Uno en mil
A veces uno no puede menos que cansarse de Griswold. Por lo menos, yo. Me es muy simpático. No puedo evitar apreciar a ese viejo bandido, con su infinita capacidad de oír todo mientras dormita y su eterno sorber de whisky con soda; sus mentiras, sus gestos feroces por debajo de las cejas blancas, enormes. Sin embargo, si por una sola vez pudiese sorprenderlo enredado en sus mentiras, lo querría mucho más.
Claro, a lo mejor es verdad todo lo que dice, pero sin duda cuesta creer que haya nadie en este mundo a quien se le hayan presentado tantos problemas imposibles. ¡No lo creo! ¡No puedo creerlo!
Esa noche estaba sentado allí, en nuestro club, mientras las ráfagas de lluvia golpeaban las ventanas y el tránsito de Park Avenue llegaba a mis oídos bastante amortiguado. Probablemente haya expresado mis pensamientos en voz alta.
Por lo menos, Jennings me preguntó:
—¿Qué no puedes creer?
Me tomó un poco por sorpresa, pero señalé con un pulgar a Griswold y dije:
—¡Lo que cuenta él!
Pensé por un instante que Griswold me lanzaría un gruñido, pero parecía dormir apaciblemente entre las orejas de su sillón inglés de alto respaldo, con una respiración rítmica que hacía que su bigote se levantara y volviera a caer sobre sus labios.
—Vamos —dijo Baranov—. Te encanta escucharlo.
—Eso no viene al caso —respondí—. Piensen en todas esas insinuaciones hechas en el lecho de muerte, por ejemplo. ¡Vamos! ¿Cuántas veces muere la gente dejando pistas misteriosas sobre sus asesinos? No creo que haya sucedido esto una sola vez en la vida real, pero le sucede todo el tiempo a Griswold… según él. Es ofensivo que pretenda que le creamos.
Fue ahí cuando Griswold abrió un ojo de un azul glacial y dijo:
—La más notable de las pistas recogidas en lechos de muerte que haya recibido nunca no tuvo nada que ver con un asesinato. Se trataba de una muerte natural y de una especie de broma deliberada, pero no quiero fatigarlos con la anécdota.
Abriendo el otro ojo, Griswold se llevó el vaso de whisky a los labios.
—No, habla —le dijo Jennings—. Nos interesa. Por lo menos, a nosotros dos.
También a mí, a decir verdad…
Lo que voy a contarles [dijo Griswold] no involucró crimen, policía, espías ni agentes secretos. No había razón para que me hubiera enterado de nada, pero uno de los hombres de edad implicados en el asunto conocía mi fama. No alcanzo a imaginar cómo ocurren esas cosas, porque nunca hablo de las chapucerías que he hecho y tengo cosas mejores que hacer que divulgar mis logros. Lo que pasa es que la gente habla, todo se propaga y cualquier enigma que aparezca en mil kilómetros a la redonda llega a mí para ser resuelto… Esa es la simple razón por la cual me veo frente a tantos misterios. [Griswold me dirigió una mirada malévola.]
No me enteré del hecho hasta que estaba apunto de tocar a su fin, de manera que tendré que contarles la historia tal como me la contaron, haciendo la debida condensación, desde luego, pues no soy de los que se entretienen demasiado en los detalles. Y no voy a nombrar al instituto en el cual se produjo, dónde está ni cuando ocurrió el hecho. Esto les daría la posibilidad de verificar mi veracidad y me parece una verdadera impertinencia que ninguno de ustedes crea necesario controlar nada ni meterse a hurgar lo evidente.
En este instituto —que no nombro— había gente que se ocupaba de computarizar la personalidad humana. Lo que pretendían hacer era construir un programa que permitiese a una computadora mantener una conversación que no fuese posible distinguir de la de un ser humano. Se ha intentado algo semejante en el caso de las frases hechas del psicoanálisis, en el cual una computadora es preparada para asumir el papel de un freudiano que repite los comentarios de sus pacientes. Esto es algo trivial. Lo que buscaba el instituto era una conversación cotidiana y creativa, un verdadero intercambio de ideas.
Me dijeron que en realidad nadie en el instituto pretendía tener éxito en la tarea, pero el solo intento revelaría muchos elementos de interés sobre la mente humana, las emociones y la personalidad.
Nadie consiguió gran cosa salvo Horatio Trombone. Es obvio que este nombre es ficticio y que será inútil que ustedes traten de identificar a su dueño.
Trombone había conseguido cosas notables de la computadora que respondía en forma más o menos humana la mayor parte del tiempo. Nadie podría haberla confundido con un ser humano, claro, pero a Trombone le fue mucho mejor que al resto, de modo que había una gran curiosidad en cuanto al carácter de su programa.
