El signo
—Según el pronóstico del diario —dijo Baranov—, hoy era un buen día para correr riesgos financieros, de modo que aposté a un amigo mío cincuenta centavos que no llovería esta tarde. Ya viste lo que sucedió. ¡Llovió a cántaros! El problema es: ¿Debo iniciar juicio contra el meteorólogo?
Con infinito desdén —yo siempre llevo paraguas— le dije:
—Supongo que por pronóstico entiendes la columna astrológica.
—¿Imaginabas que me refería al pronóstico meteorológico? —preguntó ácidamente Baranov—. Me refería al astrólogo. ¿Quién si no él podría decirme que corriera riesgos financieros?
—El meteorólogo —dijo Jennings— dijo «parcialmente nublado». Tampoco predijo lluvia.
No le permitiría desviar así la cuestión.
—Hacer una pregunta estúpida no es tan grave como caer por un estúpido misticismo. ¿Desde cuándo te impresionan los astrólogos como sustitutos de la capacidad financiera? —Dije.
—Leer esa columna es divertido —dijo Baranov, algo avergonzado— y además, puedo permitirme jugar cincuenta centavos.
—El problema es si puedes permitirte esa decadencia intelectual. Yo creo que no —observé.
En su sillón de alto respaldo de la biblioteca de nuestro club, donde estábamos todos reunidos, Griswold dormía plácidamente al ritmo de leves ronquidos. Sin embargo, en ese momento atrajo nuestra atención al frotar el piso con la suela de un zapato y cambiar de postura sin que se le moviese el vaso lleno que tenía en la mano.
—Ustedes saben —comenté en voz baja— cómo cualquier cosa que digamos sirve para recordarle alguna historia… Apuesto a que si lo despertamos y hablamos de astrología, no se le ocurrirá nada.
Con entusiasmo, Baranov declaró:
—Por mi parte, acepto la apuesta. Cincuenta centavos. Quiero recuperarlos.
Griswold se había llevado el vaso a los labios. Sorbió lentamente su whisky, con los ojos siempre cerrados y luego dijo:
—Da la casualidad de que puedo contar una anécdota sobre astrología, de modo que pásame los cincuenta centavos.
El último comentario iba dirigido a mí y, para reforzarlo, Griswold abrió los ojos del todo.
—Primero, tendrás que contar tu anécdota —dije.
El trabajo más delicado para un espía puede ser el de reclutar colaboradores [dijo Griswold]. ¿Cómo persuadimos a alguien de que traicione a su país sin revelar nosotros nuestra posición?
Dentro del mismo tema, el problema es también difícil para la persona reclutada. Se han registrado casos de empleados del gobierno perfectamente leales —ya fuesen civiles o miembros de las fuerzas armadas— que permitieron la continuación de esta tarea de reclutamiento porque sinceramente no comprendían lo que sucedía o porque creían que el otro individuo bromeaba.
Para cuando hacen la denuncia —si la hacen— puede haber gente en el servicio de informaciones del gobierno que ha comenzado a sospechar de ellos y, por lo tanto, sus carreras pueden malograrse e incluso darse por terminadas sin que ellos mismos hayan hecho en realidad nada reprochable.
Lo cierto es que he conocido casos en los que el agente de reclutamiento despertaba deliberadamente dudas contra la lealtad de su víctima con el fin de enfurecer al pobre hombre contra el gobierno por haber abrigado falsas sospechas acerca de él. Es el momento de reclutar a la persona en cuestión.
El hombre del cual voy a hablarles —a quien llamaré Davis— evitó las emboscadas más obvias.
Con minuciosidad denunció la primera señal de reclutamiento a su superior —a quien llamaremos Lindstrom— en un momento que, en realidad, lo que había ocurrido bien podría haber sido tan sólo una conversación sin trascendencia. Fue, por los años que el senador MacCarthy agitaba a la opinión pública y reducía a la histeria a muchos hombres que ocupaban cargos oficiales.
Pero Davis era un hombre íntegro. Si bien informó acerca del incidente, se negó a dar el nombre del oficial del ejército involucrado. Su línea de razonamiento era que bien podría haberse tratado de una conversación inocente y que, dada la temperatura algo elevada del momento, su testimonio podría servir para destruir injustamente a un hombre.
Lindstrom quedaba así en una posición difícil. Él mismo podría ser la víctima si las cosas marchaban mal. A pesar de todo, era un hombre cabal, de modo que aceptó la reticencia de Davis, asegurándole que prestaría testimonio en cuanto a su lealtad al elevar su propio informe. Por escrito, con palabras bien medidas —y de eso pueden tener ustedes la más completa seguridad— le ordenó que siguiese la corriente hasta tener la certeza de que la persona implicada era realmente culpable de traición y solo entonces diera su nombre.
