La historia de Appleby
—Es carísimo este crimen de clase media. No sé cuantos miles de millones de dólares nos cuesta todos los años —dijo Jennings.
Sus palabras sonaron a hueco en los augustos ámbitos de la biblioteca de nuestro club. Era una noche tibia y la ciudad tenía bastante actividad como para que solo algún desesperado no tuviera nada mejor que hacer que venir al club. Con excepción de nosotros cuatro, claro está.
—No creo que a nadie le interesen los crímenes de clase media, de la gente de cuello y corbata. El común de los mortales se limita a pensar: «Con tal de que la sangre no llegue al río…» —dijo Baranov.
—Ya lo sé —contesté indignado—. Así es como un pobre infeliz que asalta un comercio de bebidas alcohólicas esgrimiendo un arma y roba cincuenta dólares debe sufrir todo el peso de la ley. Al mismo tiempo un joven ejecutivo que se lleva cincuenta mil metiendo la mano en la lata pública comparece ante el jurado, invoca la ley y es considerado un respetable ciudadano.
—El arma hace diferencia, ¿no? —preguntó Baranov con aire hosco—. Tu «pobre infeliz» puede lisiar o matar. ¿Qué tiene que ver eso con el dinero?
—Espera —le dije—. Retira a tu bien educado hombre de detrás del escritorio, llévalo a los arrabales, prívalo de toda oportunidad en la vida, rodéalo de gente con dinero a quien no le importe un bledo ningún pobre infeliz y ¿qué imaginas que hará? O a la inversa, toma al pobre infeliz, límpialo, edúcalo, cámbialo de color o de antepasados si es necesario, y ponlo detrás de un escritorio en un muelle sillón. Tampoco necesitará usar armas.
—Siempre es responsable la sociedad, según ese tierno corazón que tienes —comentó Baranov. Por una vez habíamos olvidado la presencia de Griswold que sin nuestra ayuda, estaba con los ojos bien abiertos.
Frunció sus tupidas cejas y con voz profunda, murmuró:
—¿Qué les hace imaginar que esas dos clases de crímenes funcionan siempre por separado? Una puede llevar a la otra.
En un caso que recuerdo, sucedió así, aunque dudo que pueda interesarles.
Se detuvo para beber un sorbo de whisky con soda y le dije:
—Aunque no nos interesa, ya que insistes en contarlo, habla.
La persona en cuestión [dijo Griswold] se llamaba Thomas Appleby y tenía una serie de cualidades relevantes, algunas simpáticas, otras, no, pero todas contribuyeron a provocarle la muerte violenta.
Era una persona extrovertida, sociable, comunicativa. Era bajo, algo grueso, rubicundo, amistoso, charlatán, desenvuelto. Era el hombre que podría haber sido Papá Noel y actuaba como tal, si Papá Noel se hubiese afeitado totalmente, cortado el pelo bien corto y anduviera vestido con camisa, chaqueta y pantalones.
Appleby tenía sus pequeñas vanidades. Era un ingenioso narrador de historias cómicas. Las narraba con vivacidad y agudeza y, como tenía conciencia de su aptitud, la lucía sin cesar con honda satisfacción.
Era capaz de mantener absorto a su auditorio y rara vez dejaba de provocar risas, generalmente, carcajadas, en todos los presentes. Tenía una memoria poco usual para recordar chascarrillos. Además era capaz de continuar relatándolos sin repetirse nunca, durante horas… y a veces lo hacía.
Daba la sensación de recoger anécdotas como una escoba que barre el polvo o un imán que levanta alfileres y siempre tenía a mano una nueva historia que repetía tan pronto como tenía nuevos oyentes. En verdad, buscaba nuevos oyentes para darse el gusto de contar sus historias. Buena parte de su fama de sociable era consecuencia de esa incesante búsqueda de nuevos auditorios.
Para quienes lo conocían, su historia predilecta era la llamada «historia de Appleby» y cualquiera que se encontrase atrapado en una reunión donde hubiera uno o dos recién llegados al grupo podía llegar a oírla por décima vez. Y hasta el atractivo de Appleby como narrador se marchitaba con tanta repetición.
Otra de las pequeñas vanidades de Appleby era su afición a echarse hacia atrás con aire de importancia y comenzar una anécdota así: «Estoy en el gobierno, ¿saben?, y esta me la contó un senador…»
De hecho era un humilde empleado en una olvidada repartición del Ministerio de Salud y Bienestar, pero esta pequeña vanidad no hacía daño a nadie, salvo a él mismo.
Le gustaba comer y se las arreglaba para consumir todo lo que estuviese a su alcance sin que disminuyera su capacidad de hablar. Le gustaba el café con mucho azúcar, los espárragos con salsa holandesa, y el cerdo bien cocido. Evitaba beber alcohol y se sentía automáticamente atraído por cualquier grupo de desconocidos que le pudiera significar un nuevo auditorio.
