Frío o caliente
Jennings lanzó un profundo suspiro y el ruido pareció provocar un eco en el ámbito cavernoso, oscuro y levemente polvoriento de la biblioteca de nuestro club.
—Estoy poniéndome viejo —declaró—. Es inútil seguir negándolo. Acaba de pasar mi cumpleaños y mis hijos empiezan a mostrar una sospechosa deferencia hacia mí. Hicieron todo, menos arrebujarme en un chal de lana.
Sin mostrar mayor conmiseración, le pregunté:
—¿Sufres de artritis?
—No. No tengo artritis.
—Entonces no eres viejo. La vejez comienza cuando empiezas a crujir, cuando te duele sentarte y levantarte y cuando te duelen las articulaciones aunque no estés haciendo nada. Salvo por esto, a los sesenta puedes sentirte como a los veinte si estás en un estado de salud aceptable.
Dije esto con cierta complacencia. No tengo artritis y puedo hacer todo lo que hacen los muchachos de veinte años. Me refiero a cosas que deseo hacer. Por ejemplo, no deseo jugar al fútbol.
—No me preocupo por la artritis —dijo Baranov—. Me preocupa la decadencia gradual de las aptitudes mentales. Por lo menos uno advierte la artritis cuando la tiene. Pero cuando la mente empieza a decaer, sólo se puede determinar que vamos cuesta abajo mediante el juicio, función dentro de tu mente en decadencia. Cuánta gente debe estar senil, demasiado senil para saber que está senil.
Fue inevitable que dirigiésemos nuestra mirada hacia Griswold que ocupaba su sillón habitual con el pelo blanco enmarcándole la cara sonrosada y relativamente tersa, y el espeso bigote blanco apenas húmedo por la reciente visita del whisky con soda que tenía en la mano.
Los ojos de Griswold permanecieron cerrados, pero dijo:
—Por la charla sobre senilidad y el repentino silencio, deduzco que todos están concentrando sus débiles mentes sobre mí. No les servirá de nada. Bien pueden seguir admirando mi vigorosa mente. Ninguno de ustedes tiene una que se le parezca siquiera. Claro que podemos alcanzar la inmortalidad algún día o por lo menos una inmortalidad potencial. En realidad, podríamos haberla alcanzado ya, en nuestra propia época, excepto que… excepto que…
Parecía estar por dormirse, pero yo le di unos codazos. No; a decir verdad, le pisé un pie.
—¡Ay! —dijo, y sus ojos se abrieron.
—¿Qué días de la inmortalidad? —le pregunté.
No puedo garantizar la veracidad de la historia que estoy por contarles, [dijo Griswold]. Si fuese algo que hubiera presenciado yo mismo o experimentado personalmente, cabría abrigar, desde luego, la seguridad de que es del todo verídica y confiable. Pero las partes esenciales me fueron contadas por un desconocido hace unos años y no puedo dar garantías sobre ella. Quizás el hombre intentaba poner a prueba mi credulidad, cosa que la gente hace a menudo porque mi expresión franca y abierta les hace suponer que pueden embaucarme. Claro está que muy pronto comprueban lo contrario.
Conocí al hombre en un bar. Estaba pasando unas horas en Chicago mientras esperaba el avión que debía llevarme a Atlanta por cuestiones de trabajo —que no tiene nada que ver con el tema que me ocupa ahora— y, sentado junto a mí en un taburete, había un individuo cuyo aspecto indicaba que estaba apunto de derrumbarse. Chaqueta ajada, barba incipiente, calzado resquebrajado por el uso. Además triste… Cuando nuestras miradas se encontraron, levantó el vaso y bebió a mi salud. Tenía síntomas de embriaguez. Apenas síntomas. Había bebido lo suficiente como para trabar conversación con desconocidos.
—Salud —me dijo—. Usted tiene cara de hombre bueno. —Bebió unos sorbos, yo lo imité y luego prosiguió—: Lamento que tenga que envejecer y morir, que a mí me suceda lo mismo y que a todos les suceda lo mismo. Bebo por la gente que, en todo el mundo, envejece sin motivo.
Hablaba como un hombre educado y los disparates que estaba diciendo tenían sentido suficiente para provocar mi curiosidad y para que lo escuchara con la mayor atención.
—¿Vamos a una mesa para poder hablar con mayor tranquilidad? —Le propuse—. ¿Y me permite que lo invite a beber la próxima vuelta?
—Por supuesto —dijo con entusiasmo y rápidamente bajó de su taburete—. Es usted muy gentil.
No hay duda de que lo soy, de modo que pude comprobar que la bebida no le había disminuido aún la capacidad de juicio. Cuando nos sentamos a una mesa en un rincón del salón casi vacío, el hombre comenzó a hablar en seguida. Después de lanzar un hondo suspiro, dijo:
—Soy químico. Me llamo Brooke. Simon Brooke, con un doctorado en química de la universidad de Wisconsin.
