Dos mujeres
Afuera hacía un hermoso día, sereno, tibio y despejado. Los árboles del parque a lo lejos se distinguían apenas bajo la luz del crepúsculo y la iluminación de la biblioteca de nuestro club comenzaba a adquirir esos tonos dorados que creaban en nosotros mismos una confortable sensación de bienestar. Los ronquidos suaves y rítmicos de Griswold añadían aquel toque infaltable que expresaba que todo estaba como debía ser.
Se me ocurrió como al pasar que podría hacer más perfectas aun las cosas inclinando el whisky con soda que sostenía Griswold y mojándole la pierna del pantalón, pero el sentido común me dijo que si avanzaba solo una fracción de centímetro hacia él, se despertaría.
Por lo que podía juzgar, era probable que Baranov y Jennings estuviesen pensando lo mismo. Les pregunté, entonces.
—¿Alguno de ustedes se ha cuestionado alguna vez porqué tenemos que invertir sumas tan enormes para mantener a la policía cuando Griswold es capaz de resolver cualquier crimen sin moverse de su sillón?
—Ah —dijo Jennings—. Ocurre que sólo recibimos la versión de Griswold. Me pregunto qué tendría que decir la policía si la consultáramos sobre alguno de estos casos.
Griswold se agitó en su sillón de alto respaldo y nos atravesó, o poco menos, con la mirada de sus ojos azules.
—No dirían nada —murmuró con voz profunda—, pues a menudo la he consultado en casos en que me pareció aconsejable.
—¿En serio? —pregunté con aire de triunfo—. Entonces admites que no puedes hacerlo todo.
—Jamás dije lo contrario —dijo Griswold con orgullo—, pero en general le resulto más útil a la policía que ella a mí. Hay un caso muy ilustrativo ocurrido no hace muchos años aunque no estoy seguro de que quieran que lo cuente.
—La verdad es que no —comentó Baranov—, pero ¿cómo impedirte que hables?
—Bien —dijo Griswold—. Ya que insisten, se los contaré.
Las noticias circulan, claro [dijo Griswold]. Se dice, por ejemplo, que soy un recurso de consulta en casos extremos. Por lo tanto cuando las cosas parecen insolubles y la gente se resiste a acudir a la policía y no puede pagar los servicios de un detective particular, suele recurrir a mí.
Por intermedio de una serie de personas cuya lista sería demasiado larga y aburrida, en una ocasión acudió a consultarme una señora Harkness, que se sentó frente a mí con la cara hinchada por el llanto y sin dejar de retorcer el pañuelo con los dedos.
El problema se refería a su hija, de quien no sabía nada desde hacía un año.
—¿Por qué acude a verme ahora, señora Harkness? —le pregunté.
—No caí en la cuenta de que se había ido. Había viajado a Europa, sabe, y…
—¿Qué edad tenía? —me apresuré a preguntar. La señora Harkness era una mujer baja y regordeta, obviamente de edad madura.
—Veintiocho años —respondió—. Bien, ahora tiene más de veintinueve. Treinta, cumplidos el mes pasado… si… si acaso está aún viva. —De repente la señora Harkness se sintió tan acongojada que no pudo continuar. Esperé.
—Como le decía —prosiguió la señora Harkness—, tenía veintiocho años cuando la vi por última vez. Era una mujer adulta que se bastaba a sí misma como ilustradora de temas médicos. Hacía cinco años que vivía sola y tenía planes de viajar a Europa, según me dijo, en parte por razones de trabajo y en parte para pasear un poco. Me advirtió que quizá no tendría oportunidad de escribirme.
»Lo comprendí, desde luego. Nunca le gustó mucho escribir ni comunicarse, pero era muy independiente y capaz de cuidarse a sí misma, desde el punto de vista económico y desde otros también. No creí que tuviera motivos para preocuparme.
»Sin embargo, me dijo que no pensaba estar ausente más de dos o tres meses. Cuando transcurrió más de un año sin que tuviese ninguna noticia de ella, le escribí a su dirección en Filadelfia, donde reside, y me devolvieron la carta. Llamé al edificio de departamentos donde vivía y resultó que no había subalquilado su departamento sino que se había mudado después de guardar los muebles en un depósito. Fui a Filadelfia y localicé el depósito. Nunca había vuelto a retirar los muebles y la cuenta alcanzaba ya una suma importante.
»Sentí verdadero pánico. Sospechaba que estaba todavía en Europa y llamé a varias líneas aéreas con la esperanza de encontrar alguna punta del ovillo que me llevase hasta ella, pero no había ningún dato de que hubiese utilizado ninguna. En definitiva, creo que no se fue a Europa. Desde el principio no era este evidentemente su plan o bien algo le impidió viajar. Ha desaparecido, ni más ni menos, de la faz de la tierra.