Pero Trombone, por su parte, no quería proporcionar la menor información. Mantenía un silencio absoluto. Trabajaba solo, sin ayudantes ni secretarias. Llegó al punto de destruir los protocolos, salvo los de mayor importancia que ocultaba en una caja de seguridad. Su intención, según decía, era guardar todo el secreto hasta estar completamente seguro de lo que había logrado. Llegado ese momento lo revelaría y reivindicaría para sí el crédito y los homenajes que estaba seguro de merecer. Era de suponer que para empezar, aspiraba al premio Nobel. De ahí en más su ambición no tenía límites.
Llamaban la atención de los otros miembros del instituto las excentricidades de Trombone que estaban llegando a un paso de la demencia. Pero si estaba loco, era un loco genial y sus superiores no se decidían a interferir en su trabajo. No sólo porque consideraban que si lo dejaban tranquilo podría llegar a descubrimientos científicos abrumadores sino porque ninguno de ellos tenía deseos de pasar a figurar en los anales de la historia de la ciencia como un villano.
El superior inmediato de Trombone, a quien llamaré Herbert Bassoon, solía discutir con su conflictivo subordinado.
—Trombone —le decía— si tenemos un número de personas cuyas mentes e ideas se combinen en este proyecto, el progreso se lograría con mucho mayor rapidez.
—Tonterías —decía Trombone, malhumorado—. Una persona inteligente no avanza con mayor rapidez porque se rodee de cuatro idiotas que le estén pisando los talones. Aquí usted tiene una sola persona inteligente, aparte de mí y, si muero antes de terminar mi obra, él podrá continuar. Le dejaré mis protocolos, pero pasarán solamente a él y no antes de mi muerte.
Me contaron que Trombone solía reírse mucho en esas ocasiones, pues tenía un sentido del humor tan excéntrico como su sentido de la propiedad. Bassoon me contó que presentía el mal que finalmente habría de acabar con su vida.
Por desgracia, las perspectivas de vida de Trombone no eran precisamente halagüeñas. El corazón del hombre funcionaba sólo a fuerza de optimismo. Había sufrido ya tres síncopes cardíacos y era opinión general que no podría sobrevivir al cuarto. Con todo y no obstante tener conciencia de que su vida pendía de un hilo, se negaba a nombrar a esa única persona que podría sucederlo. Tampoco era posible adivinar por su conducta quién podría ser esa persona. A Trombone parecía divertirle mantener a todo el mundo en vilo.
El cuarto ataque cardíaco se produjo cuando estaba trabajando y en efecto acabó con él. En ese momento estaba solo, de modo que no hubo quien lo auxiliase. Pero la muerte no fue instantánea y tuvo tiempo de cargar la computadora con datos. La máquina reprodujo un impreso que se encontró al mismo tiempo que el cuerpo de Trombone.
Además había dejado un testamento en manos de su abogado, quien aclaró debidamente sus términos. Él tenía la combinación de la caja fuerte y debería entregarla al sucesor de Trombone y nada más que a él. No poseía su nombre, pero el testamento señalaba que dejaría las indicaciones precisas para identificarlo. Si eran tan estúpidos como para no interpretarlas —tales eran las palabras del testamento— transcurrida una semana, todo el material debía ser destruido.
Bassoon argumentó con mucha vehemencia que el interés público tenía mucho más peso que las irracionales instrucciones de Trombone y que la mano de un muerto no debía interponerse en el progreso de la ciencia. El abogado se mostró inconmovible. Antes de que se pusiesen en marcha otros mecanismos legales, los protocolos serían destruidos. Según los términos del testamento, si se intentaba echar mano de eventuales recursos legales, los protocolos serían destruidos en el acto.
No había nada que hacer, salvo concentrarse en el impreso que contenía una serie de números, 1, 2, 3, 4 y así sucesivamente hasta el 999. Se escudriñó cuidadosamente toda la serie. No faltaba ningún número ni ninguno estaba fuera de orden. Era la lista completa del 1 al 999.
Bassoon señaló que las instrucciones para un impreso como este eran muy simples, algo que Trombone pudo muy bien haberlo grabado estando ya al borde de la muerte. Era posible que tuviera pensado algo mucho más complejo que una mera serie de números, pero que no hubiera tenido tiempo para completar las instrucciones. En ese caso cabría pensar que las instrucciones no estaban completas.
El personal se reunió, convocado por Bassoon, para cambiar ideas. Había veinte hombres y mujeres, cualquiera de las cuales podría haber continuado, según era de presumir, con el trabajo de Trombone. Todos habrían deseado tener la oportunidad, pero ninguno pudo sugerir la más mínima idea en cuanto a cuál era la persona indicada por Trombone como poseedora de una «inteligencia pasable». Por lo menos, nadie logró convencer al resto de que era la persona buscada.
