Gift

En los últimos quince o veinte días Griswold había mantenido hosco silencio durante nuestras reuniones semanales en la apacible biblioteca del club, un recinto al cual, por acuerdo unánime, nadie tenia acceso en nuestras noches de reunión, salvo nosotros cuatro.

Resultaba un poco deprimente ya que todos debimos admitir, aunque de mala gana, que la velada perdía parte de su encanto sin las anécdotas de Griswold, fuesen verídicas o no. Sobre este punto ninguno de nosotros pudo nunca llegar a una conclusión.

—Escuchen —dije a los otros—. Tengo algo que decir que no podrá menos que obligarlo a hablar. Síganme.

Me volví hacia el viejo sillón que desde hacía mucho tiempo se había adaptado a los contornos del cuerpo anguloso de Griswold y que nadie más en el club se atrevía a ocupar ni siquiera las noches que él estaba ausente, que no eran muchas.

—He leído en el diario —dije— que hoy, mediante el uso de las computadoras, han inventado sistemas de codificación tan complicados que no es posible descifrarlos, ni mediante el uso de otra computadora.

—Bien, con esto termina toda la profesión del espionaje —comentó Baranov.

—Por suerte —dijo Jennings con vehemencia. La mano de Griswold se estremeció apenas ante mi comentario. Sostenía como siempre su vaso de whisky con soda, pero yo sabía que en ninguna circunstancia lo dejaría caer, aun cuando se durmiese del todo. Ante el comentario de Baranov, movió un poco los pies como si pensara levantarse y retirarse del salón. Por fin, cuando Jennings hubo dado su opinión, uno de los párpados de Griswold se levantó y dejó ver un ojo de un azul glacial que nos contemplaba indignado.

—Pueden mandar al diablo todos sus códigos. Una persona inteligente puede enviar un mensaje ostensiblemente claro ya la vez conferirle un misterio total… a cualquiera que sea igualmente inteligente.

—Como tú, por ejemplo —dije—. ¿Cuál de las dos cosas hiciste? ¿Lo enviaste o lo recibiste?

Griswold bebió un sorbo de su whisky y repuso:

—Lo recibí.

Me imagino [dijo Griswold] que no existe la organización de espionaje en todo el mundo que no cuente con su topo: ese que trabaja para el lado contrario y se ha infiltrado en la comunidad de las informaciones. Quizá se trate de la profesión más difícil, más peligrosa, ya que el buen topo debe estar preparado para pasar años, tal vez décadas, viviendo una mentira y trabajando para el país que lo hospeda con la mayor dedicación… sólo que su misión consiste en cuidar que su propio país reciba la información que necesita sin que el país anfitrión descubra dónde se encuentra la filtración.

En el extranjero contamos con un número de topos excelentes y sin duda contamos con que los del enemigo nos invadan a su vez. Un buen porcentaje de nuestros esfuerzos consiste en mover cielo y tierra para localizar a los topos enemigos y en mover cielo y tierra también para mantener la clandestinidad de nuestros propios topos.

El mejor de los nuestros era Rudolf Schwemmer. Y dicho sea de paso, este era su verdadero nombre. Todos los que voy a mencionar en esta anécdota han muerto o se han jubilado, de manera que no hará ningún daño que los nombre.

Rudolf Schwemmer era alemán, desde luego. No era germano-norteamericano, sino alemán de origen y además alemán ario. Era la imagen exacta del joven heroico de la publicidad nazi, pero no era nazi. Desde el principio había luchado contra Hitler, para escapar a Inglaterra en 1938 y volver luego a Alemania durante la guerra con la intención de hacer todo lo que estuviese en sus manos en la tarea de unir y reforzar los elementos de oposición que ya existiesen.

Hablaba inglés bastante bien, pero con marcado acento alemán y en realidad se sentía cómodo solamente hablando alemán. Esto significaba que no podíamos asignarle misiones en la Unión Soviética, pero para trabajar dentro del territorio de Alemania era perfecto. Después de la guerra formó parte durante años de la organización de espionaje en Alemania del Este, alcanzando posiciones cada vez más importantes en sus filas y enviándonos informes regulares. Además, a través de Alemania del Este siempre podíamos enterarnos de lo que ocurría en el bloque de Europa Oriental, incluida la Unión Soviética. Solo muy pocos hombres en la conducción de nuestro grupo conocían su verdadera identidad.

Algo que deseábamos intensamente era conocer la del topo que actuaba en nuestras propias filas. Estábamos seguros de que había uno. Los soviéticos sabían demasiadas cosas y por su proceso de eliminación era nuestra propia organización la que proporcionaba los datos. Y tenía que tratarse de alguien muy importante.

Esto significó un golpe terrible para quienes dirigíamos el organismo. Tan pronto como advertimos que no era posible saber en quién de los cuatro gatos que éramos no se podía confiar, todos caímos en un frenético delirio de persecuciones.

