Amigos y aliados

—¿Vieron el casamiento del Príncipe Carlos y Lady Diana? —pregunté. Tenia las piernas cómodamente extendidas, en una posición que en general la atmósfera algo solemne de nuestro club no solía auspiciar.

—Sí —dijo Jennings con entusiasmo—. ¡Qué princesa de cuento de hadas! ¡Joven! ¡Rubia! ¡Hermosa!

—Y al mismo tiempo —comenté— las ciudades de Gran Bretaña se destrozan en medio de conflictos callejeros. Irlanda del Norte arde en llamas. La inflación y el desempleo han llegado a límites alarmantes.

—Razón de más —dijo Baranov con cierto matiz antagónico— para brindar ese espectáculo. Los británicos se congregaron por millones para admirarlo. Si la familia real hubiese anunciado que la boda tendría lugar en la Municipalidad y que se donaría a los pobres el dinero economizado, se habría levantado una ola de protesta.

Suspiré.

—Seguramente, tienes razón. La raza humana tiene un no sé qué de irracionalidad. O quizá sean tan sólo los británicos.

—¡Escuchen! —dijo Jennings—. Allá por 1940 estábamos encantados con la irracionalidad de los británicos. Cualquier consideración racional les habría dicho: rendirse y firmar un tratado de paz con Hitler. En lugar de pactar, permitieron el incendio de Londres y arriesgaron una destrucción y una esclavitud totales.

En verdad no había nada que responder. Me limité a asentir.

—Además —dijo Jennings, aprovechando su ventajosa posición—, son nuestros amigos y aliados.

Volví a asentir.

Griswold eligió ese momento para abrir aquellos témpanos azules que tenía por ojos y nos miró con lástima. Se aclaró la voz, se llevó su whisky con soda a los labios y comentó:

—No existe lo que llaman amigos y aliados. No son más que arreglos temporarios.

—Vas a decir que los británicos… —comenzó a decir Jennings con vehemencia.

—Quiero decir que los británicos tienen sus intereses y nosotros los nuestros. Y si bien ellos pueden seguir a veces vías paralelas, esas vías nunca son del todo idénticas. Más aún, no hay enemigos y contrincantes. No hay más que divergencias temporarias.

—Qué cinismo —dijo Baranov.

La verdad [dijo Griswold] suena tantas veces a cinismo que la gente prefiere creer en mentiras. Esta es la fuente de tantas dificultades como hay en el mundo. Recuerdo una época, allá por 1956, cuando la guerra fría estaba en su apogeo y la Unión Soviética esperaba revueltas en el este de Europa. Teníamos la lógica preocupación, en aquel momento, de mantener las cosas a una temperatura lo más baja posible para evitar un enfrentamiento nuclear… en otros términos, había que debilitar a la Unión Soviética, pero no enardecerla.

También deseaban esto los británicos, pero ellos temían que nosotros pudiésemos reaccionar con un rapto de locura, mientras nosotros temíamos que los temores de ellos debilitasen el frente unido y la firmeza del bloque occidental.

La situación nos creaba dificultades. Los británicos y nosotros tenemos cada uno nuestra organización de inteligencia. Las dos son totalmente independientes. Por ser los británicos nuestros amigos y aliados, les decimos todo lo que sabemos, cuando consideramos que deben saberlo. Al igual que ellos.

La dificultad está en que ellos creen que deben saber todo lo que sabemos nosotros y nosotros no estamos de acuerdo. También en esto estamos a la recíproca.

Podrán apreciar lo complicado del asunto. En aquella época John Foster Dulles era secretario de Estado y creía en la política de vivir al borde de la guerra y en perpetuo forcejeo con el enemigo, cosa que ponía nerviosos a los británicos. Lo que no deseaban hacer de ninguna manera era darle a ese enemigo ningún pretexto para que perdiese los estribos. Además, Gran Bretaña tenía en aquel momento planes relacionados con el Medio Oriente, planes que no deseaba comunicarnos.

Por otra parte, los profesionales del Departamento de Estado siempre adoptaban el punto de vista de que Dulles era absolutamente imprevisible y por lo tanto más peligroso cuando no contaba con los elementos de juicio y debía adivinar, puesto que siempre tendía a adivinar una situación de «el peor de los casos».

Entre otros medios de obtener información, conseguimos infiltrarnos en la inteligencia británica. Sabíamos que era probable que los soviéticos también la hubiesen logrado, de modo que «¿por qué no nosotros?» Sin duda los británicos realizaban idénticas tentativas, y bien podrían haber tenido éxito.