Valía la pena reclutar a Davis, como comprenderán. Era antes de la época que las computadoras hicieran su aparición en todas partes y Davis era uno de los pocos hombres que tenía pleno acceso a los archivos estadísticos del gobierno. Sabía dónde estaban todos los legajos y tenía poderes para llegar a ellos. Era capaz de hacer aparecer con la rapidez de un mago —teniendo en cuenta que no había computadoras—, los detalles más íntimos de la vida de una persona entre millones. El hecho lo convertía, claro está, en un candidato sin igual para el chantaje, si se dejaba persuadir. Pero Davis, soltero y capaz por tanto de darse el lujo de no tener otras preocupaciones, sólo pensaba en una cosa, su pasatiempo predilecto.
Era astrólogo. No el tipo de astrólogo que imaginan ustedes. No preparaba horóscopos ni hacía predicciones. Tenía un interés estrictamente científico en la astrología. Estaba tratando de determinar si en verdad era posible correlacionar los signos del zodíaco con características personales o sucesos. Estaba estudiando a toda la gente de Leo, de Capricornio y así sucesivamente, tratando de establecer si un número desproporcionado de miembros de Leo eran atletas, o si los capricornianos tendían a ser científicos. Y lo mismo en cuanto a los otros signos.
No creo que haya descubierto nunca nada de utilidad, pero era su obsesión. En su departamento, siempre circulaba el chiste de que era posible que Davis no conociera el nombre de alguien, pero que con seguridad, conocía su signo.
Por fin se convenció de que el intento de reclutamiento era serio y su indignación fue en aumento. Dijo a Lindstrom que el traidor planeaba visitarlo en su departamento para ultimar detalles y que él, Davis, presentaría a Lindstrom a medianoche todos los elementos de juicio.
El caso es que Davis no era un operador experimentado. El reclutador había adivinado el hecho de que Davis podría informar a las autoridades y decidió cortar por lo sano para impedirlo.
Como Davis no acudió a su cita de medianoche, Lindstrom fue al departamento de su subordinado y lo encontró… apuñalado.
No había muerto aún. Los vidriosos ojos de Davis miraban a Lindstrom. Estaba tendido sobre una mesita, tratando de llegar a unas fichas que estaban cerca. Había cuatro de ellas, todas manchadas de sangre.
Davis murmuró entonces:
—Debí saberlo… inadaptado… el signo no concuerda con el nombre… —dicho esto, murió.
Al día siguiente a mediodía recibí un llamado de Lindstrom, en el que me rogaba que fuese a verlo inmediatamente. Me resistía a acudir, porque hacerlo significaba perder el primer partido de la serie mundial de béisbol en mi flamante televisor, pero Lindstrom estaba tan asustado que no tuve alternativa.
Cuando llegué, Lindstrom estaba celebrando una conferencia con un joven teniente primero, al parecer mucho más desesperado que Lindstrom. Reinaba conmoción en el departamento. Tan pronto como aparecí Lindstrom despidió al teniente, diciendo con aire distraído al despedirse:
—¡Y feliz cumpleaños!
Esperó hasta que el teniente se hubo retirado, luego abrió la puerta, verificó que el pasillo estuviera desierto y volvió.
Con aire sardónico, le pregunté:
—¿Está seguro de que la oficina no tiene micrófonos ocultos?
—Lo controlé —respondió muy serio. Luego me contó lo sucedido.
—Qué lástima —comenté.
—Es peor que eso —dijo—. Era un hombre enterado de que existía un traidor en nuestro Departamento y yo no le arranqué la información de inmediato. Ahora he perdido al hombre y al traidor y MacCarthy pedirá mi cabeza.
—¿Lo descubrirá? —pregunté.
—Por supuesto. Tiene que haber por lo menos una persona en este Departamento que le pasa informes regularmente.
—¿Tiene pistas?
—La verdad es que no. Las cuatro fichas sobre la mesa de Davis eran las suyas, las que usa para archivar y registrar por partida doble rasgos humanos en su relación con signos astrológicos. Es su… obsesión. ¡Le explicaré! —añadió, y lo hizo.
—¿Qué hacían allí las cuatro fichas? —le pregunté.
—Nada, tal vez. Eran las fichas de cuatro funcionarios del Departamento y no sé qué estaba haciendo con ellas. Con todo, estaba intentando extender el brazo como para tomar una o señalarla, y habló de que alguien era un inadaptado, que pertenecía a un signo que no armonizaba con su nombre.
—¿No mencionó el nombre?