Tampoco pudo nadie determinar la existencia de ninguna relación entre la monótona lista de números y cualquier miembro del instituto. Imagino que algunos inventaron teorías, pero ninguno convenció a los otros y, mucho menos, al abogado que se mantuvo en sus trece.
Bassoon creía volverse loco. El último día del período de gracia, cuando todos estaban tan lejos de la solución como al comienzo, acudió a mí. Recibí su llamado en momentos en que estaba sumamente ocupado, pero conocía un poco al hombre y siempre me ha costado mucho rechazar un pedido de ayuda, en especial cuando proviene de alguien que parezca tan desesperado como parecía Bassoon.
Cuando nos encontramos en su oficina estaba desencajado. Me contó toda la historia y cuando terminó, dijo:
—Es como para volverse loco. Contar con algo que puede significar un progreso enorme en el más difícil de los temas, el mecanismo de la mente humana, y no poder llegar a nada por culpa de un excéntrico, de ese robot de abogado y de ese maldito papelito de la computadora. Pero así es. No consigo sacar nada en limpio.
—¿No será un error concentrarse tanto en los números? ¿No habrá nada fuera de lo común en el papel mismo? —sugerí.
—Le juro que no —respondió con vehemencia—. Era un papel vulgar y silvestre, sin marcas, salvo los números del 1 al 999. Hemos hecho todo, excepto someter el papel al análisis de activación de neutrones y yo lo haría, si creyese que puede ser útil. Si usted piensa que conviene, haré la prueba, pero sin duda a usted se le ocurrirá alguna otra cosa. Vamos, Griswold. Usted tiene fama de poder resolver cualquier enigma.
No sé de dónde había sacado semejante idea. Jamás hablo de este tema.
—No hay mucho tiempo —señalé.
—Lo sé, pero le mostraré el papel. Le presentaré a toda la gente que podría estar implicada. Le daré toda la información que desee… pero nos restan sólo siete horas.
—Bien —dije—, quizá necesitemos sólo unos segundos. No conozco los nombres de las veinte personas que podrían ser los sucesores de Trombone, pero si una de ellas tiene un nombre exótico, es lo que estoy pensando… Es decir, un nombre o apellido exótico… Yo diría que es la persona que buscamos.
Le dije el nombre en el cual estaba pensando y pegó un respingo. Era un nombre poco común y el de uno de los miembros del instituto. Hasta el abogado reconoció que tenía que tratarse del sucesor previsto cuando le expliqué mi línea de razonamiento. Y me entregó los protocolos.
—Por desgracia no creo que hayan servido para mucho. De cualquier manera, esa es la historia.
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—No, no es la historia —estallé—. ¿Qué nombre propusiste y cómo lo sacaste de una lista de números del 1 al 999?
Griswold, que se había concentrado con aire plácido en su whisky, levantó bruscamente la vista.
—No puedo creer que no lo sepan —dijo—. Los números iban del 1 al 999 sin que faltase ninguno y se detenía la serie allí. Me pregunté si los números del 1 al 999 inclusive tenían algo en común que no tengan los que pasan del 999 y de qué manera ese algo podía tener relación con alguna persona en particular.
Tal como estaban escritos los números, no vi nada. Pero supongamos que esos números hubiesen aparecido como palabras en idioma inglés: One, two, three, four, five, y así sucesivamente hasta el novecientos noventa y nueve. La lista de números estaba formada por letras, pero esa lista no incluye las veintiséis que componen el alfabeto inglés. Algunas no aparecen en ninguno de los números escritos en letras hasta el novecientos noventa y nueve, como «a», «b», «c», «j», «k», «m», «p».
La más notable entre estas letras es la vocal «a». Ocupa el tercer lugar entre las letras más usadas en el idioma inglés. Sólo la «e» y la «t» son más frecuentes. Sin embargo, podemos recorrer toda la serie de números desde el 1 hasta el 999, expresados en palabras en inglés, y no encontraremos una sola «a». Pero después del 999, la situación cambia. El número 1000, thousand, tiene una «a», pero ninguna de las otras letras. Es evidente, entonces, que el mensaje oculto detrás de la lista es simplemente la ausencia de la «a». ¿Qué problema había, pues?
—Eso no tiene sentido —dije, enojado—. Aunque admitamos que el mensaje haya sido la ausencia dela «a», ¿qué puede significar en cuanto al nombre del sucesor? ¿Un nombre que no tenga ninguna «a»?
La mirada que me dirigió Griswold fue de soberano desdén.
—Supuse que habría varios nombres con esa característica y los hay. Pero también pensé que alguna otra persona podría tener el nombre de «Noah», lo cual se aproxima mucho desde el punto de vista del sonido a «no a» y uno de los investigadores se llamaba así. ¿Quieres algo todavía más simple?