Y Schwemmer superó la prueba. Por lo menos, casi la superó. Recibíamos los mensajes en forma habitual y por las vías de siempre, en el sentido de que Schwemmer tenía la respuesta y que era cierta. Pero no suministraría la información, hasta que toda la plana mayor de la organización se encontrara presente en una sala y bajo vigilancia de modo que, cuando revelara la verdad fuese posible que los miembros legítimos de la organización arrestasen de inmediato al topo.

Así fue como cuatro de nosotros nos congregamos en la sala de conferencias, después de ubicar a tres guardias en cada una de las dos salidas. Nos habíamos identificado cuidadosamente ante ellos y ellos a su vez nos revisaron detenidamente en busca de armas ocultas o de píldoras para suicidarse.

Sentados alrededor de la mesa de caoba, nos contemplábamos con aire sombrío. Me imagino que tres de nosotros nos preguntábamos cuál sería el cuarto que sería arrestado en pocos minutos, mientras que el cuarto, el topo, se preguntaría si no estaba ya acaso frente a la perspectiva de una prolongada condena. Como es natural él —me refiero al topo— no podría haberse negado a asistir, puesto que negarse a hacerlo lo habría delatado al instante.

Yo estaba como es natural entre los presentes. Los otros tres eran todos mucho mayores que yo y me superaban en cuanto a rango y experiencia, aunque puedo asegurarles que no en brillantez.

Estaba Judeon Cowles. Era el jefe en ejercicio de la organización y aguardaba su confirmación por el Senado. El segundo era Seymour Norman Hyde, un hombre empeñado en mostrarse siempre amistoso, que siempre nos llamaba por nuestro nombre de pila y que pertenecía a la organización desde sus orígenes. Luego estaba el jefe de la división de claves, Morris Q. Yeats. Nunca pudimos descubrir qué nombre representaba la inicial «Q», pero yo siempre sospeché que era Quintus.

Yeats había dispuesto que se nos trajera el mensaje tan pronto como llegase a la oficina. Nadie debía descifrarlo, salvo nosotros.

Llegó con toda puntualidad y uno de los guardias nos lo trajo, retirándose luego a su puesto al otro lado de la puerta. El jefe en persona abrió el sobre y retiró el papel que contenía, en forma tal, que todos pudiésemos verlo a la vez.

Nuestra sorpresa fue muy desagradable al ver que contenía una única palabra: «Gift», cuyo significado es don, presente, regalo.

—¿Qué quiere decir esto, Yeats? —preguntó el jefe con tono perentorio.

—No lo sé. ¿Se le ocurre algo, Hyde?

Hyde se encogió de hombros.

—Estoy tan perplejo como tú, Morris. ¿Por qué no te comunicas con el cuarto de claves? Quizás hayan cambiado el mensaje durante su traslado hacia aquí.

La sugerencia provocó el desdén del jefe pero, de todos modos, la siguió. Cuando se hizo la consulta, se comprobó que el mensaje era auténtico. También resultó obvio lo que había sucedido.

Schwemmer, nuestro hombre en Alemania del Este había enviado la revelación demasiado tarde. Lo habían descubierto y arrestado. Era probable que hubiesen estado ya junto a su puerta cuando Schwemmer preparaba el mensaje y por fin, al verla derribarse tuviera tiempo tan sólo de escribir una palabra, una palabra breve. Estábamos seguros de que era la última que nos llegaría de él.

—No nos dice nada —declaró Yeats.

—Puede ser —dijo Hyde, chupando pausadamente su pipa— que la palabra esté en código. ¿Es posible, Morris?

Yeats, que detestaba que lo llamasen por su nombre de pila con aire protector, como hacía Hyde, dijo enfáticamente:

—¡No… Sy! En el código usado por Schwemmer, no es posible dar a la palabra «gift» ninguna acepción con sentido: tampoco es posible hacerlo en ningún otro código en uso. Tiene que tener un significado textual: No tuvo tiempo de enviar un mensaje preparado.

—Pero no significa nada —dijo Hyde. No le importaba que Yeats lo llamase por su apodo. Si él desplegaba ese estilo seudodemocrático, todos los demás tenían derecho a hacer lo mismo. Luego añadió—: ¿Ve algo en ella, jefe?

—No, yo no —dijo Cowles.

—Con el debido respeto, jefe, será mejor que veamos algo. Nosotros cuatro éramos los únicos que conocíamos la verdadera identidad de Schwemmer. De alguna manera, alguno de nosotros tiene que haber pasado datos a los alemanes del este.

—De haber estado enterado uno de nosotros —dijo Cowles— habría hecho saltar a Schwemmer hace mucho tiempo. Esto podría significar que los cuatro somos leales.