Infiltrar el sistema británico era una misión más que delicada. Los británicos sabían que los soviéticos intentarían hacerlo y como aceptaban el hecho filosóficamente no abrigaban contra ellos resentimiento alguno. En cambio, no podían aceptar nada semejante que viniera de nosotros, Nosotros éramos amigos y aliados. En vista de ello debimos trabajar mucho más que los soviéticos para que los británicos no sospechasen nada.

De cualquier manera, la información llegó a nuestra gente en forma muy indirecta. Fue una fecha solamente, el 8 de junio. No tiene importancia cuál era su significado exacto y no se los diré, porque aún hoy no estaría bien divulgarlo. Hay involucrados muchísimos secretos que no han dejado de serlo.

Con todo, los británicos pensaban hacer algo el 8 de junio y, cuando lo hicieran, contaríamos con la base que necesitábamos para reaccionar debidamente ante la acción soviética en Europa Oriental. De haber ignorado la acción británica, habríamos reaccionado frente a los soviéticos sin contar con información esencial.

Lamento que todo esto suene un poco complicado, pero nada es simple en el laberinto del espionaje y el contraespionaje.

Bien, creíamos saber la fecha. Hicimos preparativos basados en el conocimiento más o menos seguro de que sabíamos lo que pensaba la gente de Londres y, el 8 de junio, ¡lo que estábamos seguros que iba a suceder no sucedió!

¿Quería decir esto que los británicos habían cambiado de planes? ¿O bien significaba que nuestra pequeña fuente dentro de Inteligencia Británica había sido anulada y se nos había pasado deliberadamente información falsa para darnos una lección?

¿O era sencillamente que alguien había cometido un error? Pasaron algunos días en medio de una creciente tensión en Washington, todo el mundo estaba electrizado. En nuestro propio organismo de informaciones se preguntaban durante cuánto tiempo sería posible ocultarle la situación a Dulles.

Por fin me llamaron. En general acuden a mí cuando han recurrido ya a todo lo demás.

Habría preferido mantenerme apartado. La política de Dulles en el Medio Oriente era desastrosa, me habían despedido, por decimoquinta vez, creo, por haberlo señalado públicamente. Un viejo amigo me llamó, no obstante, y no tuve más remedio que ir a verlo.

Siempre tengo esas debilidades. Soy más blando que la manteca. Además, me resultaba muy claro que el Medio Oriente no tardaría en arder y las consecuencias serían imprevisibles. Tenía pues que colaborar.

Mi viejo amigo, al que llamaré Jim para darle algún nombre, me explicó la situación sin darme ninguno de los detalles importantes. Dulles se habría puesto furioso de haberse enterado de que yo estaba al corriente de un asunto tan delicado y Jim debía tenerlo presente.

—Tengo la impresión, Jim —dije—, de que tienes una fecha y que no es la fecha correcta. ¿Cómo diablos puedo ayudarte?

Jim, que estaba sudando copiosamente, respondió:

—Mira, creo que nuestro hombre en Londres está aún cubierto y los británicos no dan muestras de la nerviosidad que evidenciarían si hubiesen hecho cosas como alterar fechas o confundirnos intencionalmente. Yo creo que de alguna manera alguien ha cometido un error. Hemos dado con una fecha equivocada y la correcta tiene que estar aún en alguna parte.

—Bien —dije—, comunícate con tu contacto en Londres y pídele que vuelva a darte la fecha.

—No podemos —dijo Jim—. En este momento está fuera de nuestro alcance. Los británicos acaban de encomendarle una misión que no podía eludir. Después de todo, es inglés, aunque trabaje para nosotros. No sabemos dónde está y, como por su parte él ignora que estamos en un lío, no hay motivo alguno para que trate de comunicarse con nosotros.

—Sigo sin ver qué puedo hacer. ¿Tienes clara la fecha? ¿O está en el código?

—Absolutamente clara. J-U-N-I-O-8. No hay posibilidad de error al codificar o decodificar.

—¿Cómo lo pasó tu colega de Londres?

—En forma muy indirecta, pero precisa. Retiró el último cigarrillo de un paquete y arrojó el paquete vacío al canasto de papeles. Algo más tarde, un hombre mal vestido revisó el canasto buscando un diario y al mismo tiempo retiró el paquete vacío. En el interior estaba la fecha, escrita con una lapicera especial con una leve inclinación en la pluma, formando un ángulo recto.

—Sospecho que el «hombre mal vestido» era uno de los tuyos.