Todo esto, claro está, y muchas otras cosas surgieron de la investigación que siguió a los sucesos registrados el día de su muerte. Como había salido de su trabajo dos horas antes de lo habitual, se dirigió a un café algo sórdido perteneciente a un hotelucho del centro de la ciudad.
Había en el café una serie de mostradores en forma de herradura y junto a uno de ellos estaban sentados cinco hombres con aire caviloso y en silencio.
Appleby podría haber elegido un asiento junto a cualquiera de las herraduras donde había sólo dos personas bien separadas entre sí, pero los asientos vacíos no le interesaban. Se dirigió, pues, sin vacilar, al sector ocupado.
La historia de lo que sucedió proviene de uno de los dos hombres que bebían en una de las otras herraduras, un hombre que al parecer era sumamente curioso y no pudo menos que oír la voz penetrante de Appleby. Aparte de que su memoria fotográfica le permitió repetirlo todo.
Appleby ocupó un asiento y dijo con tono cordial:
—¡Buenas tardes, buenas tardes! Aunque no diré que sean tan buenas. Afuera hace muchísimo frío y no sirven café caliente. Pienso que aquí, sí.
Los otros lo miraron con expresión bastante poco amistosa, pero para Appleby eso no tenía importancia. No era capaz de advertir la falta de cordialidad. Se dedicó a estudiar el menú después de retirarlo de su lugar entre una aceitera y un soporte para servilletas de papel.
Según parece no se decidió de inmediato. Volviéndose hacia la persona a su derecha, preguntó:
—¿Oyó algún buen chiste en los últimos tiempos?
La persona en cuestión se mostró sorprendida. Luego, con evidente esfuerzo, se encogió de hombros y repuso:
—No. Hoy en día no hay muchos motivos para reírse.
—Oiga —dijo Appleby, encogiéndose de hombros—: Un chiste no hace mal a nadie. Si uno está de mal humor un chiste no se lo va a empeorar y, a lo mejor, se lo mejora.
—Algunos de los que uno oye —dijo el hombre, encorvado sobre su cigarrillo y mirando a Appleby con hostilidad— nos ponen mucho peor.
—Puede ser —admitió Appleby—. Pero yo trabajo para el gobierno, razón más que suficiente para que suela sentirme mal y le diré que los chistes ayudan mucho. Y los mejores que he oído provienen de desconocidos. Un día estaba yo sentado junto a un mostrador, como ahora, y pedí a mi vecina que contase un chiste. Me contó uno muy bueno. No lo contó muy bien, pero para eso estoy yo.
La persona que estaba a su derecha mordió el anzuelo.
—¿Qué le contó? —quiso saber.
—Sea usted el juez —dijo Appleby— y dígame si no es un buen cuento. Aquí va: Moisés bajó del monte Sinaí con las Tablas de la Ley bajo el brazo. Llamó a los ancianos a conferenciar. «Señores», les dijo. «Tengo buenas y malas noticias para ustedes. La buena noticia es que he conseguido que el patrón nos lo deje sólo en diez».
A esas alturas la voz de Appleby había tomado un cierto tono a lo Charlton Heston, sólo que más sonora para estar a la altura de su papel de Moisés. Hizo una pausa para verificar que una sonrisa empezaba a cruzar los rostros de los oyentes y continuó:
«La mala noticia», dijo entonces, «es que lo del adulterio sigue en pie».
Se oyó alguna risa ahogada y Appleby pareció satisfecho de haber arrancado por lo menos esa risa a un grupo que no prometía mucho.
Entonces le dijo al hombre detrás del mostrador.
—Un café, por favor, y un sándwich de queso dinamarqués. —Y volviéndose al hombre a su izquierda, añadió—: No debo comer demasiado.
—Según veo, ya ha comido bastante —comentó el hombre a su izquierda con un leve gruñido desdeñoso.
Appleby se esmeraba siempre para aceptar de buen grado las bromas del prójimo porque sabía que así mantenía de buen humor a su auditorio, cosa muy importante. Se echó a reír y dijo:
—Ahí me la dio. Lamento que lo haya advertido. Pensar que estaba contrayendo el abdomen para que no lo notase…
Apareció el café y el hombre detrás del mostrador, tan hosco y poco cordial como los parroquianos, le ofreció:
—Aquí tiene crema. ¿Quiere azúcar?
Appleby hizo el gesto de extender el brazo pero, en lugar de hacerlo, se quedó mirando la mano abierta del hombre, en cuya palma había dos sobrecitos de azúcar.
Después de titubear, dijo:
—Bien, ¿por qué no? —Y tomó uno—. Uno solo —añadió—. Por esta vez usaré azúcar. Bien, es lo que llamo buen servicio. En general hay que buscar los edulcorantes por todo el mostrador y he aquí que este hombre, los ofrece. Muy considerado. Muy comedido de su parte. Como la muchacha de Moscowitz. ¿Oyeron hablar de Moscowitz, ese que sospechaba que su mujer le era infiel?
Era su historia del mes.
—No. —Contestó alguien—. ¿Cuál es?