—Encantado, doctor Brooke —dije con gravedad—. Mi nombre es Griswold.
—Yo trabajaba con Lucas J. Atterbury. Supongo que habrá oído hablar de él.
—No.
—Según mi opinión, era quizá el bioquímico más grande del mundo. No había recibido una educación formal en la especialidad y sospecho que nunca terminó sus cuatro primeros años del ciclo universitario, pero tenía una aptitud natural. Tan pronto como tocaba algo, se transformaba en oro. Era realmente brillante. ¿Comprende lo que quiero decir?
Comprendía lo que quería decir.
—Uno puede haber ido a la universidad —dijo Brooke con aire pensativo— como hice yo y saber entonces todas las formas en que era posible estudiar un problema así como todas las razones por las que no era posible resolverlo, y Lucas (no permitía a nadie dirigirse a él de otra manera que por su nombre de pila), que no sabía ninguna de todas estas cosas, se sentaba en su sillón y siempre proponía algo que era la respuesta exacta.
—Tiene que haber valido una fortuna para quienquiera que tuviese problemas.
—Uno diría que sí, ¿no? Bien, Lucas no funcionaba así. No quería solucionar cualquier problema que le presentasen sino ganar de vez en cuando unos honorarios suculentos que le permitiesen vivir y dedicarse a lo único que le interesaba.
—¿Cuál?
—La inmortalidad. Cuando lo conocí tenía setenta y siete años y hacía diecisiete que trabajaba en este tema, desde cuando decidió que debía hacer algo para vivir más allá de la expectativa normal de vida de cualquiera. Cuando llegó a los setenta y siete, estaba ya profundamente exasperado consigo mismo. De haber comenzado a los cincuenta años, podría haber llegado a resolver el problema a tiempo, pero no había tenido conciencia de la inminente llegada de la vejez hasta que fue tal vez demasiado tarde… A los setenta y siete años, entonces, estaba bastante desesperado como para buscar un ayudante. El ayudante era yo. No era el tipo de empleo que buscaba, pero el salario ofrecido era decoroso y pensé que podría utilizar ese empleo como un escalón para pasar luego a algo diferente. Al principio me burlaba de él para mis adentros por su falta de formación académica, pero después… me atrapó. Cuando me hablaba de sus teorías, hacía uso de una terminología totalmente errada, pero finalmente todo comenzó a tener sentido.
Consideraba que con mi colaboración en el desarrollo de los experimentos, quizá podría triunfar antes de morir y me hacía trabajar mucho. En fin, todo el proyecto adquirió importancia para mí.
Sabe usted… la ancianidad está programada en nuestros genes. Existen cambios inevitables que tienen lugar en las células, cambios que terminan por fin con ellas. Los cambios las obstaculizan, las endurecen, las desorganizan. Si fuese posible determinar con exactitud en qué consisten esos cambios y cómo sería posible revertirlos o, mejor aún, prevenirlos, podríamos vivir durante el tiempo que quisiéramos y permanecer siempre jóvenes.
—Si todo está incluido en nuestras células —señalé— la vejez y la muerte tienen su razón de ser y tal vez no sea conveniente interferir…
—Por cierto que hay una razón —dijo Brooke—. No es posible la evolución sin el reemplazo periódico de la vieja generación por la joven. Sólo que hemos dejado de necesitar tal cosa. La ciencia está en las puertas de poder dirigir la evolución.
Sea como fuere, Lucas había descubierto cuál era el cambio decisivo. Había determinado la base química de la vejez y estaba buscando una manera de revertirla, algún tratamiento físico o químico que anulase este cambio. El tratamiento, correctamente administrado, sería la fuente de la juventud.
—¿Cómo sabía usted que lo había descubierto?
—Cuento con algo más que una declaración. Trabajé con él durante cuatro años y durante ese período pude observar los efectos en ratones. Siguiendo sus instrucciones, solía inocular ratones obviamente seniles, y el animal volvía a adquirir los atributos de la juventud bajo mis propios ojos.
—Entonces, el trabajo estaba completo.
—No del todo. El ratón se rejuvenecía, brincaba de aquí para allí en medio de la exuberancia de la juventud y luego, al cabo de un día o dos, moría. Era obvio que se producían efectos secundarios negativos con este tratamiento y, al principio, Lucas no había conseguido eliminarlos. En esto consistía su objetivo final. Pero nunca me dio detalles. Yo trabajaba de acuerdo con sus instrucciones, sin saber nunca con exactitud qué estaba ocurriendo. Ello se debía a la manía del secreto que tenía Lucas. Quería controlarlo todo. Así, cuando llegó el momento en que logró resolver el problema, fue demasiado tarde.
—¿En qué sentido?