—Sí. Quemó el paquete, registró la fecha y la pasó por un medio enteramente diferente. No era posible llegar entonces hasta el primero de nuestros hombres, cuya posición era necesario proteger y el segundo de los hombres no era esencial, como él mismo sabía muy bien.

—¿Crees que el segundo hombre cometió un error al copiar la fecha?

—Lo hemos empleado con anterioridad. Nunca cometió un error. Sí, sí. Ya lo sé. Siempre hay una primera vez. Él jura que no cometió ningún error. Junio 8, ni más ni menos. No había manera de equivocarse. El hombre insiste en este punto.

—En ese caso, el primero de tus hombres, me refiero al de Londres, tiene que haber obtenido una fecha equivocada y tu suerte está echada. A menos que los británicos hayan hecho en efecto lo que se supone que debían hacer el 8 de junio, pero con tanto sigilo que nadie haya advertido nada.

—Imposible. Si supieras lo que era, no creerías tal cosa.

—¿Y el segundo hombre? Por muy bien que haya actuado para ustedes en el pasado, si no es más que un recolector de desperdicios de Londres al que contratan a veces, alguien pudo ofrecerle más que ustedes para cancelar su misión, por así decir.

—¿Recolector de residuos? —repitió Jim, indignado—. Nació en Dallas. Diplomado en la mejor institución de Texas. Uno de nuestros mejores hombres.

—¡Ah! Vislumbro que empieza a hacerse la luz.

—¿Dónde?

—Olvídalo —dije con aire virtuoso. Después de todo, si él consideraba que debía reservarse información yo no veía razón para no retribuirle el cumplido.

—Supongamos que yo te dé una fecha alternativa. ¿Puedes dejar las cosas donde están y evitar que nos lancemos a un ataque a ciegas hasta que lleguemos a esa fecha?

—¿Cuál es la fecha alternativa?

Le di la fecha.

Jim frunció el ceño.

—¿Qué te hace imaginar que esa es la fecha alternativa?

Posé sobre él mi mirada franca y honrada.

—¿Alguna vez has visto que me haya equivocado cuando afirmo estar en lo cierto?

—Mira, en realidad…

—No finjas ser más listo de lo que eres. Deja las cosas como están y mantenme al margen de todo. Si Dulles llega a descubrir que tengo algo que ver con esto, preferirá arriesgar una guerra nuclear a la seguridad que puede darle mi afirmación.

—Lo intentaremos —accedió Jim.

Lo consiguió. Las rebeliones en Polonia y en Hungría fueron sofocadas ese año, pero los Estados Unidos siguieron un curso de acción que mantuvo a los soviéticos muy inquietos. Lo esencial fue que no pudieron intervenir en el Medio Oriente cuando Gran Bretaña, Francia e Israel atacaron a Egipto ese año. Y eso era lo más importante. Pero más importante aún fue que no hubo guerra nuclear, y ahora, no me hablen de «amigos y aliados».

(#)

—¿Piensas quedarte allí? —le pregunté.

—¿Por qué no? —preguntó Griswold—. Es un desenlace feliz, ¿no?

—Por supuesto, pero ¿cuál era la fecha alternativa y cómo la obtuviste?

Al resoplar Griswold el bigote blanco se le erizó. Agitó la cabeza.

—Escuchen —dijo—. Nuestro hombre en Londres escribió la fecha en el interior del paquete de cigarrillos. Muy adentro, diría yo, para que no fuese visible ante una inspección superficial. Manejar una lapicera torcida y escribir con claridad es una operación delicada y no iba a escribir una enciclopedia, por otra parte. Yo estoy seguro de que habría escrito la fecha en la forma más concisa posible, es decir, «6/8». ¿No están de acuerdo?

—Tiene sentido —dijo Jennings.

—Pero el segundo hombre, nuestro tejano, por enviar el mensaje en forma distinta, podía permitirse ser algo más expansivo y garabateó «junio 8» en algo y lo envió en la forma en que lo hizo, cualquiera que haya sido.

—¿Y por qué? —preguntó Baranov.

—Bien, ¿no consideran ustedes que aquí surge una cuestión relativa a la de qué número representaba el mes y qué número el día? En los Estados Unidos, leemos el primer número como el del mes, pero en el Canadá y en Gran Bretaña, la costumbre es que el segundo número sea el del mes. El segundo hombre, norteamericano, al ver 6/8, lo escribe como Junio 8, por ser junio el sexto mes. No lo piensa dos veces y jura que es lo que vio escrito. En cambio nuestro hombre británico en Londres estaba simbolizando «6 de agosto», por ser agosto el octavo mes, de modo que esa fue mi fecha alternativa. Una fecha excelente y como se vio, correcta.