—Bien —dijo Appleby—, Moscowitz estaba convencido de que su mujer lo engañaba y un día estando en su trabajo, no pudo soportarlo más. Tenía que saber. Entonces llamó por teléfono a su casa y la muchacha respondió al llamado.
«Escuche» —dijo—, «estoy convencido de que mi mujer me engaña, de modo que quiero que me diga lo siguiente: ¿Está arriba ahora, en el dormitorio, con otro hombre?»
«Debo decirle la verdad, señor» —dijo la mucama—. «Así es. Y debo decirle, además, que yo desapruebo del todo semejante conducta».
«Bien —dijo Moscowitz—. Me alegro de que sea una mujer honrada. ¿Sabe donde guardo mi revólver?»
«Sí, señor».
—Bien. Vaya a buscarlo. Llévelo al dormitorio y mate a esa sinvergüenza de mujer que tengo de un tiro en la cabeza. Luego mate de otro tiro en el corazón al hombre que está violando la santidad de mi hogar. Vuelva enseguida e infórmeme.
Appleby se detuvo para beber su café. El auditorio estaba atento contra su voluntad y él lo sabía. Estaba en uno de sus mejores momentos y su voz matizaba cada expresión del diálogo de los dos personajes.
—Al cabo de un rato —siguió diciendo Appleby—, la muchacha volvió al teléfono. «Señor» —dijo— «misión cumplida».
«¿Mató a mi mujer?»
«Sí, señor».
«¿Y al canalla del amante?» «Sí señor»
«¿Los dos están muertos?» «Sí, señor».
«¿Y qué hizo con el revólver?»
«Lo arrojé a la piscina, señor». «¿Lo arrojó a la piscina? Oiga… ¿Con qué número hablo?» Se produjo un instante de silencio, el instante preciso para que la audiencia captara el chiste y estalló una carcajada general que se prolongó bastante tiempo. Hasta el hombre del mostrador se reía de tan buena gana como los otros. Appleby rió complacido a su vez, terminó su sándwich escandinavo y su café y se retiró. Y aquí terminaría la historia si dos horas más tarde no hubieran encontrado a Appleby estrangulado en su departamento. No le habían robado nada. Nada había sido revuelto. Sus ropas estaban un poco en desorden, como si lo hubiesen revisado, pero conservaba la billetera, el reloj en la muñeca, el anillo en el dedo. No faltaba ninguna de sus pertenencias. La policía inició una investigación de rutina que pronto permitió descubrir la sesión en la cafetería que, según se pudo establecer, era lugar de cita de gente poco recomendable, pero nunca había sucedido nada allí que hiciera suponer la posibilidad de que llegara a ser escenario de un asesinato. Se consideró que era un asesinato sin importancia y podría haber sido archivado en algún cajón pero, desgraciadamente, me llamaron antes de que se les ocurriera renunciar a descubrirlo. Tan pronto como oí la historia, adiviné cómo habían sucedido las cosas, como sin duda, lo saben ustedes.
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—No, no adivinamos nada —dije en voz baja—, y tú lo sabes bien. O nos lo cuentas todo, o te estrangularemos a ti.
—¡Qué torpes! —murmuró Griswold—. A Appleby le agradaba tomar su café endulzado y, cuando el camarero le ofreció azúcar, dijo que por una vez la tomaría para variar. Esto significa que habitualmente usaba edulcorantes, que era lo que buscaba en ese momento. El hecho de que el hombre del mostrador le hubiese ofrecido azúcar, cosa poco común como señaló Appleby, parecería indicar que quería disuadir a Appleby del uso de un substituto artificial.
Esto me hizo recordar inmediatamente el hecho de que el crimen que con mayor frecuencia comete la gente de cuello y corbata, un crimen que casi todos hemos cometido en diversas ocasiones, es el de robar alguno de esos paquetitos rosados de substitutos de azúcar. Todos lo hemos hecho en alguna oportunidad.
Seguramente Appleby se sirvió varios de esos paquetitos rosados. En situaciones normales se lo habrían impedido, quizá, pero todos estaban riendo de su chiste y nadie reparó en nada. Cuando advirtieron que los paquetitos habían desaparecido, tuvieron la certeza de que él se los había llevado. Después de todo, ese desconocido trabajaba para el gobierno (él mismo lo había afirmado) y, según todas las apariencias, los había distraído deliberadamente para poder alzarse con los paquetitos. Era necesario recobrarlos y los recobraron. Y lo estrangularon para impedir que hablase.
—¿Cómo adivinaste todo esto? —preguntó Baranov.
—Por lógica. Porque proporciona el motivo del crimen. Supongamos que ese café fuese un centro de distribución de drogas. Es bien inocente guardar heroína en paquetitos rosados exactamente iguales a los que contienen sacarina. ¿Quién podría sospechar nada? ¿Quién los miraría dos veces? Mientras nadie se apodere de uno de ellos por error, es un truco excelente. Al llevarse Appleby algunos, se produjo el pánico general.
Cuando la policía allanó el café, comprobó que yo estaba en lo cierto y lograron apoderarse de una buena cantidad de droga.