—El día que resolvió el problema, tenía ochenta y dos años y sufrió un ataque cerebral. Fue ese mismo día, seguramente por la excitación. Apenas podía hablar y agonizaba. Cuando los médicos lo dejaron solo unos instantes, me hizo un débil gesto. «Lo tengo», me dijo con palabras que apenas pude entender. «Continúe. Preparados D-17, D-28. Mezclarlos, pero sólo al cabo de una noche de reposo a… a…», su voz era cada vez más débil, «… a cuarenta grados…» No pude comprender el murmullo final, pero sabía qué palabras podrían seguir a «cuarenta grados». «Fahrenheit o Celsius», dije. Lucas volvió a murmurar algo y dijo: «Hazlo hoy, pues si no, no, no…» Volví a repetir «Fahrenheit o Celsius». Hubo una pausa y luego él murmuró algo que sonó como «No tiene importancia» y cayó en coma. Nunca salió de ese estado y murió al día siguiente.
Allí me encontré yo, con dos soluciones inestables que no durarían ese día, siquiera. Si pudiese mezclarlas bien e inoculármelas a mí mismo… Estaba dispuesto a correr el riesgo si implicaba una posible inmortalidad… podría vivir entonces lo suficiente como para volver a identificar el secreto para su futuro uso. O por lo menos yo podría ser eternamente joven. El caso era que no conocía el punto clave relativo al preparado: la temperatura.
—¿Hay una gran diferencia? —pregunté.
—Por cierto. Una temperatura de cuarenta grados Celsius está a cuarenta grados del punto de congelación de cero grado. Cada diez grados Celsius equivalen a dieciocho grados Fahrenheit, de modo que cuarenta grados Celsius sobre cero son dieciocho multiplicado por cuatro, o sea, setenta y dos grados Fahrenheit sobre cero. Pero el punto de congelación de la escala Fahrenheit es treinta y dos grados Fahrenheit, y treinta y dos más setenta y dos son ciento cuatro. Por consiguiente, cuarenta grados Celsius equivalen a ciento cuatro grados Fahrenheit.
En ese caso, pues, ¿debía usar cuarenta grados Fahrenheit, temperatura bastante fresca o cuarenta grados Celsius, bastante cálida? ¿Caliente o frío? No lo sabía. No llegaba a resolverme por ninguna y así fue como las dos soluciones perdieron su potencia y perdí para siempre mi oportunidad.
—¿No sabía usted qué escala utilizaba habitualmente Lucas? —pregunté.
—Los hombres de ciencia utilizan el Celsius en forma exclusiva —dijo Brooke—, pero Lucas no tenía una formación profesional. Hacía uso de la escala que le atraía en el momento. Nunca era posible estar seguro.
—¿Qué quiso significar al decir, «no tiene importancia»?
—No lo sé. Estaba muriéndose. Pienso que sentía que se le escapaba la vida y que nada importaba ya. ¡Diablos! ¿Por qué no pudo hablar con un poco más de claridad? ¡Imagínese! El secreto de la inmortalidad, perdido del todo en un murmullo que no permitió distinguir con claridad entre Fahrenheit y Celsius.
Brooke, muy ebrio ya, no alcanzaba a discernir el volumen de su error ya que, desde luego, las instrucciones del moribundo eran perfectamente claras, como ustedes habrán podido apreciarlo.
(#)
Griswold se acomodó en su sillón como si se dispusiera a dormitar otra vez, pero Baranov lo aferró de una muñeca y le dijo:
—¿Vas a decirnos que sabías a qué escala se refería este Lucas?
—Claro —dijo Griswold, fastidiado—. Es obvio. Si dices cuarenta grados, murmullo, murmullo, esos murmullos no tienen que significar ni «Fahrenheit» ni «Celsius». Existe una tercera alternativa.
—¿Cuál? —pregunté.
—Podría haber estado murmurando «cuarenta grados bajo cero».
—Aunque hubiese dicho tal cosa —dijo Jennings— seguiríamos sin saber si eran Fahrenheit o Celsius.
—No, lo sabríamos —dijo Griswold—. Ustedes oyeron que cuarenta grados Celsius equivalen a setenta y dos grados Fahrenheit. Esto significa que cuarenta grados Celsius bajo cero grados Celsius, o sea el punto de congelación de esta escala, está a setenta y dos grados por debajo de treinta y dos grados Fahrenheit, que es el punto de congelación Fahrenheit. Pero setenta y dos grados bajo la marca de treinta y dos grados está cuarenta grados por debajo del cero grado Fahrenheit.
—Por consiguiente, cuarenta grados bajo cero Celsius son cuarenta grados bajo cero Fahrenheit. Si decimos «cuarenta grados bajo cero» no importa que sea Celsius o Fahrenheit y es la única temperatura que no hace diferencia alguna. Por ese motivo Lucas dijo: «No tiene importancia». Bien. Brooke no reparó en ese punto y yo no creo que tenga inteligencia suficiente para reconstruir el experimento ni que nadie la tenga en nuestra época. Entonces… bien, seguiremos envejeciendo.