—No. Estaba moribundo, casi muerto. Su último pensamiento se refirió a su obsesión: sus malditos signos astrológicos.
—Entonces, usted no sabe de cuál de las cuatro fichas se trata.
—Así es. Y mientras no lo sepamos, los cuatro estarán bajo sospecha. Eso significa carreras arruinadas si MacCarthy llega a olfatear el hecho. Y por lo menos para tres de ellos, si no para los cuatro, puede significar una enorme injusticia. Dígame. ¿Conoce los signos del zodíaco?
—Sí. Aries el Carnero, Tauro el Toro, Géminis los Gemelos, Cáncer el Cangrejo, Leo el León, Virgo la Virgen, Libra la Balanza, Escorpio el Escorpión, Sagitario el Arquero, Capricornio el Macho Cabrío, Acuario el Aguatero y Piscis el Pez. Doce, en ese orden. Aries influencia el mes que comienza el 21 de marzo y lo siguen los otros signos, mes por mes.
—Muy bien —dijo Lindstrom—, y los nombres vulgares son todas traducciones directas del latín. Lo verifiqué. Así pues el comentario de Davis sobre el signo que no concuerda con el nombre no se refiere a eso. La única alternativa es que el nombre del signo no haya concordado con el nombre del funcionario. Las fichas tenían cada una el nombre de uno de ellos y entre otros datos personales, el signo bajo el cual había nacido.
—¿Alguien que obviamente no concuerde?
—No, los cuatro nombres son, por desgracia de una total vulgaridad: Joseph Brown, John Jones, Thomas Smith y William Clark. Y ninguno de los nombres, ya sean de pila, apellido o bien en otras combinaciones, armoniza ni deja de armonizar en modo alguno con el signo de la persona.
—¿Tiene cada uno un signo diferente?
—Sí.
—¿Y qué quiere usted que haga yo?
El rostro de Lindstrom estaba contorsionado por la desesperación.
—Ayúdeme —dijo—. Tengo las fichas. Se buscaron huellas digitales y se encontraron sólo las de Davis. Mírelas y vea si puede haber algo que tenga sentido para usted sobre la base del último comentario de Davis.
—Puede tener ya la respuesta. Ese teniente primero que estaba aquí cuando entré. Usted no quiso hablar hasta estar seguro de que se había ido. Hasta inspeccionó el pasillo para asegurarse de que no andaba merodeando cerca de la puerta. ¿Era su nombre uno de los de la lista?
—Sí. Es el teniente Tom Smith.
—Entonces, creo que es el hombre que busca. A juzgar por su expresión, estaba muy alterado. Llámelo, con un testigo y haga presión sobre él. Estoy seguro de que confesará.
Confesó. Apresamos al traidor y tres inocentes, no, cuatro, contando a Lindstrom, se salvaron.
(#)
Griswold adoptó expresión satisfecha, casi condescendiente, y le dije:
—Griswold, es un invento tuyo. No hay forma de que acertaras con el nombre basándote en los datos que tenías.
Griswold me miró, lleno de soberbia.
—Tú no hubieras acertado… Les dije que me llamaron el primer día del campeonato de la serie mundial de béisbol. Eso quiere decir principios de octubre. Si contamos los signos astrológicos desde Aries que gobierna el mes que comienza el 21 de marzo, veremos que seis meses más tarde tenemos Libra que gobierna el mes que comienza el 22 de setiembre. Lindstrom deseó un feliz cumpleaños al teniente, de modo que este nació a principios de octubre bajo el signo de Libra.
—¿Y luego? —pregunté con tono sarcástico.
—Luego, Davis dijo que el signo no condecía con el nombre, el nombre, no su nombre. No estaba aludiendo al nombre del hombre. Los signos forman todos parte del zodíaco y en griego, este término significa «círculo de animales». No hace falta saber griego para ver que la sílaba inicial «zo» figura en «zoológico» y en «zoología». Bien, veamos la lista de los signos: carnero, toro, cangrejo, león, escorpión, macho cabrío y pez, siete animales. Si recordamos que los hombres forman parte del reino animal, tenemos cuatro más: un par de gemelos, una virgen, un arquero y un aguatero. Once animales en total. Hay un único signo, uno solo que no es un animal y que ni siquiera tiene vida. Es el único signo que no concuerda con el nombre de zodíaco. Como los cuatro nombres eran los de funcionarios del Departamento y yo vi a uno que parecía desesperado y cuyo signo era Libra, pensé que si era uno de los cuatro, era además el supuesto inadaptado en el conjunto y también el asesino. En verdad era uno de los cuatro y era el asesino.
Tuve que pagarle a Baranov los cincuenta centavos y el bandido los aceptó.