrador había una lista de Libros en Existencia, el volumen por autores, de la A a la X. Lo abrí hacia el final —sé perfectamente dónde está mí nombre— y dije: “Aquí puede ver cómo se escribe”.

»Y el hombre replicó: “No estoy aquí para que me insulten. Me niego a recibir su pedido”.

»¿Qué otra cosa podía hacer, salvo irme? Llevaba quince minutos de retraso para mi cita. Estaba tan furioso, que apenas pude probar bocado y lo poco que comí me sentó como un tiro. Tampoco había conseguido mi libro ni lo había encargado siquiera. Desde luego, cuando llegué a Nueva York obtuve el ejemplar sin mayor demora y ahora tengo la serie completa, pero sigo furioso. Envié una carta llena de indignación a la librería, pero me contestaron diciendo que yo me había mostrado altanero e insultante y que debía adquirir mis libros en otra parte. Y no hay nada que pueda hacer. No comprendo nada.

Kelinsky estaba sentado allí, meditabundo. Por fin dijo:

—Mira, es la primera vez que cuento toda la historia y ahora que te la he contado, me siento mucho mejor. Es como abrir un divieso.

—Por supuesto. En realidad, creo que debes olvidar el episodio. Si esto es lo peor que te pasa en tu vida, eres el hombre más afortunado del mundo.

—Es verdad. Pero ¿por qué diablos me pidió que deletrease mi apellido?

Con mucha cautela, respondí:

—Mira, Reuben, he oído solamente tu versión de la historia. ¿Por casualidad no te mostraste altanero e insultante?

—No, te lo juro. Te he dicho ni más ni menos que lo que sucedió, palabra por palabra, paso por paso. No grité. No insulté a nadie. Tenía ganas de hacerlo, pero me contuve. Estaba impaciente por irme y quizá haya parecido impaciente o atropellado, pero no se me escapó una sola palabra que pudiera considerarse ofensiva.

—No te enojes —dije—, pero estoy pensando en todas las posibilidades. Pronunciaste correctamente tu nombre, me imagino.

Ahí Kelinsky se enojó de verdad.

—Oye, Griswold. ¿También tú entraste a formar parte de este complot? ¿Acaso no sé cómo pronunciar mi propio apellido? Desde luego que lo pronuncié correctamente. Me esmeré por pronunciarlo bien, porque quería que supiese quién era, que se moviera un poco y me encargara el libro. Pero fue una tontería. Debí haber esperado hasta volver a Nueva York.

—En tal caso —dije—, creo que estamos sobre la pista de un complot criminal y debo pedirte que me acompañes y cuentes tu historia a un amigo mío del Departamento. Supongo que ustedes ya han adivinado lo que quise insinuarle.

(#)

—No, no sabemos —dije yo, impasible.

—¿No? ¿Ninguno de los tres? —preguntó Griswold.

—Ninguno de los tres —repetí, sin que los otros me contradijeran.

—En tal caso, nunca lograrán captar las historias de nuestra ciudad al desnudo —dijo Griswold con desdén—. Escuchen. ¿Por qué iba el hombre que estaba detrás del mostrador a pedirle a Kelinsky que deletrease un apellido que obviamente sabía escribir?

Una posibilidad que era necesario explorar era que fuera alguna consigna clave. Gente que no se conoce mutuamente pero debe confiar entre sí en cuestiones que implican un gran riesgo, debe tener algún sistema para identificarse sin que nada quede librado al azar. La contraseña empleada no debe ser una palabra fuera de lo común, que podría alertar a cualquiera que la oyera.

Si la librería era utilizada como centro de una actividad criminal y tú, por ejemplo, quieres asegurarte de que no le estás pasando información a una persona no indicada, pero no quieres preguntar directamente quién es la persona a quien no corresponde, he aquí la táctica que podrías usar: encargas determinado libro, y, cuando el empleado te pregunta tu nombre, afirmas que es el de un escritor conocido: Mark Twain, Saul Bellow, Herman Melville o, si quieres, Reuben Kelinsky.

Si el empleado actúa de buena fe, sabe cómo deletrear el apellido y acepta el pedido o puede dudar y pensar que estás bromeando. Si el empleado, en cambio, está involucrado en actividades criminales, dice: ¿Cómo se escribe?, cosa enteramente ridícula.

Si por el contrario, no parece sorprendido sabrá que eres un colega aunque manifieste no saber escribir tu nombre cuando evidentemente debería saberlo. Si tú, sin inmutarte, deletreas tu nombre, pueden pasar a hablar de negocios. Pero cuando tú te apoderaste de Libros en Existencia el hombre se dio cuenta de que eras un autor de verdad y, asustado, te acusó de ser altanero y de haberlo ofendido. Lo que quería era ahuyentarte.

Griswold abrió los brazos y dijo:

—¿Lo ven?

Jennings, con un tono bastante semejante al respeto, preguntó:

—Seguramente investigaron la librería y descubrieron algún tipo de delito, ¿no?

—Les diré —dijo Griswold—. A la sazón se investigaba en Washington una gran operación de contrabando de drogas. Yo pensé que podría tratarse de eso, pero me equivoqué. La verdad era que el empleado de la librería no tenía demasiada admiración por Kelinsky, pero lo reconoció y decidió divertirse un poco a costa de él y la verdad es que lo logró. Pero Kelinsky vive feliz ahora porque, como es natural, nuestra investigación hizo pasar un mal momento al empleado a pesar de que al final resultó ser inocente. La próxima vez será más cuidadoso en la elección de blancos para sus bromas.

Y ahora debo decirles, que nunca dije que yo estuviese invariablemente en lo cierto.