Los hombres que no hablarían

—Siempre me intrigó —dijo Baranov una noche en el club— el motivo por el cual en la guerra no lanzamos nuestro ataque contra la cúpula del mando. ¿Por qué luchar contra los ejércitos, en lugar de hacerlo contra el hombre que los inspira y los conduce? Si Napoleón hubiese muerto al comienzo de su campaña o, ya que hablamos de líderes, Lenin, Hitler, e incluso Washington…

Jennings lo interrumpió:

—Me imagino que en parte es una cuestión de seguridad extrema y en parte el espíritu de cohesión de los comandos. Si el jefe del gobierno A ordena un ataque contra el jefe del gobierno B, está buscando su propia destrucción, ¿no?

—Pecas de exceso de romanticismo —señalé—. Yo creo que si un conductor muere, puede ocupar su lugar otro, quizá con mayor eficacia. Felipe el Macedonio murió antes de llegar a destruir Persia, pero ¿quién lo reemplazó? Su hijo, que resultó ser Alejandro Magno.

Como siempre Griswold estaba dormitando en un sillón con su whisky con soda en la mano y, también como siempre, lograba oír lo que decíamos. Abriendo un ojo, comentó:

—A veces no sabemos quiénes son los líderes. En ese caso, ¿qué hacer?

Abrió el otro ojo y nos miró con fijeza por debajo de las cejas hirsutas.

George Plumb [comenzó diciendo Griswold], era un penalista que tenía una interesante teoría sobre el tema de la administración carcelaria. El problema, según él, era que las cárceles de los Estados Unidos se debatían entre dos extremos con los consiguientes trastornos.

Importantes sectores de la sociedad estadounidense consideran que los presos deben recibir tratamiento humanitario con vistas a su rehabilitación. Otros sectores sostienen que los presos están detrás de las rejas para ser castigados y que la prisión en sí, no es castigo suficiente.

Ambas actitudes han llevado a establecer una política de inestable equilibrio: los presos reciben un trato suficientemente malo como para que su resentimiento sea cada vez mayor y, suficientemente bueno, como para que no se mueran de hambre ni sean reducidos a la impotencia a fuerza de palos. Como todos sabemos, ese es el clima que provoca los motines en las cárceles.

Mi amigo Plumb insistía en que los motines son imposibles de prever. Las revueltas no se producen cuando la crueldad de un régimen carcelario llega a determinado nivel. En una cárcel se soportan condiciones inhumanas sin que se registren más que rezongos, murmullos o un repiqueteo ocasional de jarros de aluminio contra los barrotes de las celdas. En otra, donde las condiciones son notablemente más tolerables, puede estallar una revuelta de grandes proporciones.

Plumb repetía que es un problema de conducción. Si en una cárcel determinada hay un internado suficientemente hábil o carismático, capaz de dirigir la estrategia y la táctica es probable que se produzca intencionalmente una revuelta que normalmente no se habría producido.

Es necesario, afirmaba Plumb, aprender entonces a reconocer al líder, al hombre obviamente respetado, admirado o temido por los internos en general y, mientras aún reine la tranquilidad, trasladarlo a otra cárcel. La cárcel que este hombre abandona permanece tranquila porque los presos han perdido al cabecilla y les llevará algún tiempo encontrar otro. La cárcel a la cual es trasladado no lo conoce y también le llevará tiempo a él llegar a una posición de liderazgo. En varias oportunidades se siguieron los consejos de Plumb y, cuando el traslado del líder potencial era seguido por alguna mejora en el tratamiento de los presos, invariablemente se conjuraban las revueltas.

Hace unos años, en una prisión de cuyo nombre no debo acordarme, parecían estar aumentando las condiciones propicias para una revuelta. Los guardia-cárceles informaban acerca del peligroso malestar que reinaba entre los internados, del evidente espíritu de rebelión.

Se recurrió a Plumb y, por supuesto, su primera pregunta fue cuál era el nombre del cabecilla. Se sorprendió cuando las autoridades de la cárcel, del director para abajo, manifestaron ignorar quién era. No había ningún preso que, sin lugar a dudas pudieran señalar como al líder del resto.

—Tiene que haber uno —dijo Plumb—. Una multitud no se mueve por consenso general. Alguien tiene que gritar: «¿Qué esperamos? ¡Vamos!»

Los gestos negativos fueron unánimes. Si existía un cabecilla, mantenía hasta el momento una identidad tan difusa que nadie lo reconocía como tal.