—Eso es mucho más difícil de hacer de lo que usted cree, señora —dije—. ¿Se le ocurre algún motivo por el cual haya deseado desaparecer?
—No —dijo la señora Harkness, muy agitada.
—¿Era casada?
—No, pero había uno o dos hombres en su vida. Después de todo, era muy bonita, quince centímetros más alta que yo y muy esbelta. Salía a la familia de su padre.
—¿Podría haber estado embarazada?
La señora Harkness resopló de desdén.
—Desde luego que no. Era una persona muy metódica y sistemática. Aún antes de irse a vivir sola tomaba la píldora y tenía un diafragma. No era de las mujeres que corren riesgos.
—Los accidentes suelen suceder incluso a quienes no corren riesgos…
La señora Harkness declaró con voz cortante:
—No, si no hubiese deseado un hijo, se habría sometido a un aborto. No es como hace cincuenta años. Hoy en día a nadie le preocupa mucho la ilegitimidad ni el embarazo. Decididamente no son motivos para desaparecer.
—Tiene razón, señora —admití—. Perdone a un viejo que no está con los tiempos… Le pediré, entonces, que me describa a su hija. Hábleme de sus hábitos y educación, de cualquier cosa que pueda señalarme algún camino para identificarla, incluidos los nombres de sus dentistas y médicos, si los conoce, aunque la hayan tratado hace años.
La señora Harkness lloró otra vez.
—¿Cree usted que está muerta?
—En absoluto —dije con el mayor tacto posible—. Sencillamente, quiero obtener tantos datos como pueda para cubrir todas las eventualidades. Por ejemplo, querría algunas fotografías, si las tiene.
Le llevó algún tiempo reunir toda la información solicitada y luego me despedí de ella.
Y acudí a la policía. Tuve que hacerlo. Tenía archivadas las desapariciones y lo que es más, todo computarizado.
El jefe de Personas Desaparecidas me debía un favor. Varios, en realidad. Ello no quiere decir que estuviera encantado de tener que dedicarme parte de su tiempo, pero de todos modos, me lo dedicó.
—Filadelfia —dijo— y aproximadamente en marzo del año pasado. Un metro setenta y cuatro… —Murmuró luego otros elementos de la descripción mientras tecleaba sobre la computadora. Le llevó menos de un minuto. Levantando la vista, dijo—: ¡Nada!
—¿Cómo puede ser? —pregunté—. Es una persona. Es algo concreto. Existía.
El teniente murmuró algo.
—La desaparición en sí no significa nada. No entra en nuestros archivos a menos que alguien la denuncie. Los padres no lo hicieron hasta acudir a usted. Tampoco lo hizo ningún pariente, al parecer, ni amigo o amiga que tuviese bastante intimidad con ella para advertir que había desaparecido… o a quien le importase lo suficiente.
—¿Y los asesinatos no aclarados? ¿No apareció ningún cuerpo no identificado en la época en que desapareció ella?
—No hay muchas probabilidades —dijo Delaney—. Hoy en día es muy difícil que no identifiquemos un cuerpo, a menos que esté descuartizado y hayan ocultado partes esenciales o las hayan destruido. De todos modos, iré a averiguarlo. —Al cabo de un rato volvió para decirme—: Hay un solo cuerpo que podría responder a los datos dados. Era negra. Entiendo que la mujer que lo interesa no era negra.
—No.
—Mi idea es, entonces, que viajó en efecto a Europa. Las averiguaciones de la madre en las líneas aéreas no significan nada. La hija puede haber viajado bajo un nombre supuesto, por ejemplo, y estar todavía allá, o bien pudo haber muerto allá… En ninguno de los dos casos está dentro de nuestra jurisdicción. Tal vez la policía de Filadelfia…
Lo interrumpí.
—¿Por qué diablos iba a viajar con nombre supuesto?
—Podría haber estado implicada en un hecho criminal o… —En ese punto se interrumpió y luego exclamó—: ¡Vaya!
—¿Qué sucede ahora?
—Apareció alguien en esta ciudad por la época de la desaparición de la muchacha que le interesa. La misma talla, esbelta…
—¿Dónde está? ¿Quién es?
—No lo sé. También desapareció.
Saqué nuevamente las fotografías.
—¿Es ésta?
Delaney las miró brevemente.
—No puedo decírselo. No se dejaba ver. Llevaba peluca, anteojos oscuros, ropas holgadas. Es posible que haya sido miembro de una banda terrorista. Estábamos por atraparla cuando desapareció.
—No hay indicios —dije— de que la muchacha que estoy buscando tuviese intereses políticos o sociales que puedan haberla llevado a la actividad terrorista.
El teniente hizo un gesto desdeñoso.
—Lo único que sabe es lo que le dijo su madre y su madre no sabe nada de ella, desde hace años.
—¿Y qué sabe usted?
No escuchaba. Sus labios estaban muy apretados y cuando habló lo hizo como para sus adentros.