No le iba a permitir que se pasase eso por alto. Yo gozaba de popularidad entre los otros cuatro. Era demasiado joven para hablar tanto. Pero tuve que hablar, porque nadie más en la organización tenía inteligencia para hacerlo.

—Revelar el nombre de Schwemmer al enemigo —dije— le habría hecho correr el riesgo de su propia seguridad. Hay poca gente capaz de haberlo hecho y habría sido identificado de inmediato. Hizo la denuncia solo ahora, desesperado, porque de no hacerlo estaban por identificarlo. Aun así, permaneció indeciso, esperando hasta el último minuto, preguntándose si no sería mejor arriesgar que Schwemmer se equivocase. Si no hubiese esperado un poco más de lo debido, Schwemmer no habría podido enviarnos ni siquiera este mensaje.

—Todo lo cual tampoco nos dice nada —dijo Cowles.

—Tiene que decirnos algo —dije yo—. Schwemmer nos conocía bastante bien a los cuatro. Cada uno de nosotros lo entrevistó en alguna oportunidad. La palabra tiene que ser aplicable a uno de nosotros.

—Quizá tuvo la intención de escribir una más larga, pero lo interrumpieron —dijo Hyde.

—No hay muchas palabras que empiecen con «gift», aparte de la palabra «gift» misma. Si no me crees, consulta el diccionario inglés.

—Podrían haber sido varias, no necesariamente una palabra más larga. Podría haber sido «… gift», o don, seguido por «del cielo», por ejemplo —dijo Hyde.

—¿Y qué podría significar eso? —preguntó Cowles.

—No lo sé —respondió Hyde—, porque ése no es el mensaje. Podría ser cualquier cosa. Lo que ocurre es que simplemente no lo sabremos nunca.

Impaciente, intervine.

—«Gift» puede significar algo.

—¿Por ejemplo? —preguntó Yeats con acritud—. ¿Acaso se refiere a ti, por ser un «don del cielo» para esta organización?

Como hablaba movido por los celos, dejé pasar el comentario.

Con una sonrisa forzada, Hyde dijo:

—Bien… Morris. Digamos que podemos recordar aquí que te designó en nuestro grupo el Departamento del tesoro hace tres años y que desde el punto de vista teórico no tienes carácter de miembro permanente. Eres para nosotros un don recibido del Departamento del Tesoro.

—Vete al diablo… Sy. Y recuerda que el jefe mismo espera su confirmación por el Senado. Si el Senado quiere, el jefe seguirá siendo jefe. Si no lo desea, el jefe podrías ser tú, Sy. Así pues, cualquiera de ustedes dos podría considerarse, digamos, como un don del Senado.

—Qué ridiculez —dijo Cowles, sonrojándose—. No podemos hacer juegos tontos como este. Si el mensaje no ofrece un indicio definido, carece de utilidad. Evidentemente no tiene utilidad. Deberemos recomenzar desde el principio.

—Esperen —les dije—. El mensaje es claro. Es obvia la identidad del traidor. Si hace entrar a los guardias, jefe, lo señalaré y cuando esté bajo custodia, explicaré lo que sé. Si me equivoco, pueden ponerlo en libertad y como es lógico, renunciaré a mi cargo.

Como era lógico, no me equivocaba.

(#)

—No te detengas ahora, Griswold, o te haré volar ese vaso de whisky de la mano —le dije.

Griswold me miró con aire belicoso y con gran lentitud terminó de beber. Depositó luego su vaso sobre la mesa, se limpió el bigote, y sólo entonces frunció las cejas blancas para mirarme y decirme:

—¿Tampoco tú lo ves? ¡Qué idiotas son todos!

Escuchen —prosiguió—. Yo les dije que Schwemmer hablaba bien el inglés, pero se sentía más cómodo usando el alemán. En la emergencia final de su vida, al ver derribarse la puerta a sus espaldas, con la perspectiva de la tortura y la ejecución casi seguras, no tuvo tiempo de pensar en nada, salvo en una palabra en alemán.

—¿Qué palabra? —preguntó Baranov, intrigado.

—La palabra «gift» pertenece al idioma inglés, pero existe también en alemán y significa algo totalmente diferente. La palabra alemana «gift» significa «veneno».

Seguíamos intrigados. Por fin Jennings dijo:

—Pero «veneno» no tiene mayor sentido que «gift».

—¿No? —dijo Griswold—. ¿Con uno de nosotros llamados Seymour Norman Hyde, que prefiere que lo llamen por su nombre de pila abreviado? ¿Qué imaginan ustedes que es el Sy N. Hyde («Cyanide» en inglés y cianuro para nosotros) sino un veneno, el más conocido de todos, con un nombre común, dicho sea de paso, a ambos idiomas, el inglés y el alemán?