Hondamente preocupado, Plumb se dirigió a mí. Me conocía lo suficiente como para saber que si yo no podía ayudarlo, nadie podría hacerlo.

—Griswold —me dijo— estoy frente a un maestro de la criminalidad, un tipo tan hábil que sus maquinaciones son invisibles. ¿Cómo identificarlo entre tres mil internados?

—Puede ser que las autoridades de la prisión no sepan quién es, pero algunos de los internados, por lo menos, tienen que saberlo. Interróguelos —sugerí.

Plumb me dirigió una mirada desdeñosa.

—No lograremos ayuda alguna de ese sector. Los internados no hablarían y usted lo sabe bien. Todos tenemos nuestro código contra la delación y los criminales muy en particular tienen ideas firmes al respecto. Es algo digno de elogio. Pueden matar, robar o violar, pero no están tan perdidos en cuanto a decencia y pudor como para ser soplones. Además —prosiguió—, cada preso tiene que convivir con el resto. Cualquiera que colabore con las autoridades, cualquier sospechoso siquiera de colaboración sabe que solo le espera el maltrato infligido por sus compañeros, el aislamiento definitivo y… hasta la muerte.

—Hay que elegir al hombre, Plumb —dije—. Existe lo que llamamos un líder y también existe el internado que no lo sigue, el que enfrenta a la mayoría aun cuando sea arriesgado hacerlo.

—No es sólo el peligro —respondió Plumb—. El preso atípico será el primer sospechoso. Aunque prometiésemos trasladarlo, sabría muy bien que los informes de sus compañeros lo seguirían a su nueva prisión. Y si le procurásemos la libertad temería de todos modos no estar a salvo de la venganza.

Advertí que en parte, Plumb estaba en lo cierto pero a pesar de ello dije:

—De todos modos, consulte al director y vea si hay alguien en la cárcel que sea un intelectual, que tema la violencia, que sienta horror por los demás internados y que tenga esperanzas de salir pronto. Si trabaja en la biblioteca y por lo tanto se siente superior a los otros, tanto mejor.

—Aunque encontrásemos a alguien así —dijo Plumb— yo no podría utilizarlo. Si lo interrogase a solas, los internados no se enterarían de lo que dijera pero igual, sospecharían de su capacidad para resistir un interrogatorio. A partir de entonces, lo perseguirán y, si conseguimos localizar al cabecilla, aunque el intelectual no haya tenido nada que ver con el asunto, lo matarán igual.

—No lo llame a él solo. Llame a cien, a mil, a tantos como pueda manejar. Y llame a comparecer a su sospechoso más o menos cuando vaya por la mitad de la lista. Hágale saber que está interrogando a todos los internados para darle la posibilidad de que cobre valor para proporcionarle una pista.

Plumb volvió a visitarme unos diez días más tarde. Daba la impresión de estar muy falto de sueño.

Con voz un poco ronca, me dijo:

—Interrogamos a aproximadamente la mitad de los internados, concentrando la atención en los que tenían largas condenas y en los recalcitrantes, pero tratamos en forma deliberada de interrogar también a algunos de los hombres de más edad y de los homosexuales. Nadie quería hablar. Jamás he visto mas ignorancia concentrada en toda mi vida, pero desde luego… era lo que esperaba. Y entre tanto, las condiciones empeoran cada vez más. Los guardia-cárceles están en estado de alerta, pero tengo la sensación de que este líder misterioso, quienquiera que sea, tan perspicaz que consigue mantener el anonimato, tiene también la astucia necesaria para contrarrestar y vencer todas las defensas del director. Por otra parte, no podemos encerrarlos a todos en las celdas, quitarles la ropa, arrojar a los cincuenta presos que menos nos gustan en celdas solitarias ni en fin, hacer todo esto sobre la base de una sospecha. Los gritos de «brutalidad carcelaria» que se levantarían… —Plumb se estremeció.

—¿Encontró a algún prisionero del tipo que le sugerí? —pregunté.

—Sí. Lo encontré. Exactamente. Saldrá en libertad dentro de seis meses. Es ajeno a toda violencia y cumple una condena por fraude comercial. Ni siquiera debería estar en esta cárcel. Habla bien y es muy educado. Trabaja en la biblioteca y es obvio que estar preso lo avergüenza y lo humilla. Y más aun, el hecho de tener que alternar con los otros presos.

—¿Y qué dijo, Plumb?

—¿Qué dijo? Nada. Ni siquiera pienso que haya sentido temor. Creo que en realidad no sabía nada. ¿Por qué habría de saber algo? Se mantiene alejado tanto como puede de los demás internados. Personalmente, creo que se ha creado un pequeño mundo propio en el cual finge estar a solas.