—El FBI está sobre la pista, después de que nuestra fuerza hizo todo el trabajo. Si conseguimos hacerlo antes que ellos puedan…
—Bien —dije, impaciente—. ¿Qué sabe?
Con un esfuerzo, volvió a prestarme atención.
—Revisamos minuciosamente su domicilio. No llegamos a tiempo para detenerla, pero cuando conocemos todos los objetos de los que se rodea una persona, no podemos dejar de saber muchísimo acerca de ella.
»Por ejemplo, tenemos aquí la imagen de una mujer intensamente femenina. Tenía un equipo impresionante de cosméticos, desde enjuague de color para el pelo, hasta barniz para las uñas de los pies. ¿Me creerá si le digo que tenía distinto barniz para las uñas de las manos y de los pies?
Le señalé secamente:
—Quizá no sea tanto una cuestión de feminidad como de materiales para disfrazarse.
—Usaba papel higiénico floreado.
—¿Qué?
—Papel higiénico con diseños florales en cada hoja. ¿Es para disfrazarse ese papel? ¿O simplemente una muestra de feminidad? Además, era metódica. Tenía mucha cantidad de todo. De todo había reservas.
—Pero partió sin llevarse nada. ¿Por qué?
—Desesperación —dijo el teniente, muy serio—. Partió una hora antes de llegar nosotros. Seguramente. Seguramente le avisaron y cuando identifiquemos al informante le juro que batirá el récord de los arrepentidos. Pero por ahora, tendremos que pedirle a esa señora Harkness que haga una identificación.
—¿Sobre qué bases? —pregunté—. ¿Su lista de efectos personales?
—Por cierto. Según usted, la señora Harkness describió a su hija como femenina y metódica. Eso concuerda. Puede decirnos si su hija acostumbraba usar papel higiénico floreado y barniz para las uñas de los pies. Puede decirnos su marca de lápiz labial y de medias y si el color de ambos era el que su hija acostumbraba llevar. Si nos da las respuestas correctas, quizá yo tenga un nombre, una cara y una historia médica para adjudicar a la terrorista y con eso tendré un buen tanto de ventaja sobre el FBI.
Estaba estudiando la lista de todos sus efectos personales, ropa de todas clases, cosméticos, chucherías, toallas, champús, jabón, conservas, cubiertos, elementos de farmacia para dolor de cabeza e infecciones menores, peines, palitos con puntas de algodón, enjuagues bucales, píldoras de diversos orígenes legítimos, alimentos de diversas clases en la heladera, libros enumerados por nombre y título. Era obvio que no se había omitido nada. Fósforos de cocina, escarbadientes, seda dental. Unas botellas de vino, pero ningún elemento para fumar, dicho sea de paso, aunque en verdad la joven señorita Harkness no fumaba, según su madre.
Aparté la lista, y dije:
—Teniente quiero evitarle una situación embarazosa que puede costarle la carrera frente al FBI. Su supuesta terrorista no es la hija de mi cliente.
—¡No! ¿Y puede deducir esto de la lista de sus efectos personales?
—Exactamente. Estamos hablando de dos mujeres distintas.
Tenía razón, desde luego. Mediante mi información, el teniente condujo al FBI por el camino correcto, en lugar del errado y lo elogiaron en lugar de burlarse de él. Es posible que yo haya consultado a la policía, como ustedes ven, pero terminaron debiéndome un servicio más. Atraparon a la terrorista en menos de tres días y no era la señorita Harkness.
Griswold bebió rápidamente un sorbo de su vaso de whisky con soda y luego de enjugarse el bigote con un pañuelo que era apenas menos blanco que dicho bigote, adoptó una expresión satisfecha.
(#)
—Vamos, Griswold —le dijo Jennings—. Nosotros no sacamos nada en limpio, como bien sabes.
—¿Sí? —dijo Griswold, fingiendo asombro—. Les dije, creo que la hija de la señora Harkness no tenía más de treinta años y que era sexualmente activa, ¿no? ¿No recité una serie de artículos en la lista de efectos personales de la terrorista y no había allí una omisión de gran importancia?
—¿Qué omisión? —quiso saber Jennings.
—La terrorista parecía ser femenina y metódica, pero en la lista de sus efectos personales no estaba incluido nada que se pareciese a tapones de protección interna o toallas higiénicas. Ninguna mujer de treinta años con un carácter metódico como el de la señorita Harkness podría haber vivido nunca sin contar con una amplia provisión de estos artículos. El hecho de que la terrorista no tuviera ninguna de esas cosas era prueba suficiente de que probablemente había pasado ya la menopausia, de que tenía más de cincuenta años… lo cual resultó ser cierto.
—Entonces, ¿cuál fue la historia de la señorita Harkness? ¿La encontraste? —pregunté.
Con gran dignidad, Griswold respondió:
—Esa es otra historia.