—¿Es inteligente? —pregunté.

—Sí, muy inteligente. Diría que sumamente inteligente. Pasa la mayor parte de su tiempo leyendo en la biblioteca.

—En ese caso, yo diría que tiene que saber.

—¿Qué quiere que haga yo? ¿Que se lo arranque a golpes? Hoy en día nadie toca a un internado.

—Ese hombre debe saber que una revuelta con todos los peligros que implica es muy poco conveniente para él. Sin duda, tiene que estar dispuesto a hacer cualquier cosa para evitarla. Tiene que haber intentado comunicarle algo. Dígame, Plumb. ¿Recuerda con exactitud lo que le dijo?

Con aire fatigado, Plumb repuso:

—Mire, Griswold. Hemos registrado escrupulosamente todas las gestiones. Pero en realidad, es muy fácil decirle lo que nos dijo. No nos dijo nada. Silencio. Cero.

—¿Quiere decir que declaró que no sabía nada? ¿O bien que no habló en lo más mínimo y se quedó sentado allí sin decir una palabra?

—En general permaneció mudo. Era un hombre menudo, delgado, con una boquita fruncida, un mentón débil, ojos muy claros. Me miraba y apretaba las rodillas y las manos apoyados sobre ellas, con una expresión lejana en los ojos. Ni una sola palabra, casi hasta el fin de la entrevista.

—¿Ah, qué dijo al final?

—Yo estaba exasperado. Le pregunté si oía lo que yo le decía, si me comprendía bien. En ese punto parpadeó al mirarme. En su cara se registró una levísima sonrisa y respondió: «No, no comprendí. Para mí era… griego». Sus palabras fueron espaciadas y pronunciadas con un tono intencionalmente insolente. Sentí deseos de darle un puñetazo en la nariz. Pero debí despedirlo. ¿Qué otra alternativa tenía?

—Usted registró todas las entrevistas. ¿Cree que estos registros, o su contenido, podrían haberse filtrado a los internados?

—No tendría que suceder, pero… —Plumb se encogió de hombros.

—Es probable que se filtren. Y nuestro hombre ha sido muy listo. Si el resto llega a ver los registros y se entera de lo que dijo, lo considerarán un hombre extraordinario, un héroe. No tendrían manera de saber que nos entregó nuestra respuesta.

Atónito, Plumb preguntó:

—¿En serio?

—Diría que sí. Por el momento no puedo estar seguro, pero diría que sí. ¿Tiene una lista de los internados?

Me la dieron al día siguiente y en menos de cinco minutos pude localizar al hombre que debía ser el que buscábamos. Lo trasladaron y la revuelta no se produjo. Nuestro amigo, el bibliotecario de la cárcel, fue puesto en libertad seis meses más tarde. Luego se le concedió un indulto y se destruyeron sus antecedentes penales.

Griswold se sirvió un poco más de whisky y se permitió cerrar lentamente los ojos.

(#)

Inclinándose, Baranov le retiró con firmeza el vaso de la mano. Griswold abrió de inmediato los ojos y dijo:

—¡Oye! ¡Devuélveme ese vaso!

—Primero, ¿cómo supiste quién era el líder de la revuelta? —preguntó Baranov.

—¡Cómo! ¿No lo saben? —dijo Griswold—. ¡Me sorprenden! El bibliotecario dijo: «Para mí era griego» con cierto énfasis. Era un gran lector y ocurre que esto es una cita. No se trata de un dicho antiquísimo cuyos orígenes se pierden en el misterio. La frase es nada menos que de Shakespeare, y puede encontrársela en Julio César. Uno de los conspiradores describe una reunión política en la que Cicerón habla en griego. Cuando le preguntan qué dijo Cicerón, el personaje responde que no lo sabe, añadiendo: «Quienes comprendían se sonrieron entre ellos y agitaron la cabeza, pero en cuanto a mí, para mí era griego».

—¿Y? —preguntó Jennings.

—Bien, el conspirador que hizo la declaración en la obra era Casca. Se me ocurrió que si revisaba la nómina de los presos podría encontrar quizá a alguno que se asemejase a Casca o a Cicerón. En la nómina figuraba un tal Benny W. Kasker que, según me informaron al averiguarlo, era inteligente, inescrupuloso y además cumplía una condena de cadena perpetua. Consideré que muy bien podría ser el cabecilla… y lo era.